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domingo, 10 de enero de 2010

SER REY(NA): LA IMPORTANCIA PERSONAL EN LA METÁFORA ARISTOCRÁTICA



Por Carlos Valdés Martín


Una pregunta plebeya con una respuesta aristocrática

Cada quien sabe mucho de su propia valía, cuando en su fuero interior siente su importancia. A pesar de esa convicción primera, ese sentido de valer dentro de cada uno no resulta completo y fácilmente queda perdido. ¿Dónde se extravía algo tan vital como la convicción de la propia valía? El extravío acontece entre las marañas de la identidad y del significado colectivo. Cada ciudadano pobre o rico, agobiado o distraído vive inmerso en los afanes diarios del trabajo y las obligaciones, impulsado por intereses inmediatos o aparentes, presionado por las tentaciones del consumo de masas, distraído por los mil flashes del espectáculo de los medios masivos, agobiado por las presiones económicas, a medias instruido y bombardeado por informaciones superficiales. Él, ese ciudadano promedio, vive sin raíces, separado de su pasado por una barrera de olvido y un alud de significados del momento implantados desde “la moda nuestra de cada día”. Ella, esa ciudadana ejemplar, vive angustiada porque los roles femeninos tradicionales no encajan con sus compromisos laborales; contradictoriamente, se siente marginada de las decisiones que le afectan, pero también teme que las decisiones pesen en sus espaldas. Nosotros —esta multitud de hombres y mujeres sencillos— poseemos nombres y apellidos marcados por un acta de nacimiento, y en el rabillo de la conciencia asumimos que nuestros días  terminan en el fallecimiento de cada cual. Pero su propio nombre desfila entre tantos, y durante el largo desfile de la existencia su lugar en el mundo permanece indeterminado. Entre la alocada marcha existencial la respuesta a la pregunta de preguntas ¿quién soy? raramente se alcanza. Incluso la pregunta queda cloroformada en el fondo de las conciencias, pero si la pregunta se formula, entonces se responde con una veloz vaguedad. Ellos y ellas se responden: “Soy este (mi nombre) y nací en tal lado, soy de tal género (hombre o mujer) de nacionalidad equis, me dedico o trabajo en tal cosa y soy creyente de tal religión.” El ciudadano termina su examen de conciencia demasiado rápido, como quien pasa el trámite ante la ventanilla de la oficina burocrática en el Ministerio de la Evidencia. La respuesta a ¿quién soy? termina rápido y sin alcanzar la dureza de la roca, desaparece como si nunca se hubiera pronunciado. Ahora bien, el ciudadano para sus respuestas abre su expediente plebeyo, la respuesta resultará enteramente diferente si la realiza el aristócrata, sin embargo, los aristócratas no preguntarán con sinceridad ¿quién soy?, porque su respuesta fue diseñada con una trampa y sostenida por genealogistas profesionales.


De importancia majestuosa
En el fondo de cada uno de nosotros una partícula de dignidad (¿el niño interior o el habitante de un templo escondido?) se subleva contra esa rutinaria contestación de ¿quién soy? La respuesta breve, concisa y ordenada al contener nombre, dirección, lugar de nacimiento, profesión, religión y sexo no satisface la íntima convicción de la dignidad humana. Los censos y las estadísticas quedan tranquilos con las colecciones de las generalidades, pero el núcleo más íntimo de la persona no se satisface. En el fondo cada cual quisiera elevarse como particular, único e irrenunciable; el modelo de la producción en serie opera bien para los refrescos y las camisetas, pero la conciencia no acepta la producción masiva y permanece inquieta. ¿Seremos uno de tantos? No, eso no se acepta.
Por esa misma razón la aristocracia es encantadora a los ojos de tantos ciudadanos que ignoran completamente el sentido histórico de esa colectividad, ignoran el motivo de que esa institución sea tan abominable. La aristocracia ofrecía (lo digo en tiempo pasado) un sentido singular de importancia de cada persona nacida dentro de una casta privilegiada, destinada a mandar y gobernar, poseedora exclusiva de la riqueza y separada del pueblo miserable. Cada noble hidalgo poseía su pequeño o gran territorio de mando, vinculaba su nombre a la tierra donde explotaba y mandaba, por lo que era singular y los títulos de nobleza implicaban, por regla, muy largas denominaciones donde se incluía sus vinculaciones con la tierra: conde del condado, marqués del marquesado, príncipe del principado, súbdito de tal, soberano de tal, etc. El poder político quedaba ligado institucionalmente con las personas, entonces cada aristócrata debía tener en su persona un sentido de investidura, de superioridad sobre los mortales, debía ser majestuoso; el aristócrata supremo entre los nobles encarnaba la majestad soberana. Esa jerarquía definía y estabilizaba un sistema de significados atados a cada persona, por lo cual un tal Alonso permanecía siendo Alonso el Conde de tales condados, mientras no perdiera sus tierras por causa de la guerra. Así, el sistema político aristocrático contenía varios defectos tan graves  que lo condujeron a la ruina, defectos ejemplificados en que la competencia política conducía hacia la guerra, pues la muerte del aristócrata era la única vía de relevo normal del mandatario.
Dejemos ese campo originario de la historia medieval para observar detenidamente el interés del público actual por personajes investidos con títulos nobiliarios y sus familias nobles. Por un lado, el sistema político aristocrático fue quebrado por las revoluciones burguesas y socialistas; las monarquías europeas se reducen a figuras decorativas dominadas por parlamentos que gobiernan. Así, actualmente, el grupo aristocrático no es tomado en serio para la política, pero todavía ocupa un espacio importante dentro de la vida sentimental de los pueblos, en la fantasía social. En esencia el interés de la población por tales figuras proviene desde la definición del ser personal. Los ciudadanos amorfos en su conciencia interior desearían ser alguien definido e importante, y mucho mejor si ellos fueran poderosos. Pero simplemente ser alguien ya encierra un poder, ya implica un mérito, ya arrastra su magnetismo hechizante. Además la narrativa de la conversión desde la situación miserable y amorfa, atraída por la sonrisa de la Fortuna, que convierte a una persona nula hasta alcanzar una condición maravillosa, resulta doblemente atractiva. Por su fondo emotivo la historia de la Cenicienta se repite hasta el cansancio en todos los idiomas y todos los días bajo el formato denominado “novela rosa”. El hechizo de esta posible trasformación desde la nulidad hasta el esplendor, ofrece la explicación para la enorme popularidad planetaria de las peripecias de Lady Diana. Su historia cautivó atención en el mundo, describió el romance maravilloso entre la muchacha sencilla y encantadora con el príncipe. Por ese romance la muchacha, semejante a Cenicienta, originariamente una personita ordinaria, accede a ser alguien pues se convierte en la esposa del príncipe; por la magia del amor ella queda transformada en una aristócrata con un significado, pasando de persona vulgar (de vulgo sinónimo de pueblo) a miembro de la cumbre (de “aristoi” sinónimo de cúspide).


Permanente cúspide
La idea de la sangre azul (metáfora más biológica e íntima que el “título” nobiliario) implica una fantasía de significado, anhelada inconscientemente por nuestras mentes atemorizadas ante un mundo cambiante. La sangre azul indica una interioridad por encima de lo ordinario, una elevación plasmada dentro del cuerpo, por nacimiento. Una de las pretensiones más sonadas de la aristocracia es la permanencia por medio del linaje, los hijos siempre debían heredar los privilegios de los padres, entonces una magia de la sangre confería la continuidad del poder y de la riqueza. Para el mundo medieval la cuna establecía el único medio de ser alguien, pues el destino, la buena o mala estrella era nacer de padre plebeyo o noble, pues la posición social de los hijos debía quedar fija, sin importar los méritos personales. En ese ambiente las casualidades del nacimiento permitían que personas con serios retrasos mentales fueran gobernantes, simplemente por tratarse del hijo mayor del rey anterior.
Así, la huella de la sangre azul era, en principio vitalicia, aunque las desventuras de la política o la guerra anularan tal derecho nobiliario. Como anécdota recordemos el gran interés que manifestó Cristóbal Colón por que sus hijos adquirieran títulos de nobleza como consecuencia de su proeza marítima, pero sus intenciones su vieron frustradas por las circunstancias. En su vejez Colón, el almirante descubridor, luchó para que su estirpe adquiriera la “nobleza” por los méritos de la expansión de tierras. Sin embargo, en ese tiempo, no bastaba el mérito, sino las decisiones de los mismos Reyes y Papas como criterio para aceptar a los plebeyos dentro del grupo aristocrático. En su periodo, esta aspiración resultaba natural, sin embargo, la entrada al grupo aristocrático no correspondía con “méritos” sino a situaciones muy variadas, las más comunes a las conquistas militares, es decir, mediante las tierras ganadas en guerras se creaba y destruía la aristocracia. Simplificando, la fórmula para ingresar en la aristocracia provenía de hacer guerras y ganar tierras, luego las tierras robadas a los vecinos generaban nuevos aristócratas, luego para permanecer en la cumbre, la guerra regresaba para mantener los territorios dominados o ampliarlos. Entonces la jerarquía de reyes, duques, condes, marqueses, etc. provenía de despojos territoriales, entonces no debemos embellecer los orígenes de esta capa social.


Sin cambios a la vista
Conquistar un verdadero significado de ser personal tiene una importancia extraordinaria pues implica ganar una porción de trascendencia, al menos en apariencia. Para los ciudadanos comunes les parece apasionante esta situación pero confunden la esencia con la apariencia, creyendo que la apariencia de importancia de los aristócratas es verdadera trascendencia. Sin embargo, las apariencias son sólo eso y con el tiempo se revelan las esencias. A pesar de las intenciones en contrario, los reyes perdían y ganaban reinos, cada guerra de conquista era un reparto de títulos nobiliarios, las derrotas llevaban a la pérdida de los títulos y las guerras eran casi permanentes. Aunque la aristocracia se defendía fieramente para sostenerse como casta no podía detener el proceso de canibalismo político y las guerras interiores. Pero el ser particular del aristócrata dependía de relaciones políticas de poder y su título dependía de posesiones territoriales, lo cual resulta un asunto exterior. La definición aristocrática de la singularidad de la persona es superficial y exterior, digamos pomposa, aparatosa y explícita pero su contenido es débil, porque reduce a la persona a las relaciones de poder individualizadas[1].
En cambio, el verdadero ser de la persona emerge más complejo que un título, una cuna, y una posición social. La vida interior discurre compleja y en ese sentido el ser nunca queda completamente ganado. La respuesta a la pregunta de ¿quién soy? implica un camino de mí hacia mí, entonces implica un movimiento de identidad y la identidad de un sujeto de conciencia nunca puede estar terminada. Las situaciones junto con las emociones que interpretan tales situaciones modifican profundamente la identidad. Por ejemplo, la respuesta momentánea de "soy el ser más desgraciado del mundo" nacida de una ruptura amorosa es increíblemente sincera, pero acaba por desvanecerse con la luz del día. Y continuando con estados anímicos intensos, también descubrimos que el ser una persona activa queda sometido a dramas intensos y situaciones de amenaza de disolución permanente. Siempre he creído que Juan Rulfo, el tan celebrado escritor mexicano, sufrió una crisis permanente de disolución de la identidad después del triunfo arrollador de su primera novela Pedro Páramo. El triunfo literario de su primera novela fue tan convincente y hasta arrollador que el resto de su carrera quedó suspendido, como promesa sin cumplir la oferta de una segunda gran novela. La primera gran obra del escritor indicaba su la autoconciencia "soy uno de los mejores escritores vivos del país y quizá el mejor", y ese juicio no tenía porqué encerrar nada de vanidad. Pero luego la posibilidad de una segunda obra que desmereciera a la primera creación dejaba la puerta abierta a aniquilar ese estado de conciencia, ese sentimiento enorme de realización. Este ejemplo muestra que la definición del ser alguien de la persona puede permanecer amenazada hasta para el gran arista, con más razón se presenta para cualquier simple ciudadano. Lo dicho implica un tremendo drama planteado por la filosofía existencialista[2] porque la conciencia puede perder lo más valioso, que en este sentido contiene un eje de seguridad de la persona, la respuesta de identidad. Este sentido dramático de la identidad amenazada, ahora lo debemos intensificar poniendo como referencia la vertiginosa tasa de cambio moderna respecto de los asuntos profundos o superficiales y lo que esto puede implicar. Si una conciencia está ligada a la moda, si le da alguna importancia al modo de vestir como el signo evidente de su ser, entonces vivirá en un vértigo donde la importancia de lo presente (la moda es el día de hoy) se trastorna en la caducidad. Para una conciencia que se afirma en ese terreno inmediato se genera una presión camaleónica que siembra el desconcierto, porque los signos evidentes de ayer se vuelven los ecos vacíos de hoy. Por lo mismo, la moda de la vida capitalista (entendida como totalidad de modo de vida que abarca el vestido, pero se extiende a al conjunto del modo del consumo o sistema de necesidades) poniendo continuamente en crisis las referencias particulares de ser alguien, permite que los significados personales no efímeros proclamados por la aristocracia sean un ideal, una situación modelo y casi inalcanzable.

Con respuesta solitaria y con las personas
Quien produce la pregunta ¿quién soy? también encierra la potencia para producir la respuesta, y esto mismo ya lo han contemplado los moralistas y algunos pasajes religiosos. Si me pregunto quién soy, entonces reflexiono, yo hago la parte del juez y puedo decidir. Estamos en el terreno de las decisiones. La respuesta debe partir de una evaluación completa que indique desde los silencios hasta las palabras, desde la parálisis hasta las acciones, desde la insensibilidad hasta los afectos.
Existen muchas respuestas honestas a la pregunta de quién soy, que no se reduzcan a un formulario burocrático o a una moda superficial. En un extremo oscuro, el suicida hace una reflexión al respecto y la decisión mortal encierra su respuesta práctica; respecto de su ser interno, él se ha dictaminado como una nulidad o como un valor tan etéreo, tan inaccesible que quiere retirarlo del mundanal ruido. De alguna manera suponemos, de antemano, que el suicidio implica la respuesta más negativa, la evaluación más vacía en el interior de una persona. En el extremo iluminado, cuando es el eufórico quien responde, entonces nos dice que él es una nube que estalla en lluvias inverosímiles, un tornado de felicidad que se levanta hasta las estrellas y la chispa que ilumina una oscuridad eterna.
Pero las respuestas del momento (las apresuradas) o de situación (presionadas por el contexto), no son respuestas completas, incluso algunas respuestas nacen plagadas de una inocencia atroz. El loco puede decir que se cree un perro ladrando a la luna, una espada en la piedra o el circuito de una máquina infernal.
Además al pasar al nivel de la interacción personal, podemos encontrar la mayor discrepancia en respuestas entre lo que se cree de sí y lo que otros creen de la persona; cuando la respuesta interior y la de otros se convierte en completamente incompatible.
Para que las admiraciones por la falsa aristocracia moderna sean desechadas el sentido de la vida debe adquirir más cuerpo, fortaleciendo a la conciencia ante la vida agitada (imagino el estilo de una licuadora). La respuesta profunda de la identidad no se limita al fichero burocrático donde todos somos datos verificables (mirada exterior, la sociedad como exterioridad sencilla) ni se limita al sentido interior de una persona (esto creo de mi, esto siento) sino que articula la realidad personal exterior (donde nací, mi nombre, mi edad, mi sexo) con la interior y subjetiva (lo esencial que me gusta, lo verdadero que me importa, lo hondo que quiero, lo trascendente que conozco). En esta perspectiva la identidad personal es articulada, un nudo complejo que singulariza y da significado a las realidades personales, de otro modo, vacías y carentes de sentido; en sentido completo la identidad es unidad de universalidad y singularidad.
La respuesta correcta y moderna a la pregunta por la identidad emerge desde el horizonte de la posibilidad concreta[3]. La respuesta aristocrática, aunque pareciera generar el “ser alguien” a partir de una posibilidad abstracta, en realidad convierte en “cosa” (cosifica) a la persona, imponiendo un papel social por encima de lo esencial humano, y esto se ejemplifica en que tampoco los aristócratas están en condiciones de elegir en contra de su papel recibido desde la cuna, en contra de su linaje. El aristócrata representa históricamente el caso de quien se afirma en su enajenación, de quien vive a sus anchas en su papel opresivo en medio de un mundo de injusticia. En pocos casos se observa la desgracia escondida bajo esos papeles sociales deslumbrantes, como en la desgracia de las reinas estériles repudiadas y algún príncipe homosexual castigado; pero como grupo encarna el otro lado de la medalla del siervo, del humillado por su origen humilde. En contra de los roles sociales rígidos de la aristocracia (me refiero a la antigua y verdaderamente poderosa, no la actual fantaseada en las revistas de modas) la individualidad aislada representa un avance, quizá un avance doloroso y surcado de carencias. Por lo mismo la respuesta de la plena personalidad, del verdadero “ser alguien” pasa por encima de los papeles pre-asignados por el nacimiento, trasciende esa esfera; por tanto la respuesta correcta pasa por contradecir a la definición aristocrática cuando define inocentemente que una fulanita encarna a la “marquesa”. La posibilidad concreta como respuesta a la pregunta por el ser propio de cada persona nos conduce hasta el terreno de las relaciones vivas, donde las decisiones y las acciones repercuten en el ser personal, y cada quien puede hacer y rehacer su vida. No se trata de inventar, pues ya los ríos profundos del subconsciente siempre conectan con nuestro origen, pero corresponde establecer un destino[4], que elabora las relaciones con el pasado. El pasado nos queda inaccesible por la más grande muralla: ya no cambia. El presente humano está en perpetua tensión con el pasado: hoy aparece distinto de lo que fue. Por eso las respuestas de formulario sobre la identidad personal hablan más sobre el pasado (nacimiento, profesión, sexo), una situación que no cambia, pero falta lo decisivo, emanado desde la interpretación de una vida proyectándose.

Para no perderse en un mar de posibilidades y de cambios, el ser humano requiere de proyectos de vida articulados, con líneas coherentes de interpretación, permitiéndole armar una práctica coherente ante un  mundo cambiante. Ya indicamos que un exceso de superficialidad ante la moda y los cambios, arrastrará al individuo dentro de un estado de continuas crisis de conciencia. Este estado de conciencia de alteración continua lo reflejan cambios, donde el tránsito de las personas por súbitas y reiteradas “conversiones” es el trazado inconstante de la falta de dirección, digamos por ejemplificar estos cambios: del chamanismo a la dianética, de una iglesia presbiteriana a una musulmana, de la práctica de aerobics a la gimnasia sueca, de la dieta de la luna a la anti-dieta, etc. Tales cambios, en sí no representan el problema, las variaciones de actividad y creencias deben ser asimiladas o reestructuradas por la persona, de tal manera que le permita una ubicación mental; la mente no funciona como una grabadora alimentada con nuevas películas cada semana. La articulación de las experiencias cambiantes y las vocaciones cambiantes requiere de esfuerzos serios de articulación y de reubicación. Cuando una persona se encuentra inmersa en una experiencia religiosa, por ejemplo, incluso poco ordinaria como la de tipo chamánica, le parece que esa actividad descubre una vocación de alcance universal y esa actividad le está dando significado a su vida (re-totalizando); la persona puede imaginar que ahí se encuentra la determinación universal de su existencia, porque ahí alcanza una completa trascendencia, conectándose con el más allá sagrado. Si la misma persona sale de esa referencia religiosa heterodoxa y adopta la interpretación católica, fácilmente caer en un antagonismo instantáneo, porque el chamán es un pagano rechazado totalmente por la iglesia católica. La siguiente experiencia invalida por completo a la anterior, de tal modo desaparece la vinculación entre los dos niveles de conciencia; entre ambos se inserta como vínculo fallido la crisis de conciencia. En ese tránsito se extravía la pretendida universalidad de la experiencia religiosa, por lo mismo la tendencia religiosa normal exige cerrarse al cambio, evitar cualquier asimilación de experiencias ajenas, pues existe el peligro de que la “oveja sea descarriada”. En el proceso descrito, una parte significativa de la pregunta por la identidad se ha alterado, primero se creía que alguien es un creyente del chamanismo, en la segunda aparece él como un buen católico que abandonó el mal camino. ¿Dónde está la universalidad? En el mismo hecho de que la creencia configura al ser y luego la conciencia actuando crea su respuesta. Entonces el sujeto hace preguntas y las responde. La pregunta de la auto-reflexión presenta una estructura diferente a las demás, precisamente, es pregunta formativa que da origen a un estado de existencia, un ser inacabado. La pregunta misma también ofrece un tránsito desde el ser inacabado, hasta una fase de conclusión, a “ser alguien”, porque la respuesta conduce hacia un resultado[5]. En este camino la conciencia ha crecido, pasando desde una observación general hasta una observación intencionada que define al sujeto que reflexiona, la definición de sí.


NOTAS:



[1] Esto es importante, el poder feudal es personalizado y no institucionalizado como en el sistema moderno. Ahora se ocupan puestos y antes se tomaban investiduras, las cuales permanecían pegadas a la persona.
[2] Soren Kierkegaard inicia el fructífero camino de las reflexiones en torno a la conciencia libre y sus dilemas.
[3] Planteamiento defendido por Lukács en torno al horizonte correcto de la estética, que supera tanto la cosificación de la personalidad (el ser sin posibilidades) como el angustiante vacío del individuo desvinculado y abstractamente libre (quien imagina que todo es posible). LUKACS, George, Interpretación actual del realismo crítico.
[4] De ahí la importancia del proyecto personal señalada por el existencialismo de Jean Paul Sartre, Cfr. El ser y la nada.
[5] Este esquema de la práctica mental corresponde con cercanía a la interpretación de los circuitos neurológicos de la programación neurolingüística. Cfr. O’CONNOR, Joseph y SEYMOUR, John, Introducción a la PNL.