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domingo, 2 de enero de 2011

GRACIA Y NOSTALGIAS DEL PADRE AMOROSO




Por Carlos Valdés Martín

Un amigo me platicaba que, en sentido emocional, su propio padre nunca lo conoció bien, pues el progenitor ignoraba detalles tan elementales de su hijo como el año escolar que cursaba. Y no digo que ese señor fuera malo, sino demasiado distante, según las costumbres de la anterior generación, donde el papel masculino no debía entrometerse en los temas hogareños ni acercarse a la educación infantil, porque el espacio del varón pertenecía al trabajo y otras actividades serias, mientras el hogar recaía en la mujer.

En contra de las costumbre del promedio de su generación, mi padre luchó en varios aspectos, se colocó en contra de las opiniones del rebaño y actuó para labrarse una posición personal dentro de la vanguardia intelectual del México del medio siglo XX. Oriundo de Guadalajara, con la doble carga de ser el hijo menor y un provinciano sin estudios terminados emigró a la Ciudad de México, con la extraña convicción de que su principal amada sería la literatura. Así de sencillo: las letras y su denso universo de escrituras serían su pasión amorosa, para lo cual desgastaría la vista a golpes de lámparas incandescentes y alimentación estricta de café negro y cigarros marca Del Prado. En efecto, de acuerdo a un código implícito de su generación intelectual, Carlos Valdés Vázquez buscaba una alimentación magra y una excitación nerviosa fuerte, mediante los vicios ligeros del tabaco y el café.

Acompañado por su designio personal buscó subir la cuesta de la gran capital, sin ningún apoyo familiar significativo, y aunque su familia no tuvo el interés para oponerse activamente, su padre, el “papá Pino” (por Agripino) siempre despreció las letras y le reconvenía por no dedicarse a negocios contantes y sonantes. Claro, el abuelo era contador y pequeño empresario, muy activo y hasta con sus ratos de idealista, porque participó en las filas revolucionarias y entre 1911 y 1912 anduvo hasta “a salto de mata”, pues huyó de la persecución y quedó desplazado entre las huestes revolucionarias. Pero el abuelo no se enorgullecía de su pasado revolucionario y deseaba que sus hijos, incluyendo el menor fueran profesionistas o empresarios prósperos, y de preferencia los quería ligados a la minería, pues una mina de plata representó su máximo pero breve periodo de bonanza, que permitió una vida cómoda y sosegada en la vejez del papá Pino.

Sin recursos familiares y con estudios formales truncos al terminar la preparatoria, Carlos se internó en cualquier actividad sencilla para acercarse hacia la Meca de las letras, enfilándose hacia los torreones del castillo de la gran UNAM. Vendó zapatos de puesto en puesto en el Mercado popular de la Lagunilla, aprendió inglés y mecanografía de manera autodidacta para ganar unos pocos pesos con trabajos pagados por cuartilla, también aprendió el viejo arte de arreglar los linotipos para los impresores, tentó suerte con la compraventa de artesanías y antigüedades, incursionó en los tratos del ópalo con los gambusinos del pueblo llamado Magdalena Jalisco, y en muchas otras peripecias para ganarse unas monedas al bolsillo. Y estas variadas actividades, nunca fueron un tropiezo ni una barrera para su inmersión en la literatura, al contrario, la traducción y la mecanografía lo acercaron al ámbito que más le apasionaba, la creación por la escritura.

En fin, no temía hacer el trabajo del más humilde peón, aunque sus manos finas delataban al artista, en verdad poseía unas manos suaves y alargadas, que se atribuyen en especial a los pianistas. Extensiones delicadas para el trato con el mundo, adecuadas para saludar y señalar, para dar indicaciones, poco adecuadas para las rudezas y enemigas de los callos duraderos. Pero ya indiqué que no rehuyó del trabajo manual, ni de algunas actividades que en el ámbito intelectual se desprecian, y sin él ser un portento, por ejemplo practicó la carpintería y conservó algunos libreros de fabricación propia durante toda la vida.


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Las hojas de los parques
Algunos de los primeros recuerdos que conservo ocurrieron en los parques de la ciudad de México. Le gustaba pasearme en los parques, pues ese espacio le parecía mágico y encantador. Cuando más joven variaba de un parque a otro. Ya maduro a sus 40 yo no lo acompañaba (pues los adolescentes tenemos otros intereses) y en solitario él recorría casi diario el Parque Hundido, esa agradable extensión entre la Av. Insurgentes y la Plaza de Toros.

En particular un parque que recuerdo me pareció irreal, por sus enormes pasos desnivelados y un puente desvencijado de madera pretendiendo atravesar un río seco. Después de cuatro décadas descubrí que el actual Parque Lira corresponde con ese escenario, que para un niño pequeño resultaba fantástico. Entre esa vegetación había enormes hojas elegantes (del tamaño de 1 metro quizá) y de pequeño me sorprendía que ahí cabía escondido. La presencia de una hoja tan grande para cubrir a un niño fue un descubrimiento que me regaló mi padre, me hizo notar el taño enorme y me permitió cubrirme por momentos sin dañar a la hoja. Entonces me contó el cuento de Pulgarcito para explicar el despropósito de una hoja del tamaño de un niño, y hasta me compró un disco narrando ese mismo cuento.

Y cuando me repetía el cuento de Pulgarcito mi padre parecía todavía más grande, y cierto que resultaba alto, con medida de 1.85, una dimensión poco usual en eso años. Como referencia yo tendría unos 5 años y siempre lo miraba hacia arriba, mientras él se agachaba y hasta se ponía en cuclillas para platicar conmigo. El agacharse o ponerse en cuclillas son los pequeños gestos del cuerpo revelando un interés mostrando la intensión.

Además los parques eran una alacena de regalos especiales para un niño pequeño. Creo que casi siempre me compraba golosinas o juguetes. Entonces los algodones azucarados de color rosa eran el premio supremo, y en principio me resultaron difíciles de comer, porque metía la cabeza entre los hilillos deliciosos de azúcar. Los globos redondillos, convertidos en una especie de pelotilla para botar también me fascinaban. Y en esos ratos de despreocupada felicidad ahí estaba él, y no solo, pues casi siempre acudía acompañado de mi madre, aunque no siempre, porque ella también era una mujer muy al estilo moderno, con fuertes cargas de trabajo.

Y si los gratos recuerdos entre parques (y luego mencionaré a los hermanos menores del parque: los jardines) se debe a que reflejan un idea del cuidado y crianza (foster en inglés) idealizado por la civilización moderna. Esas ideas representan los parques: separarse de los peligros, crear artificialmente condicione para un ambiente agradable y reinventar un entorno armonioso, adecuado al esparcimiento placentero o a la cultura. Mientras los antiguos romanos y griegos expresaban un culto religioso directo al gran bosque, el espíritu moderno ha ido perfeccionando su bosque artificial mediante los parques.
En especial recuerdo dos etapas de parques en mi vida. Unos rústicos y sin intención, simples extensiones de matas, o bien enormes jardines de la antigua aristocracia mexicana, como el Parque Lira o la Casa Borda. Y digo etapas cuanto también se puede decir épocas, porque a ese estilo más casual le ha seguido un descubrimiento de la gran remodelación del Parque Hundido, el cual saltó de un gran espacio con humildes arreglos y sellos de una rusticidad extraña (como una vecindad de casas de cartón a un costado, y una tétrica casilla de un cuidador jardinero al interior) hasta una espléndida reconstrucción. Con certeza mi memoria condensa varios años y eventos en los cuales este Parque Hundido se hermoseó: instalación de un reloj monumental, de diseño muy simple que recostado entre setos de flores marcaba la hora con dos enormes manecillas; una impresionante colección de monolitos prehispánicos (en perfectas imitaciones) distribuidos en la extensión del sitio; una delicada introducción de especies exóticas en el sitio como cerezos y bambúes; y como una joya de la corona la construcción de un “audiorama”. El audiorama mismo representó una joya de la corona de ese sitio, por su cuidadoso diseño de un montículo (aprovechando la disposición previa del sitio) que imitaba una pequeña selva dentro del parque, con sus veredas frondosas, caminos de troncos de madera y cemento, con sus remansos de sillones, junto con servicio de sutiles luces nocturnas y bocinas de alta calidad. El resultado eran sesiones de música culta en la comodidad hiper-modernista de sillones acrílicos redondos e individualistas. En fin, dentro del audiorama se inventaba una intimidad selvática como si fuera la sala de un magnate excéntrico. El arquitecto que inventó ese concepto logró unificar una fantasía al estilo de las visiones de Rousseau o Thoreau, donde la naturaleza y la sala de estar conviven en un pacto instantáneo. Resultaba una delicia sentarse a escuchar música en ese audiorama, y fue mi padre quien me introdujo a ese espacio casi mágico, pues en esos años todavía era yo un semiadolescente juguetón y no me interesaban las sesiones de música clásica, ni los remansos para la lectura. Y a pesar de una ausencia de interés propia de los años mozos, la impresión del sitio se quedó bien gravada; ahora cuando escucho música clásica la asocio fácilmente con ese remanso de atmósfera artificial. Y cuanto más lo pienso, también ese audiorama me resulta una visión utópica, tanto como lo fue el Palacio de cristal de Londres . Esta utopía de parque, acotado eje de aspiraciones, muestra el sentido de un punto que sea el vértice de las tendencias, el sitio exacto para converger pasado y futuro, mezclando la savia primitiva de los bosques semitropicales, con la artificiosa claridad europea de Mozart o Vivaldi.

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El gran bosque mítico
Y más allá de los parques está el reino supremo de los espacios verdes de la ciudad de México, el mítico bosque de Chapultepec. Reverenciado con temor por los aztecas, quienes aseguraban que ahí existía una caverna con la puerta al Mictlán, y el rey Moctezuma temeroso de los extranjeros belicosos quiso huir pero tuvo miedo de adentrarse en el territorio sin regreso . Ese bosque es una conjunto legendario, coronado por un Castillo fortaleza, que relata siglos de historia en una simple mirada; además arropa al gran zoológico (durante décadas el único digno de ese nombre en la ciudad), posee una enorme feria de juegos mecánicos, y sus pequeños lagos artificiosos. El conjunto es espléndido y resulta el magneto para cientos de miles de personas visitándolo, una y otra vez, para ocuparlo en paseos y convivencias.

Y de ese conjunto de actividades, bastaba evocar el zoológico para despertar la emoción infantil. De la mano de mis padres acudía a mirar los curiosos chimpancés, espantarme con el enorme tamaño del elefante o aburrirme con los leones, que siempre estaban dormidos. Y ¿qué hace un padre con un niño pequeño? Lo conduce pacientemente de la manita, por senderos infinitos, siguiendo las constantes desviaciones por un laberinto de jaulas diversas, leyendo los letreritos y apreciando las formas y colores de la colección animal.
Y el niño pequeño no quiere terminar el recorrido porque el zoológico le parece demasiado grande, o tiene sed, o hambre o ganas de orinar. Y el señor Carlos Valdés Vázquez aguantaba sin chistar las impertinencias del niño (que era yo), para detenerse a comprar un chicarrón artificial con mucho chile rojo o un helado raspado con sabor a limón. Además, si el niño es muy pequeño se cansa rápido y lo terminan cargando en hombros, ya sea para descansar o por mirar mejor algunos animales. El cansancio del continuo seguir el ritmo del niño y terminar cargándolo, los niños no lo comprendemos y hasta que cambian los papeles, adquirimos una noción de que es cansado cargar niños en los hombros durante largos ratos. Y en esos ires y venires, siempre miré que mi padre estaba contento, de buen humor para atender las necesidades y necedades infantiles. De sus labios escuché por primera vez términos como paquidermo, ungulado, bisonte, zebra… y, al menos, no me interesé por convertirme en cazador.

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Laguitos y bicicletas
Creo que mi padre estaba muy interesado en que dominara los vehículos. Él mismo no era diestro en ese aspecto pero deseaba que yo sí lo fuera. Las lanchas de laguito de Chapultepec eran un ejemplo de esos afanes. Mis primeras imágenes de las lanchas: yo estoy sobre sus piernas y con las dos manos no puedo mover el remo dentro del agua, me resulta demasiado pesado. Luego he crecido y ya uso dos manos para empujar trabajosamente el remo dentro el agua pero sin lograr mover la lancha. A los años ya logro empujar el remo y jalar, moviendo ligeramente el bote. En cada escena mi padre intenta mostrarme su técnica correcta para remar. Es una enseñanza simple, no aspiramos a la marinería, pero él cree que es una aportación a las herramientas básicas de la vida.
El proceso se repite con las bicicletas, de las cuales yo desconfiaba instintivamente. Las bicicletas se relacionaban más con el Parque España de la colonia Condesa. De hecho, yo resulté reticente con las bicicletas durante años. Recuerdo que repetía sus instrucciones con soltura y suavidad: derecho el cuerpo, con el volante firme, pedalea al ritmo… En fin, pasaron muchos años antes de que dominara una bicicleta.

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Trato suave
Jamás escuché a mi padre dirigirse de modo rudo hacia Ruth. La adoró desde el día en que la conoció, tal cual lo relata en un cuento, titulado El nombre es lo de menos, donde indica un típico flechazo, que perduró sin tropiezos hasta el día de su muerte temprana el 10 de febrero de 1991.

Y así, también siempre se dirigió hacia mí con un trato dulce y cortés sin descender hasta lo empalagoso, pues no era proclive a las demostraciones fuertes de afecto. Cuando se sentía especialmente contento conmigo no recuerdo que me abrazara o diera un beso en la mejilla (costumbre europea), sino que ponía esa mano de artista en el hombro y apretaba suavemente o rozaba mi pelo como para despeinarme. Y ante esos gestos de afecto, en mi tierna infancia yo protestaba un poco, en particular detestaba que me tocaran la cabeza, y mucho más odiaba tener gorras (las cuales ahora me parecen uno de los inventos claves para el bienestar masculino).

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Del enojo y la picardía
Él juraba que cuando niño era fácil de enojar. Siendo el menor de 7 hermanos, en la cálida e impetuosa ciudad de Guadalajara, debió adquirir recursos de respuestas vivas ante sus hermanos mayores. Recordaba que escondía un palo atrás de las puertas de la gran casa familiar para amenazar a sus hermanos mayores cuando le jugaban bromas pesadas. Su madre yacía casi siempre enferma en cama, aquejada de una enfermedad del corazón y no tenía ánimos para levantarse regañando a los mayores, así que le autorizaba a esconder su arma infantil para ahuyentar a sus hermanos mayores. Blandió el palo en la mano infantil pero jamás lo asestó en sus mayores, representaban un baile de pequeño contra-agresor, y simplemente corrían, escandalizaban, dentro de una gran casa estilo antiguo, con patio central y fuente.

Ya como adulto era casi imposible que estallara de enojo, en parte por los misterios del carácter y en parte por las convicciones de un intelectual independiente enamorado de la psicología y la pedagogía. Admiró a Freud y a Neil (el creador de Summerhill, un concepto muy radical de educación en libertad, denominado en México estilo de “escuelas activas”). Y siguiendo esos conceptos procuraba dominar su carácter y no dejarse arrastrar por impulsos momentáneos.

Las pocas veces que lo observé enojado su cara se enrojecía, manoteaba en el aire sin amago de golpes, con las palmas abiertas, y soltar algunas palabras altisonantes, pero sin recurrir a las groserías. Incluso en la infancia supuse que no conocía las malas palabras, pero él nos sorprendió al anunciarnos muy alegre, que le habían comprado un proyecto de libro sobre insultos y albures. Como un recurso de diversión y por obtener un dinero necesario, tomó con la Editorial Posada (en esos años mediados de los 70 esta editorial tenía grandes ediciones de formato popular que colocaba en los puestos de periódicos) el encargo un texto sobre el insulto. Para documentarse en ese género consiguió una cantidad de libros, en particular todavía recuerdo al precursor Armando Jiménez y su Picardía mexicana. Así, en la temprana adolescencia tuve acceso a una pequeña biblioteca de picaresca y a un autor en casa, que no decía malas palabras pero poseía autoridad literaria en albures. Ante la biblioteca del albur y la condición casi secreta de mi padre (porque prefirió publicar ese género con el seudónimo de Juan Lomas dos textos: Teoría y práctica del insulto mexicano y Protesta y chiste político en México, ambos de la editorial Posada) mis amigos de la secundaria y preparatoria me envidiaron, pues fantaseaban con la figura de mi padre, mezcla de autoridad intelectual y festivo divulgador de las bromas populares. Y ahora, cuando somos adultos mis amigos de la secundaria siguen recordando a mi padre con afecto.

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Escuela vanguardista versus de religiosos
Junto con mi madre procuró darme escuelas de un corte avanzado, evitando cuidadosamente la intervención de los sacerdotes en la educación. Él sufrió amargas decepciones estudiantiles con los sacerdotes católicos del instituto educativo en Guadalajara y se prometió no arriesgar un hijo a tal desacierto. En especial les guardó un justo enojo por su título de la escuela preparatoria, que no se lo entregaron por una discusión con el director académico. Y la anécdota es ejemplo de la mala educación en manos de religiosos, arropados entre la ignorancia y la impunidad del sacerdocio. El joven Carlos Valdés Vázquez, animado por los estudios de historia de Bartolomé de las Casas rechazaba las opiniones de los curas del instituto sobre la conquista española. El director era maestro de la materia de historia y se hizo de palabras y opiniones en contra de mi padre, que era terco para sostener sus puntos de vista. Después de varios incidentes, el maestro no se atrevió a reprobar a mi padre en la materia, pero hizo algo peor: extravió el expediente de alumno y nunca le entregaron su certificado de estudios preparatorios. La intervención de mi abuelo Agripino fue inútil y el expediente de los estudios acreditados jamás apareció.

Y quizá un lector descuidado suponga que mi padre se comportaba rebelde o flojo en los estudios, pero no era así y este problema del instituto lo atribuyo exclusivamente a la autoritaria impunidad de un sacerdote colocado como autoridad académica y esto en contra de las leyes del país pero aceptado por una sociedad sumisamente católica. Como anécdota, debo indicar que mi padre ya desde su adolescencia era un lector y estudioso compulsivo. Su amigo Huberto Batis recuerda la anécdota de que durante unas vacaciones (hacia el año 1945 según estimo contarían con unos 17 años) ambos amigos se propusieron leer completa la biblioteca pública de la ciudad empezando por la letra A . En el camino de días y noches dedicados a maratones de lectura, ambos comprendieron que surcaban un reto inútil, pues había demasiados textos sin sustancia ni interés y la tarea resultaba un exceso para el horizonte juvenil. Cuando los amigos se detuvieron a replantear su reto ya habían devorado docenas de textos que no merecen nuestro recuerdo. Y esto baste para indicar que el conflicto con la administración del colegio marista únicamente se debió a un efecto de la intolerancia mental que han conservado una parte de los sacerdotes, cuando incursionan en cualquier ámbito social.

Continuando con el tema de las escuelas elegidas, él y mi madre (unidos en cualquier tipo de decisiones) buscaron colocarme en escuelas de corte avanzado, según la pauta del momento. En los años desde la preprimaria las llamaban popularmente “escuelas activas”. La segunda escuela que recuerdo cursé preprimaria y dos años de primaria, era conocida bajo el nombre de “la Freinet”, en honor a un pedagogo francés, pero ese no era su nombre oficial, sino el de un prócer latinoamericano. Según parece la directora Gracielena debió irradiar una fuerte personalidad, pues sentí la admiración de mi padre muchos años después.

El resto de la primaria, de 3ro a al 6to fue en una escuela menos estrictamente activa llamada “La Ferriere”, pero también de muy grato recuerdo. La secundaria fue en la “Bartolomé”, pero tampoco fue su nombre oficial, y el nombre usual era homenaje a Bartolomé Cosío, un pedagogo español. La preparatoria la cursé en el “Freire”, por fin este sí era el nombre propio de la escuela. De estas escuelas además de los buenos amigos, debo reconocer a excelentes maestras y maestros.
La divisa de tales escuelas activas implicaba educar con libertad y respeto a la personalidad de los niños. Los profesores tenían la paciencia de soportar adolescentes en un ambiente de libertad. Y el regalo de esa educación fue el gusto por aprender de manera independiente y un espíritu con criterio propio, además del conocimiento elemental de muchas materias.
Además de colocarme en una buena escuela procuraban (en este caso ambos) estar al tanto de mis avances escolares, acudiendo a reuniones con los maestros y a las juntas de padres de familia. Sin embargo, por mi desempeño excelente no tuvieron que involucrarse, pues además este tipo de escuelas no saturaban con tareas escolares que tuvieran que resolver los papás. De esa manera, en el quinto año se enteraron de que me mantenía como un excelente alumno cuando traje a casa el regalo del Director de un paquete de libros y un diploma.

Si bien pagó escuelas particulares hasta la preparatoria, mi padre siempre alabó a la Universidad Nacional Autónoma de México y quedó muy contento cuando le expresé mi decisión de ingresar a la Facultad de Economía en la UNAM. Tuve la fortuna de cubrir correctamente el examen de ingreso y colocarme en la escuela elegida, pues la mayoría de alumnos no lo lograba, y luego los mandaban lejos de Ciudad Universitaria. Así, en mi juventud tuve el placer de recorrer y agitarme en los mismos edificios y explanadas que conocí en la infancia cuando Carlos Valdés Vázquez fue funcionario de la UNAM.

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La altura de la torre de Rectoría
Por la conjunción de circunstancias con la voluntad CVV alcanzó las aturas del edificio de la Rectoría de la UNAM en el año 1966. Entró a un puesto modesto como formador en la Revista de la Universidad, y en poco tiempo logró una dirección de Prensa. Su movimiento fue rápido y él siempre pensó que fue sin las famosas “palancas” de la vida política. Ese ascenso meteórico se lo atribuyó a que era madrugador. Se cumplió el dicho popular de que al que madruga Dios lo ayuda, pues el nuevo rector el Dr. Barros Sierra gustaba de visitar las diferencies oficinas de la Universidad, y tocó en suerte que acudiera temprano a las instalaciones de la Revista. Dio la casualidad que mi padre estaba trabajando desde temprano y los demás directivos, así que Carlos Valdés Vázquez debió improvisar un paseo informativo para el Rector. Y yo imagino que el Rector tuvo una grata impresión de la inteligencia y sinceridad de mi padre, pues a los pocos días lo ascendió y pronto le ofreció el puesto más alto posible en ese horizonte, como Director de Prensa.

Mi padre amaba la literatura en sus diversos aspectos, pero el periodismo no se ubicaba dentro de las notas de sinfonía. El periodismo no lo había considerado previamente como parte del arte literario, sino una técnica importante del mundo moderno y nada más. Así, CVV debió improvisar y funcionar en diversos planos, generando información universitaria. Parece que cumplió su cometido y gozó de las simpatías del Rector cuando CVV buscó limpiar las relaciones con el gremio, evitando cuidadosamente dádivas y regalos, que se interpretaran como una forma de “comprar la opinión”. Si bien, la presión de trabajo era grande, él estaba contento con su trabajo y un nivel de ingresos que no había imaginado con un trabajo fijo, donde tuvo hasta acceso a un chofer para él solo, pues odiaba manejar (era su manía de artista, según decía, pues en lo demás no manifestaba aversión hacia las actividades prácticas).

Y en la cumbre de un puesto de dirección parece que sus amistades lo siguieron frecuentando con ánimo y sin fricciones, no se mareó con sus atribuciones de funcionario. Algunas fotos lo muestran alegre y rodeado de la nueva generación de los escritores jóvenes, como José Emilio Pacheco, García Ponce, Rosario Castellanos, Elena Poniatowska, Enriqueta Ochoa y los mayores de entonces como Juan José Arreola y Juan Rulfo. Hasta donde sé ninguno se quejó de él por prepotencia o insensibilidad hacia sus semejantes mientras duró su cargo.

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El ruido del 68
Estando en la Dirección de Prensa esquivó la marea de fuego del año 1968 y decidió alejarse de su cargo relacionado con la atención a la prensa. Su sensibilidad no era propicia a los bullicios y ni siquiera para las grandes reuniones. A los cócteles y fiestas de amigos asistía como forzado, procuraba mantenerse alejado del bullicio, evitaba los bailes y la música estridente; encontraba pretextos para salir temprano de las fiestas o hasta las cancelaba. A los eventos grandes los designaba con términos despectivos como un “gentío” o una “multitud”, esto revela su sensibilidad, cercana al lobo solitario y hogareño, huyendo en lo factible de las relaciones públicas y de los foros amplios. Incluso, cuando debía impartir una conferencia se tensaba mucho y reconocía su angustia, incluso recurrió a calmantes para presentar su ponencia titulada Los narradores frente al público, donde compartió ese tema con varios de los mejores exponentes literarios de su generación.

Entonces tomó la distancia posible ante el ruido del 68, y no se sintió participante de esa gran conmoción y adoptó la posición de un cauto observador, pero altamente indignado por las acciones del gobierno. Y a partir, de esos años se volvió más retraído, desconfiando más de la situación pública, como un crítico de café en contra del sistema político y social. Nunca se afilió a ningún partido ni estuvo tentado a participar en movimientos sociales, pero sí sentía profunda admiración por la honestidad de los líderes y los pueblos rebeldes. Le agradaban las ideas de vanguardia y progresistas, aspiraba a una mejor repartición de la riqueza, pero desconfiaba por entero del totalitarismo, tan en boga tras la Revolución Cubana. En particular a Fidel Castro lo admiraba, pero no creía en su sistema. Le enternecía la resolución de los vietnamitas desafiando a Estados Unidos, y se mantenía bastante informado de la política mundial. Era común largas conversaciones con mi madre sobre las actualidades políticas en distantes puntos del globo, como si se refiriera a eventos del vecindario.

A pesar de muchas afinidades con la generación joven, en definitiva él poseía un carácter previo al 68, cuando la rebeldía no denotaba un signo distintivo. Sin embargo, ante las personas de su propia generación resultaba demasiado vanguardista y solamente con algunos intelectuales o progresistas ilustrados se sentía a sus anchas.

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Una biblioteca y foro de debates en casa
Desde que tengo memoria, mi padre tenía libreros rebosantes de libros. Y luego, por su cuenta, fabricó otros tres libreros grandes. Como es de suponerse su tema favorito era la literatura y tenía cientos de novelas y cuentos de los autores clásicos del orbe: Cervantes, Flaubert, Sartre… De autores en inglés: Faulkner, Conrad, Navokov… De clásicos latinoamericanos: Cortázar, García Márquez, Miguel Hernández, Carpentier… De autores nacionales de su generación: Arreola, Rulfo, Fuentes, García Ponce, Pacheco, Inés Arredondo, Enriqueta Ochoa… Además de una gran cantidad de obras primas de creadores casi desconocidos que le enviaba generosamente el editor Joaquín Mortiz. Y la cuenta se engrosaba con una gran cantidad de obras de humanidades, en gran medida provistas por el Fondo de Cultura Económica, la editorial para la cual trabajó en calidad de traductor de primerísimo nivel. Temas de historia mundial, estudios de caso, obras de psicología (admirador de Freud y Fromm principalmente), de temas culturales y de pintura, etc. La variedad de las lecturas también era promovida por sus concienzuda labor como traductor, pues le gustaba meterse en los temas de las traducciones, por ejemplo para traducir una obra de Henry Kissinger sobre diplomacia leyó obras afines, pues la temática le era desconocida.

Con esa gran biblioteca mi padre convidaba de sus lecturas. Entonces a los 11 años yo era un lector regular y saltaba de tema en tema, leyendo tanto literatura como historia y hasta psicología. Lecturas precoces para esa edad pero me parecían interesantes. Y además, Carlos Valdés Vázquez tenía paciencia para discutir en la sobremesa cualquier tópico. Por mi parte, en la juventud me gustaba polemizar para descubrir la verdad de las cosas y no sentía una autoridad autoritaria enfrente, sino a un analista sincero de muchos temas. En la juventud rápidamente maqué mi territorio en las ciencias sociales, política, filosofía e historia, pues esos temas me apasionaron, mientras que respeté siempre su opinión muy informada en los campos literarios, culturales y psicológicos.
Y en esos sabrosos debates de sobremesa, también debo incluir la constante participación de Ruth Martín mi madre, también buena lectora y dispuesta a defender su punto de vista en cualquier tema.


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Monolitos arqueológicos y pirámides
Él me sugirió que contara los escalones para subir la pirámide del Sol y la Luna en Teotihuacan, pero me distraje y perdí la cuenta. Entre la agitación de paisaje y el esfuerzo de trepar por enormes escaleras dispersé la atención. La primera vez que subí los escalones me parecían murallas, pero estaba decidido a alcanzar la cumbre. Y para subir una pirámide (como para muchas cosas) emitía sencillas recomendaciones prácticas. A la fecha desconozco si posee validez práctica, pero me sugería avanzar en zigzag como un medio para aligerar el ascenso y evitar la fatiga. Además me daba indicaciones precisas para agachar el cuerpo de manera correcta y usar tanto las manos como los pies mientras escalaba la pendiente del Sol. En retrospectiva, ahora comprendo que abrigaba el miedo de una caída, pues los niños pequeños parecen tan frágiles y sometidos a la casualidad de un tropiezo, sin embargo, en realidad los adultos se lastiman más en las caídas que los niños.

El panorama de Teotihuacan provoca un hondo impacto desde debajo de la pirámide y todavía más al colocarse en la cima; abajo la dificultad y la grandeza, arriba el horizonte y lo imposible. Recuerdo que una plática favorita de mi padre estimaba el esfuerzo sobrehumano del pueblo indígena para tallar y transportar esa magnitud de piedra sin recursos técnicos modernos. La voluntad colectiva de los antiguos teotihuacanos y mexicas para tallar y edificar enormes pirámides nos sorprende por el contexto donde no se conocían artilugios mecánicos ni los metales ni los caballos ni los motores. Enormes masas de rocas arrancadas manualmente desde las canteras volcánicas sin el recurso de metales más duros que la roca, y luego transportadas sin caballos ni carretas, para finalmente subirlas y colocarlas sin el recurso de poleas ni grúas mecánicas. Parece un imposible o una oda épica al esfuerzo casi desnudo de nuestra antigua “raza de bronce”.

Y buscaba los rincones de la antigua megalópolis indígena, más allá de las grandes pirámides y de la Calzada de los Muertos, le agradaba curiosear hacia los montículos menores, donde estaban las huellas de excavaciones más recientes. Admiraba la tenacidad y fortuna de los arqueólogos mexicanos, con tantos cerritos para obtener los ídolos y vasijas policromas.

Alentados con tan hermosas visiones del Valle de los Dioses (pues según la leyenda esa ciudad fue construida por los dioses para habitarla) el complemente perfecto consistía en una visita al Museo de Antropología. Clasificado por culturas, cada sala del museo estaba adornada por monolitos impresionantes y plena de vitrinas encerrando las cápsulas del tiempo, los mensajes cifrados de las civilizaciones desaparecidas. El puesto principal corresponde a la sala de los aztecas con sus monolitos impresionantes, como la Coatlicue, el Calendario Azteca y las piedras de los sacrificios.

Recuerdo que por el cansancio no recorríamos todas las salas del Museo (una para cada cultura azteca, maya, olmeca, totonaca, etc.) y deteníamos el paseo a la mitad para acudir a algún restaurante y redondear el paseo dominguero.


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El cuerpo espigado del poeta
Resulta un espontáneo de la imaginación dibujar el cuerpo del poeta (literato, intelectual…) delgado y espigado en extremo, pues esa combinación entre delgadez y altura conjuga con la idea misma del sentido artístico y mental. Así era Carlos Valdés Vázquez: flaco y estilizado, de carnes magras y finas, con altura superior a una cabeza sobre el promedio. Y luego el cuerpo se combina con su andar, por lo que bastaría mirarlo caminar desde lejos para adivinar una vocación por el arte. Su amigo de los años maduros, el pintor Héctor Xavier captó perfectamente esa característica en el perfil de mi padre y lo retrató en varias ocasiones, en dibujos que tuvo la gentileza de regalarle. Este pintor se especializaba en trazos sencillos, líneas de perfiles, con un mínimo de detalles para establecer una personalidad (el retrato captando la esencia de la persona).

Para obtener una imagen plástica de Carlos Valdés Vázquez basta ver una película protagonizada de Adrien Brody, y suponerlo un poco más delgado y alto que el actor neoyorquino. En lo demás, el parecido con el actor de El Pianista es sorprendente, incluido el rostro. Y también muestra la intuición de un sobrino cuando puso el apodo de “Kafka Mayer” para indicar el talante judío de mi padre.

Sin embargo, un día se reveló contra su condición tan falta de corpulencia e ingresó a un moderno gimnasio ubicado sobre Avenida Universidad, de nombre European Healths. Y ahí acudió metódico a las máquinas caminadoras, bicicletas fijas, aparatos de pesas y al delicioso baño de vapor. Incrementó mucho su fuerza muscular pero nunca perdió su línea delgada, seguía manteniendo la apariencia de una espiga por más que utilizara rondas de pesas.

Cuando yo tenía 16 años me invitó a participar de los beneficios de su club y como él estaba muy satisfecho resultó una oferta irresistible. Por mi parte, mi tendencia infantil y juvenil era proclive al deporte, y en esos años yo participaba en un equipo escolar de futbol así que accedí gustoso. En los dos meses que pasé en ese gimnasio mi bíceps creció mucho más que el de mi progenitor en sus muchos años de estancia. Él se sorprendió un poco por el rápido efecto del ejercicio en mi cuerpo y yo también, pero las repeticiones rutinarias me aburrían, así que no mantuve constancia en la asistencia y entonces como la cuota era costosa le pedí que no pagara al siguiente mensualidad del club. Por mi parte seguí en el equipo de futbol un par de años hasta que otros intereses me atraparon.

Previa data
Escrito el 28 de mayo de 1991. A tres meses de la muerte de mi padre:
Aquí estoy en un martes cualquiera sentado en el café Gino’s (Avenida Insurgentes Sur casi esquina con la calle Parroquia) como un gesto de recuerdo, imitando para recordar a mi padre Carlos Valdés Vázquez el escritor, el literato tímido, el parlanchín de café. Recordando a ese otro que es mí espejo. Un espejo humano vivo y muerto, que me dice lo que soy y lo que no soy. Lo que soy me lo dice Carlos Valdés Vázquez, el escritor ese recuerdo presente: Me dice que soy su hijo, con esa partícula de posesión: su hijo. No un hijo cualquiera, como los diez mil millones del planeta, si no esa partícula única, la única que se desprendió de su biología. Eso nos hace particulares, como cómplices de una hermandad secreta, unidos por un denso pecado o una rara virtud. Y me deja solo con la carga, una tarea: hacer de su memoria algo vivo. Porque luego de unas cuantas muertes más (yo mismo, mi madre, etc.) entonces sí que se hundirá en el pozo del olvido, si no hacemos algo antes.
Isaac Ghenno hace poco me dijo que me estaba pareciendo cada vez más a mi papá que estaba enflacando, que la voz… Enrique Bustillo ahí presente le dijo que estaba loco, que “para nada”. Se platicó el asunto y prevaleció la opinión de Enrique.
¿Qué hay de verdad (en esa opinión)? En especial, mi recuperación de la literatura. Estoy interesado en recuperar ese terreno, que era todo suyo. Pero para reivindicarlo debo de empaparme del asunto, leer bien todos sus textos. Y más aún, yo no invado nada. Estoy dispuesto a escribir algo literario. ¡Literario puro! Alto, no. Debo de insistir, mi línea es buscar medios de expresión adecuados a un concepto revolucionario y humanista…

Posdata
El 10 de febrero de 2011 se cumplen 20 años de su muerte. El tiempo pasa veloz y la nostalgia se queda… cuando abro un buen libro o paseo por un parque.

1 comentario:

JoseManuel Gonzalez dijo...

Que agradable e interesante la biografia de tu padre y si estoy deacuerdo que se parese fisicamente al actor de la cinta El pianista.