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domingo, 26 de mayo de 2013

ENTRE LOS NIÑOS HÉROES Y EL REGISTRO CIVIL: EXTREMOS DEL PROCESO NACIONAL





Por Carlos Valdés Martín



Toda infancia envuelve fragilidad, en contraste la nación evoca solidez de eternidad[1]; de ahí la combinación dramática y emotiva que une dos extremos de la retórica nacional. Un niño en mitad de la batalla pone tensión y un telón de tragedia en cualquier guerra. Para quien antagoniza con los dramas resultará chocante imaginar al mancebo envuelto en la bandera y arrojándose por un despeñadero. Para un espíritu candoroso la misma escena causará una honda conmoción, sin prejuzgar si sucedió ese hecho. El suceso extraordinario de la emoción aporta un ingrediente ordinario de algunas situaciones colectivas.
La glorificación nacional de los niños héroes representa otra muestra del proceso normal de la formación de las naciones, pues su utilidad como discurso es semejante a la Revolución e Independencia como momentos fundadores de un orden. Los niños héroes nos representan el sacrificio extremo y esto no es un engaño ni un error de cálculo. Sobre el acontecimiento desnudo cuando la feroz guerra devora a los inocentes (a los civiles no participantes o a la nueva generación desde su más tierna edad) se levanta la alegoría emotiva del infante defensor de la patria. Dentro de la retórica nacional todos sus defensores representan infantes-hijos. La distinción entre joven e infante no es fija, sino variable conforme a criterios sociales, por ejemplo la Marsellesa —que se convirtió de canto local en un himno nacional— comienza con ese acierto, afirmando que “marchemos infantes-hijos (enfants en el original) de la patria”. Al mismo tiempo, la nación es el concepto más comprensivo que abarca a todo y cada sujeto del grupo, así el recién nacido se asume como parte de esa comunidad, por más que su situación sea singular.
Una tarea fundamental de cualquier poder social es relegar la muerte hacia los márgenes, expulsando la ominosa presencia para arrinconarlo en las zonas de los extremos: en el exterior de la guerra o encapsular en sistemas penitenciarios (pena de muerte). El proteger a niños y mujeres se repite sin cesar como un deber importante del poder, pues se deben conservar los fundamentos y partes más débiles. Pero surge la excepción y, el discurso del heroísmo del sacrificio aparece como un resorte, que comprimido se lanza hacia su extremo contrario, cuando hay alarma por la Patria en peligro letal. Bajo esa condición de excepción, se abandona la línea única del soldado adulto como la parte sacrificable en cualquier contienda bélica, para aceptar la excepción. En el sacrificio del menor durante una guerra se reconoce que el orden ético se derrumba, sin embargo, ese derrumbe (se piensa) resulta extrínseco, causado por la “potencia exterior”, y en el acto mismo del sacrificio se restaura el orden[2]. Quien se sacrifica por propia voluntad lo hace empujado por un deber superior y para restablecer un orden, casi supremo o cósmico. En esas circunstancias, la Patria se convierte en altar (alta-ara según la etimología) donde sus habitantes más puros y sin mancha se inmolan. El movimiento descrito opera en un proceso complejo, pero se resuelve en una breve escena y de ahí proviene su enorme fuerza de evocación.

Una zona gris: la edad
Algún detractor de la narrativa de los niños héroes del 1847 señala que los muertos son cadetes, los cuales sí se preparaban para el oficio militar y no estaban exentos de ese letal deber. Ampliando esa objeción anoto que la “mayoría de edad” fue inferior en periodos históricos previos. Sabemos que el matrimonio entre población prehispánica como los mayas era común a los trece años y no se excluían uniones a edades menores. En las regiones más occidentales como Europa, el enrolamiento en el servicio militar de los siglos XVII y XVIII se ubica en edades muy tempranas, por ejemplo, en la biografía de Carl von Clausewitz (el gran teórico de la guerra, contemporáneo a la Independencia en Latinoamérica: n. 1780 y m. 1831) se anota que alteró un año su edad para enrolarse a los 12 años y participar en el ejército de Prusia. 
Por tanto, bajo un paradigma anterior, morir a los catorce años no era tan notorio pero el país había cambiado. En ese sentido, la relevancia de nuestro evento del 1847 denota que estaba cambiando la visión de la mayoría de edad y, después, conforme avanza la modernidad, las personas de 14 nos parecen más jóvenes, cada vez más. En ese sentido sociológico, el tema particular de nuestros niños héroes de Chapultepec muestra un cambio en la apreciación de la edad.
Sin embargo, la muerte iguala y establece la tabla rasa. Las diferencias entre 14 y 20 años resultan irrelevantes dentro de una tumba. Los poemas más tristes indican la muerte prematura, pues para una existencia plena el finalizar hasta podría resultar un premio. La defunción prematura es lamentable y señala el extremo absurdo, casi imposible de procesar por los sistemas culturales que nos remiten al limbo de los inocentes. 

Registro civil: convertir al nacimiento en evento laico
Resulta curioso anotar que la existencia legal de las personas fue monopolio de una institución religiosa durante muchos siglos. El registro religioso (con su fe de bautismo y sus rituales siguientes) era el arranque para la existencia legal de cualquier persona. El Estado en nada participaba hasta que impuso su poder de registrar y dar personalidad jurídica al infante. En la cúspide de su influencia la iglesia católica novohispana controlaba el nacimiento y muerte, después el Estado republicano despertó de su impotencia al señalar que el gobierno público daría la fe sobre la existencia de cada niño en el país y certificaría el final de cada persona con un acta de defunción[3]. Este cambio no es de mero trámite burocrático sino de instauración de otro poder que es el Estado laico sustituyendo al religioso y dejando la fe como competencia privada.
Antes de la existencia de un registro civil formal y administrativo, la edad de las personas encerraba una relatividad extrema. Había “fe de bautismo”, pero los campesinos no guardaban papeles y las personas “se acordaban” de su nacimiento, aunque podían mentir u olvidar con facilidad. Al personaje Thomas ‘Old’ Parr nadie le solicitó papeles y los vecinos creían que contaba con 152 años, sin que existiera documento en favor o en contra; aunque sin pensiones ni jubilaciones únicamente a un excéntrico le interesaría desmentir esa edad insólita.[4] Los peones llevaban a sus hijos para inscribirlos de aprendices y bastaba su palabra para aceptar que ya era mayorcito; de ahí las atroces narraciones sobre el trabajo infantil en siglos pretéritos.
Con el Registro civil cada niño de inmediato se integra en la trama de deberes y derechos de su Estado nacional, pues de entrada se le reconocen algunos derechos básicos, entre los cuales aparece el tema de la nacionalidad, en su definición legal vinculada al territorio y a los progenitores. Antes eran “almas en vías de salvación” bajo la tutela de sus padres y sacerdotes, ahora son primero y antes que nada infantes colocados en una red legal-social-cultural, etc. Entre otros significados, este acto de registrar implica una apropiación intensa de la persona al sistema del Estado nación, pues de inmediato está ahí plasmada su identidad legal y el potencial de vínculos sobre él.
El heroísmo nos refiere a lo extraordinario, al evento sin igual, entonces así como el moderno Estado laico registra y apropia a la niñez, también el simbolismo de los chavales héroes sirve para integrar a la infancia en el imaginario de lo no ordinario. En el mismo siglo, México erige el panteón de la Patria y funda el Registro civil; esta coincidencia es necesaria, no es casualidad sino causalidad. El individuo (desde el nacimiento hasta la muerte y su recuerdo póstumo) se integra en el sistema complejo de la Nación. El Estado opera cual maquinaria clave (el conjunto operador de poder y administración) de esta Nación moderna, que incluye desde la mitología hasta el Acta de Nacimiento.

Sentido fuerte
Para culminar este comentario, desvirtuamos la opinión “multicultural” cuando sostiene que la Nación es un “imaginario”[5] en el sentido débil del término, pues descubrimos lo opuesto, ya que el aspecto imaginario de lo que hemos anotado siempre está sostenido por eventos materiales. El culto a los niños héroes conmemora a cadetes militares, por tanto armoniza con la institución guerrera y le otorga una aureola de respetabilidad, en un gesto funcional para el ejército, en cuanto institución especialista en monopolizar la violencia empujándola hacia los márgenes permitidos. El Registro Civil acompaña al denso sistema educativo, de salud, legal, etc. mediante el cual el Estado adopta las funciones de paternidad[6]. La vinculación de la efeméride cívica y el Registro oficial de nacimientos se destaca, porque no dibuja caprichos de imaginación en el sentido débil, sino colorea un asunto muy material-ista en el contenido más denso del término, pues la Nación —por el significado granítico de su recóndita esencia— implica la reproducción de una comunidad.

NOTAS

[1] Es obvio que ninguna obra humana es eterna, sin embargo, la temporalidad nacional pertenece a las ucronías de lo eterno. Existe un motivo material e ideológico para tal visión de tipo “eterna”. Cf. Las aguas reflejantes, el espejo de la nación.
[2] En general, únicamente lo valioso se sacrifica, ya sea en productos o personas. La prohibición expresa del sacrificio humano es una construcción histórica que no excluye ciertas circunstancias, ejemplificadas en este caso. Cf. ELIADE, Mircea, El eterno retorno. CAMPBELL, Joseph, El héroe de mil caras. BECKER, Ernest, La estructura del mal.
[3] Los primeros antecedentes en México son leyes locales, una de Oaxaca en 1829. El 28 de julio de 1859 el Presidente Benito Juárez promulgó la Ley Orgánica del Registro Civil. Dos años después se hizo el primer registro de un recién nacido.  Roberto Espinosa de los Monteros Hernández, El Registro Civil: una historia sesquicentenaria, en INHERM.
[4] El personaje fue agasajado por la Corte de Inglaterra, después de muerto el médico William Harvey puso en duda tal versión y le aplicó una autopsia; en la actualidad se cree que la edad del señor Parr era un mito, no debió contar con más de 70 años.
[5] Algunos pensadores, siguiendo una versión relativista del interesante trabajo de Benedict Anderson sobre las Comunidades Imaginadas, asumen que el fenómeno nacional es casi ideología, como si fuera una formación autónoma que enmascarara a la realidad. 
[6] La psicología crítica también anota una pretensión de que el Estado se convierta en un padre sustituto ante el cual la comunidad debe inclinarse, transfiriendo una dócil aceptación del progenitor hacia una maquinaria de poder. En sentido más riguroso, se formaliza un binomio psicológico de Estado-padre y Patria-madre para abarcar al Pueblo-hijos en un sistema emocional. Cf. REICH, Wilhelm, Psicología de masas del fascismo. FROMM, Erich, El miedo a la libertad y El corazón del hombre.

miércoles, 15 de mayo de 2013

EL SELLO Y LA INDIVIDUALIDAD ESTRICTA



Por Carlos Valdés Martín
En un sello especial descubrimos el equivalente a una individualidad única —indicio casi siempre discreto y pocas veces hasta privilegio del rey—, pues ofrece una entidad impar, distinta e infalsificable. Y no me refiero al sello automático, ese signo repetido por una máquina burocrática que más semeja fábrica que gesto humano[1].
¿Qué es? Un dispositivo para marcar que deja huella distintiva en otro material y, también, es la marca misma. Notemos que se utiliza la misma palabra para el dispositivo y su efecto; donde artefacto y su acto se identifican. Aquí, encuentro una justificación para fusión de significados ya que la relación del dispositivo con el efecto es tan directa que establece una huella reconocible. En un sentido de servicio, se espera que el aparato-sello tenga una imagen especial que deje de modo indeleble su marca-sello. El vínculo entre las dos caras de este fenómeno es la individuación donde se mantiene un lazo entre esa marca y su origen.
El sello nos vincula a las ideas de autor y garantía, en ese sentido, su noción queda ligada a atributos del poder político. Y los monarcas se declaraban como los únicos con derecho para estampar algunos sellos, por ejemplo el de las monedas. Las antiguas monedas representan una manera de sellar el metal, pero los servicios que presta el metal acuñado son tan específicos que se separan de inmediato de cualquier otro acto de sellado, donde la función de distinguir una marca es lo más importante. En cambio, para la moneda la distinción del signo es una parte, sometida a la utilidad de soportar un valor y medirlo[2], pues cada moneda debía valer tanto y circular en la economía, lo cual trasciende hacia todo un mundo de operaciones mercantiles y financieras.
Lo primero en el impreso es mirarle y distinguirle, debe poseer una figura distintiva, de tal manera que se relaciona con la capacidad de captar un dibujo. Esa situación es tan importante como sencilla, en el sentido de que cualquiera debe distinguir con facilidad la imagen del sello con un simple golpe de vista. Lo que no se distinga con tal prontitud es de mala calidad, por tanto no cumple su función. En segundo lugar, la pieza selladora debe mantenerse para garantizar su vínculo con la imagen producida y repetir el acto, como casi siempre se necesita en la acuñación.
En algunos casos, se menciona el acto de sellado como evento único y distintivo, otorgando el “sello de distinción”, y esa situación se registra desde tiempos inmemoriales. Los reyes guardaban uno distintivo para señalar sin duda los actos de su poder y enviar a los súbditos sus órdenes de modo indudable. Algunos pergaminos con sellos de tinta o lacre conservan esa antigua costumbre, cuando los poderosos marcaban sus órdenes. En especial, este caso deja claro que ese sello debe estar hecho para no ser copiado jamás y debe conservar un vínculo indisoluble con su legítimo dueño; de hecho, está imaginado como una de las posesiones más privativas donde el término “propiedad privada”[3] adquiere un rango estricto.
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En los periodos más primitivos elaborar sellos no debió resultar fácil. En principio basta combinar dos principios y un diseño distinguible. Los dos principios son la materia dura y la transmisión de esa dureza en algo blando por sí mismo o mediante un tinte. Es la noción primitiva de causa y efecto vuelta evidente: la figura distinta del sello debe aparecer reflejada con exactitud en su resultado. Ahí la identificación es tan completa para no caber una duda[4], ninguna fisura entre la causa (el sello objeto) y el efecto (el sello imagen). Al mismo tiempo, esa intimidad entre causa y efecto establece una visión del vínculo indisoluble, la tesis de una apropiación imposible de enajenar, un vínculo más estrecho que la propiedad y más próximo a la investidura.
La dificultad entre el sello y su imagen no es tanta y en alguna pintura rupestre ya los arqueólogos descubren el dispositivo más simple: colocar la tintura en la mano e imprimirla en la roca[5]. Ese podría resultar el sello más simple para el pintor rupestre, y como alternativa también plasma una imagen en negativo, cuando se colocaba el tinte alrededor de la mano. Un caso similar sucedió con el alfarero al hundir sus dedos en las obras primitivas. Sin embargo, ese es imperfecto, pues una mano o huella se parece a cualquier otra en cuanto perdemos de vista el detalle.
En un periodo siguiente se inventaron relieves con diseños que se imprimían en las tabillas de barro mesopotámicas o se teñían con tinte para colorear sobre los papiros egipcios. A nivel más sencillo el sello es un instrumento para decorar, de tal modo nos indica una transición entre la herramienta general a una particular con mensaje[6]. En su proyección, la creación del sello arcaico se liga a la primitiva escritura ideográfica, en la medida que transmite una idea, ya sea la indicación de su dueño o una marca especial sobre el barro o papiro. Esos antiguos dispositivos representaban animales o glifos un poco más abstractos: el paso hacia la escritura. Aunque el sello mismo más que escritura (también la podría contener, se aproxima a ella) se arraiga en el sentido amplio de lo simbólico: la parte que representa el todo.
Conforme existió escritura jeroglífica los sellos se impregnaron de esa función: un mensaje escrito muy breve, señalando una situación, sitio o persona. En el Estado antiguo, pronto los sellos aparecieron para dar mensajes y establecer actos de administración y poder. Con el paso de los siglos y la creciente complejidad del Estado, crecieron en su funcionalidad y se establecieron en la administración pública. Es importante hacer notar que se fueron especializando, de tal manera que los catalogamos en varias de sus especialidades. Ya comenté la moneda antigua (sellar una pieza de metal valioso) a la que debemos agregar el timbre postal (franquicia para el viaje de un objeto), el timbre fiscal (la indicación de un cobro de impuestos), etc.
En la base de la administración descubrimos una multiplicación de los sellos, de tal modo que se especializan y hasta dejan de parecer tales (moneda), pero debemos buscar una cúspide de este fenómeno, la cual resulta fácil de observar: el emblema real y el escudo nacional. Conforme el poder se hace más complejo en su cúspide debe existir una imagen que se reproduzca idéntica, una y otra vez. A este nivel de importancia deja de interesar el sello en sentido técnico (su original mecánico) para adquirir más importancia su reproducción codificada. Para firmar sus decisiones los reyes establecieron un escudo real, que pudo existir como sello físico, pero posteriormente no fue necesario ese artilugio y bastó el cuidado de la administración para asentar ese escudo en el sitio adecuado. Al surgir la nación moderna, muy pronto el Estado decidió mantener un emblema representativo de la comunidad para que la simbolizara y ese escudo empezó a plasmarse en los actos del poder. En ambos casos, esos escudos-símbolos establecen y estabilizan la individualidad del poder, entendiéndose que ese atributo es único y debe reconocerse a simple vista.
Por su parte, al filosofía atomista griega indagó por la existencia de una partícula mínima de la materia, por la nuestra, este tema busca una partícula suficiente de distinción de significados. El sello no busca la mínima expresión, sino una distinción para separarse de los significados, no es teoría atómica sino práctica de individuación. Para el cuerpo individual no importa la mínima materia (cualquier cosa) sino la necesaria-suficiente para marcar su separación del resto y su organización auto-suficiente; para la naturaleza individual importa diferenciarse del resto, fuera de cualquier duda, importa el ser otro, en términos de Hegel, brota en el para sí, y se perfecciona hasta delimitarse como en sí y para sí, cruce escatológico entre materia y espíritu.
Sin embargo, existe una posibilidad para unir individuación y atomismo lo cual fue perfilado por Descartes y radicalizado en la mónada de Leibniz[7]. Si es verdad que el sello posee simbolismo, entonces contiene una simplificación, pero este proceso de abstracción no tiene a su límite, que consistiría convertir un águila coronada (típico cuño de la realeza) en un simple punto: para cualquier observador de aves resulta evidente que el águila alejándose terminará convertida en un puntito oscuro perdiéndose en el horizonte. El concepto del sello nos muestra que la minimización es un sinsentido para el significante, pues la simplificación (quitando rasgo tras rasgo hasta alcanzar lo mínimo) nos conduciría hacia el simple punto (ni siquiera una temblorosa cruz) y en ese punto desaparece el rasgo distintivo. Con el mínimo punto desaparece la individualización (esa difícil frontera entre uno y otro) para encallar en la teoría atómica: simple existencia mínima. Por lo mismo, la mónada ya se concibe como un microcosmos encerrado en un átomo, por tanto como la paradoja máxima entre materia y espíritu, entre temporalidad y eternidad.
También es interesante su asociación apocalíptica, como ruptura mortal, en el paradigmático final de la Biblia. Únicamente porque la referencia del sello está ligada a la individualidad adquiere dramatismo su ruptura: el séptimo roto es una indicación del final. En este pasaje, encontramos un nuevo sentido de la palabra “sello”: es lo cerrado. Sabemos que hay un uso práctico de una marca de sello para cerrar una carta (el viejo lacre) o una caja. También sería aceptable dar mayor relevancia a la unidad indisoluble entre el objeto sellador y su marca (es unidad estrecha de causa-efecto) que sirviera para concebir ese cierre irrompible, pues se pretende que no exista fisura entre el productor (el objeto sellador) y su producto. Entonces romper esa relación sería posible, pero escandaloso.
Sin encontrar ninguna referencia que nos aclare este punto, baste indicar que esta situación de lo “cerrado” representa un anhelo del individuo que se muestra con legitimidad en el artista y con virulencia en el poderoso. El artista busca una expresión que lo refleje de modo pleno. Tampoco sabemos si este anhelo estaba presente en el dibujante de las cavernas cuando plasmó la palma de su mano como un sello o tenía otras motivaciones. Si aceptamos que el comunismo primitivo fue predominante en periodos previos, ya desde los griegos encontramos al artista con una expresión que vincula su persona con una obra. La misma sospecha sobre la inexistencia de Homero nos indica que los antiguos griegos creían en el autor, aun cuando faltase lo afirmarían de cualquier manera. Es hasta la moda intelectual posestructuralista que se duda del sujeto y por tanto del autor, como lo plantean Foucault y otros[8]. Sin embargo, esa creencia en un vínculo de la peculiar personalidad el artista (su carácter, su genio) se plasma en nuestra convicción sobre el estilo del artista, el cual es su “sello” peculiar. En esta frase brota el cuarto sentido de la palabra “sello”: lo distintivo de un individuo. Para el artista resulta sencillo, pues sería una transpiración natural mediante la cual cada cuadro o texto expresa su larga carrera de vida, sus señas de infancia y los ambientes de su crecimiento, en fin, la cosa creada ofrece infinitas marcas del proceso creativo. Aunque un pintor talentoso como Diego Rivera cambie de estilos, su hoja de vida se sigue con esmero identificando facetas e incursiones (del cubismo al muralismo). El estilo parece un tema de detalles, pero en la obra de arte los detalles son relevantes. En la obra desaparece el proceso de producción y se cristaliza en su cápsula del tiempo; muere el artista y se conserva un legado. En el destino de la caducidad biológica se contrapone con la preservación de la cosa; cuando asumimos que el artista mismo es el enorme sello que ha plasmada gran cantidad de obras, entonces volvemos al tema de la causa y efecto. La muerte nos dice que causa y efecto se separan, finalmente son distintos; la devoción por identificar al artista con su obra (descubriendo falsificaciones, autentificando el origen) señala una lucha contra ese destino. Bajo la bóveda de la Capilla Sixtina nadie duda de la existencia de Miguel Ángel, aunque ante un montón de huesos apilados nadie distinguiría cuáles son sus despojos. Lo mejor del muralista sobrevive en el techo pintado.
Por su parte, cualquier jerarca se mueve con una existencia prestada, quienes lo rodean observan más el puesto encumbrado que no su existencia de carne y hueso. El efecto es más evidente en el rey, cuando la costumbre obliga a mirar hacia el piso en su presencia. Es verdad que cualquier rey posee su individualidad y tendencias que lo distinguen, pero siempre está tamizado por el enorme cristal amplificador del reinado, donde la maquinaria estatal crea la distorsión sobre la persona de carne y hueso.
El tránsito entre el individuo y el aristócrata (su investidura) está presente con la metamorfosis desde cualquier sello hacia el blasón o “escudo de armas”, donde existe ya una intención de significado preciso interpretado por la heráldica. Algunos rasgos distintivos de ese tipo de sellado se remontan a su origen en las luchas de caballería, por tanto, aparece un sesgo de violencia (defensa y ataque) así como de distinción (privilegio aristocrático a poseer ese blasón)[9]. Como cabeza del sistema aristocrático, el monarca poseyó el privilegio de otorgar y quitar blasones, cual demiurgo para instaurar o quitar identidades, que eran señas fijas para el sistema socioeconómico feudal, donde resultaba crucial la definición de un duque separada por un abismo del plebeyo. En ese sentido, el escudo del monarca (su sello de soberano) instaura a los demás, aunque la Iglesia disputó ese privilegio en la Europa feudal. Entonces la posición del soberano (siempre terrestre, a veces supuestamente celeste) resulta especial y así como posee el derecho judicial, también estuvo facultado para dictar sentencias, entre ellas, el destruir blasones y sellos que los distinguieron.
Desde otro punto de vista, el blasón sería una variación más, otro animal de este zoológico, bajo un contexto social de las representaciones definidas que nos muestra una tendencia significativa: el individuo acepta y asume ser una parte, esperando que esa disolución le permita permanecer. El blasón era un privilegio de un individuo que se transmitiría a su descendencia legítima, así la heráldica trata de una disolución de la partícula individual en una familia (de abolengo, claro). Esa mediación parece garantizar una trascendencia y continuidad, lo cual es un modo usual para enfrentar el destino mortal: mediante una herencia. Aquí un sello muestra el triunfo de la especie sobre la mortalidad del individuo: habrá descendencia bajo el mismo identificador.
Un acto del soberano también es la guerra y el periodo dinástico se sumergió en constantes guerras, de tal modo, esa facultad destructiva de los monarcas no fue una potencia contenida, sino en acto y temida cual un mítico Leviatán. Las guerras comenzaban por cualquier motivo, pero su terminación debía establecer algún acuerdo de derecho, por eso la importancia de los pactos[10].
Si la guerra suele mostrar la perversión del poder, en la marca de esclavos y prisioneros se plantea una inversión perversa del sello y su afán de individualidad. El dueño de un sello (como en el blasón) aspira a definirse como existencia clara y distinguida, aunque no todas la aplicaciones resultan inocentes. Marcar al esclavo o al prisionero establece un acto de autoridad extremo, para dejar una señal indeleble entre el amo y el sometido. Por ese gesto se pretende colocar dentro de los objetos propiedad del amo, reduciendo al esclavo a la condición de una animal hablante y laborante. Aunque ciertas condiciones socio-históricas lo han favorecido, esa marca-herida también señala un absurdo de conversión desde una persona hasta un cuerpo sin libertad stricto sensu. En esta paradoja, como bien lo observó Hegel, la libertad perdida del sometido regresa por el camino del trabajo, pues laborar es colocar el espíritu en la naturaleza, es cultivar[11]. En ese sentido, el uso violento del trabajo ajeno (explotación) es la antípoda de la intención del sello (apropiación), pretensión de mantener la huella propia en el mundo.
Para concluir surge el descubrimiento de la lúgubre ciencia forense cuando concluyó que las huellas dactilares son un sello espontáneo de cada individuo. La observación detallada descubrió un rasgo distinto que se marca de modo espontáneo, cual troquel sudoroso en cada manipulación[12]. Después de Vucetich el término “borrar huellas” adquirió un nuevo significado y, por vía de la negación, reitera la “individualidad estricta”[13]. Lo que se ha buscado con el sello individual —a veces con logro, mas no siempre— también lo hace la naturaleza de manera espontánea y entonces no es artificio ni invención. De hecho, la existencia entera es un largo sellar el entorno con los actos de cada persona, aunque entre la producción y el resultado van cayendo las hojas del olvido, entonces desconocemos quién torneó esa jarra de barro que guarda agua fresca. Si miramos con detalle esa jarra de barro quizá está plasmada una huella dactilar irrepetible, indicando un acto discreto[14].
El investigador perspicaz con un simple detalle reconstruye una escena y con un indicio encuentra al autor. Nuestro entorno está saturado de esas pequeñas huellas y nunca encontramos nada humano que no quede saturado de tal rastro. De hecho nuestro mundo completo está modificado por cualquier actividad y forma la inmensa colección de huellas borradas entre las que sobreviven muchas conservadas. Ahí están las huellas en forma de actos o sello sin que las observemos, la incapacidad para percibir no implica inexistencia. Recibimos un mundo y aprovechamos cualquier jarro sin preguntarnos por el alfarero, basta la utilidad y no es indispensable cuestionarnos sobre los orígenes para disfrutarlo. Bajo la capa superficial del ancho mundo permanecen soterrados sellos y huellas del pasado —pacientes y discretos como sombras de los prisioneros injustamente atrapados en el Hades— aguardando a que algún Sherlock Holmes perspicaz descubra ¿quién fue?

NOTAS: 

[1] Como en una escena de la película Ana Karennina donde un personaje dirige a un grupo de burócratas mecánicos quienes sellan repetitivamente papeles Representa una manufactura formada con muchas personas, supongo con un aire más estético que sociológico, al estilo un pasaje de Las olas de Virginia Wolf, cuando describe un restaurante como una maquinaria.
[2] La moneda metálica es el clásico caso de unidad de múltiples determinaciones (funciones) como son medio de cambio, medida de valor, signo de valor, reserva de valor, etc. Cfr. MARX, Karl, Contribución a la crítica de la economía política.
[3] Mientras en la situación económica global, la “propiedad privada” es la expresión jurídica de un régimen específico, en cambio, al establecer una relación de unión indisoluble entre la persona y su objeto (su sello) no colocamos en otro sentido. El terrateniente ausente es la expresión antagónica al sello personal, pues el propietario privado adquiere como “suyo” lo que jamás asimilará bajo un derecho de uso y abuso. El antagonismo hacia los terratenientes quienes prohibían a los siervos usar la leña de los bosques en que vivían, despertó la indignación de Marx hacia la propiedad privada y luego se volvió un tema clave del pensamiento socialista.
[4] Al mismo tiempo, esa identidad plena contiene una ilusión, el pensamiento nace con la duda (Sócartes), se racionaliza con una duda radical (Descartes), se perfecciona en el criticismo (Kant), etc. Esa identidad plena entre causa y efecto es tan certera como cuestionable.
[5] HOUGHTON BRODRICK, Alan, La pintura prehistórica, Ed. FCE.
[6] La herramienta es clave como mediación (el aparato de la civilización) y como potencia (las famosas fuerzas productivas), aunque el sello de modo secundario sirve de herramienta (plasmando diseños en ollas o textiles), abandonando el terreno de lo único para abrir espacio en la serie: el flujo de la producción. El uso repetido termina por desgastar el sello y convertirlo en un instante evanescente de un proceso; junto con el cual también el productor se convierte en más abstracto y el extremo de esa tendencia surge con la cadena de montaje. Cf. CORIAT, Benjamin, El taller y el cronómetro.
[7] DESCARTES, René, Tratado de las pasiones del alma.
[8] FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas. También Baudrillard en su Economía política del signo, duda de la presencia del autor y su relación con la obra de arte, al mostrar su contexto no sólo comercial, sino de la trama del significante plasmado en el arte.
[9] Los heraldos anunciaban, con pompa y circunstancia, a los participantes en las lides y el arribo de los grandes aristócratas, así que resultaba útil también una representación gráfica que adornara a los caballeros, así fue creado el código de los blasones. Pronto esas imágenes tuvieron significados definidos y aglutinaron un código de privilegios aristocráticos y el blasón mismo era clave representada del estatus social.
[10] BENJAMIN, Walter, Para una crítica de la violencia. Señala que la terminación de las guerras establece lo jurídico con un acto final. En un ejemplo de otro ámbito, el tratado para la finalización de una guerra resulta sencillo, como el Tratado de Teoloyucan de fecha 13 de agosto de 1914, signado sobre el cofre de un automóvil entre los constitucionalistas victoriosos y los huertistas derrotados.
[11] La famosa dialéctica del señor y el siervo (también llamada del amo y el esclavo) sirvió de inspiración para la perspectiva de Marx y la lucha de clases, pero en la filosofía clásica es un tema del mutuo reconocimiento y la formación del espíritu mediante la tesis-antítesis-síntesis. Cf. HEGEL, G. W. F., Fenomenología del Espíritu.
[12] Que el ADN sea distinguible y único no es sino la comprobación molecular más fina del mismo principio de la individualidad planteado por la filosofía.
[13] Algún existencialismo ha pretendido que la individualidad auténtica es una excepción, el individuo biológico es una situación de hecho, pero que su presencia consciente requiere de la autenticidad. Cfr. SARTRE, Jean Paul, Las moscas.
[14] De manera mucho más mediata, la producción industrial no desaparece a la mano creadora, por más que los procesos indirectos y los controles de calidad no alejen del momento productivo, por millones están los autores singulares de esa creación, dejando sus huellas borradas transmitidas por máquinas-herramienta.