Música


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sábado, 29 de noviembre de 2014

ALMA DE METAL





Por Carlos Valdés Martín


Presentación
Esta narración describe pasiones familiares y los secretos del arte dando sentido a una búsqueda incansable que se convierte en una escultura más allá de los límites convencionales. Cuando una búsqueda sincera no se detiene ante ninguna dificultad alcanza grados sublimes y convierte las fantasías en un más allá de la realidad.

La familia Lira
La tía Caridad entró llorando para abrazarlos y sus sollozos retumbaron con el eco de la sala casi vacía. Ellos, Rafael y Simón no solamente perdieron a sus padres, también la queridísima hermana desapareció sin dejar rastro cuando una avioneta se estrelló en mitad de la sierra.
Entonces Rafael sintió que el futuro es imposible de adivinar, como un texto sánscrito guardado bajo siete llaves inviolables. Todavía el día anterior a la tragedia, una gitana abordó a su madre en un parque, y le predijo que vendría fortuna y una larga vida, mientras recalcaba:
—Y estos varoncitos hermosos —refiriéndose a los dos hijos presentes—valen su peso en oro.
Ese viaje pareció encerrar un despropósito. El señor Lira era emprendedor, interesado en nuevos negocios y fue el invitado. Por insistencia de un funcionario de gobierno, los pasajeros volaban hacia una finca cafetalera para evaluar nueva maquinaria. La madre temía volar, pero adoraba seguir al marido cuando había oportunidad. Pero esa vez la hermana jamás debió acompañarlos, Raquel tenía que asistir al curso escolar.

Desde esos trágicos eventos, Rafael pasó largas noches en vela intentando comprender cómo había sucedido que la hermana viajara con sus padres. De cualquier manera, desde los trece años Rafael cambió sus actitudes; antes fue rebelde y consentido. Asumió que se convertía en un jefe de familia sin título alguno, cuidando a Simón de nueve años. La tía Caridad, la única pariente cercana por línea paterna, era cariñosa; pero de escasa vitalidad, pues por su edad avanzada estaba achacosa y enferma. Asumió la custodia de los sobrinos como una bendición, que compensaba su alma adolorida por sus propias pérdidas emocionales, pues ya era viuda y su único hijo había emigrado al extranjero. Al parecer tuvo un grave conflicto con el hijo propio, pues no escribía ni telefoneaba. Ella fantaseaba que su retoño volvería casado del extranjero pero nunca daba datos concretos para indicar ese regreso. Con los años, Rafael hasta sospechó que su primo no existía o murió sin dar noticias, porque jamás lo había visto ni escuchado en persona: semejaba ser una leyenda. Según la tía, la única foto del primo era una miniatura borrosa, en un recorte de periódico con un grupo de estudiantes de primaria, pequeños y uniformados, el letrero de abajo indicaba: “Instituto Cervantes, Quinto Año”. La tía repetía con nostalgia que el más alto y apuesto de ese grupo era su retoño.

No era indispensable que Rafael se empleara, pues la tía contaba con una pensión, pero él ansiaba comportarse como cabeza de familia y, desde la primera vez, descubrió que al trabajar con intensidad anestesiaba la nostalgia por sus muertos y aportar dinero le otorgaba jerarquía. Entonces le resultaba sencillo conseguir empleos informales o de jornada parcial. La cantidad de cambios no mostraban su inestabilidad sino una ambición práctica. En el camino de regreso a casa, Rafael preguntaba a desconocidos o conocidos, mirándolos a los ojos:
—¿Sabe usted de algún trabajo para un chico como yo?
En especial a las mujeres les causaba mucha gracia o ternura que un chico buscara trabajo antes de la edad marcada por la ley y la costumbre. Esa gracia provocó que cambiara de empleo continuamente. Probó como recadero, lavaplatos, empacador, dependiente de tiendas, obrero, carpintero, ayudante de albañil, asistente de chofer, auxiliar de mecánico y obtuvo su primer contacto con el oficio artístico posando como modelo de dibujo en una academia. Hubiera tomado otros empleos, pero en las empresas más grandes siempre solicitaban el permiso de los padres y una visita de ellos para confirmar ese permiso. Entre tantas actividades descubrió inclinación por los vehículos automotores. Recién cumplió los dieciocho cuando una señora en el mercado lo reconoció y le insistió en que entrara a manejar a una empresa camionera.
—Pero se necesita de licencia especial para conducir camiones grandes.
—Vaya, vaya, mi marido es un buen patrón y le enseñará.
Aunque expresó reticencia, desde antes Rafael se había fascinado con los automotores. Coleccionaba recortes de autos y camiones; era un aficionado y el nuevo trabajo lo enamoró. Dejó de buscar nuevos empleos y se quedó por muchos años. Ese gusto por los automotores acaparó sus afanes hasta que descubrió su vocación por el arte.

Hacia una vocación
Sentí deseos de estudiar arte —pensaba Rafael Lira— y ahí encontré una vocación. Por simple amor propio me propuse terminar una licenciatura. Una carrera agradable y por completo alejada del trabajo diario. A final de cuentas, mi empleo era distinto a una profesión de currícula; el puesto de chofer de camiones pesados no exige requisitos académicos. La ruta principal de la empresa camionera es corta, pero peligrosa. En atardeceres de neblina y lluvia, el desfiladero de la montaña rumbo a Nochistlán ya ha cobrado vidas. Mi vista de águila y una inagotable capacidad para el desvelo me hacen el mejor operador; el patrón no arriesgaría un camión que vale más de un millón a manos débiles y ojos miopes. La ruta implica sólo cinco horas en la noche. La baja de los negocios obligaba a espaciar los viajes cada par de días y, por contrato, no me podían emplear en el horario diurno. Ni siquiera tuve que avisar en la empresa que ingresaba a la escuela, disponía de las horas de sol completas para mí.

La titulación de la Facultad de Artes
El decano Frumencio Santé impulsó un original sistema para elaboración de tesis. La elección de tema no se dejaba al arbitrio del estudiante ni de sus maestros asesores, sino se definía una intersección de temas, mediante la cual ambas partes definían cinco fobias, estableciendo aquello inaceptable. Era un sistema de intersección geométrico, quizá porque ese decano tenía vocación de geómetra, a la usanza clásica de la escuadra y el compás; que encontró una línea media entre los impulsos juveniles y las exigencias académicas, bajo una modalidad alegre y hasta juguetona. Cada parte ponía sus condiciones, rechazando algunos aspectos, lo cual creaba dificultades y tensiones iniciales. Por ejemplo, un alumno admirador de Pablo Picasso podía rechazar: la pintura al óleo, el estilo academicista, la utilización de partes relativas a animales, los temas amorosos y el empleo de la perspectiva. Por su parte, sus maestros prohibirían: figuras humanas, el color rojo, paisajes, dibujos coloreados y estilo abstracto. Con este último detalle se evitó que esa tesis fuera una simple imitación de Picasso. Luego se hacía una junta de aclaraciones, donde la presencia del decano era frecuente y el resultado generaba la instrucción básica de estilo, tema y composición: pintar con técnica de fresco un mural al estilo manierista brindando un sentimiento bucólico, plasmado con una paleta de colores azules, verdes y amarillos con el tema una habitación interior sin perspectiva (en sentido estricto, el requisito se eliminó: luego de la deliberación resultó evidente que la eliminación completa de perspectiva conducía a un callejón sin salida). En ocasiones, la mutua restricción era imposible de cumplir y la tarea consistía en modificar las prohibiciones. En otras situaciones, el desenlace señalaba una opción insípida, por lo que el decano Frumencio agregaba ingredientes para señalar la ruta con más intensidad artística o un reto mayor para la creatividad del alumno. Cuando Frumencio cumplió los 70 años, a ese procedimiento le agregó un toque de juego, al presentar o motivar la resolución a través de pistas, lo cual fue bien apreciado por la mayoría. Este juego de pistas no lo elaboraba el decano solo, primero aceptaba sugerencias de maestros y luego lo encargó a su asistente. Como el trabajo de tesis creaba una obra única, una parte del objetivo del decano era modular el calendario de ejecución, evitando las prisas juveniles y espoleando a quienes se detenían en el camino.
La escuela enviaba los materiales y los estudiantes nunca hacían adquisiciones por su cuenta: esa era la regla. Para mantener un nivel de dificultad, desde el área del decano podían enviarse, por ejemplo, los colores incompletos y a veces era uno cada vez; un boceto de una cuarta parte del mural; e incluso cambiaban la dirección del muro a pintar, para provocar un gracioso malentendido al asignar el vagón de un tren carguero. Otro ingrediente era el correo de postales, pues cada estudiante recibía tarjetas postales adornadas, por lo regular, con imágenes de temas antiguos y ahí escribía insinuando una necesidad. Por ejemplo, si alguien ya no tenía azul, debía poner una insinuación, por ejemplo, la palabra cielo; si el muro asignado resultaba pequeño, debía indicar en un mapa la muralla China, por eso de la gran extensión de la muralla. En fin, las peticiones directas debían disfrazarse, de lo contrario se perdía puntaje en la calificación. Esa veda de las compras resultaba poco práctica, pero la administración de la academia la había establecido, porque las obras de tesis pasaban al acervo de la escuela. Además se tenía la triste experiencia que un color azul de una marca comercial corriente hizo una reacción química sobre un hermoso paisaje al óleo que fue premiado y, luego de pocos meses, durante una exposición de gala se destruyó por completo, comenzando por  la bóveda celeste.

Mazanelli me enseñó la fórmula
El escultor Mazanelli me enseñó la fórmula para metalizar; así, logré una fina capa de metal para el velo de Isis que coloqué sobre la cara; desde cerca se adivina un ojo que mira con gratitud y fijeza, para revelar cualquier misterio del alma
El viejo maestro Mazanelli en su clase de escultura tuvo tantas gentilezas conmigo —pensaba Rafael con alegría—, que decidí retribuir las atenciones. El tema de la tesis quedó dedicado a la escultura y sus retos, para lo cual simplemente excluí las demás artes y los materiales alternativos, por tanto las cinco exclusiones se resumieron en dos: “cualquier arte que no sea la escultura y cualquier material que no sea metálico.” Aunque el tema de los metales poseía su truco, porque el mérito mayor de Mazanelli consistía en la metalización de casi cualquier material, y en ese sentido sus clases fueron en extremo instructivas. ¿Cómo revestir una rama de acacia con una fina capa de bronce? Antes parecía imposible, pero desde el invento de la licuefacción en frío de aleaciones se lograban maravillas, pues del metal líquido creaba una solución sutil, la cual se rociaba. El proceso era laborioso y un descuido bastaba para romper la rama o marchitar visiblemente las hojas. En una ocasión Mazanelli mostró una breve proeza, pero la mayoría de los alumnos quedó indiferente y no captaron su enseñanza. Entonces el profesor nos explicaba que el fino velo de Isis, admirado por los herméticos egipcios, se hizo al revestir cristal con una capa de metal. El resultado era opaco pero, al mismo tiempo, traslúcido. De tal modo, el rostro de la diosa detrás del velo se adivinaba hasta en su expresión más mínima. Los alumnos regulares con escepticismo miraron un envoltorio de aluminio cubriendo una esfera que se intuía escondía una cabeza en bronce. Ningún alumno adivinó que existiera un efecto traslúcido. El profesor preguntaba con voz rasposa:
—¿Cómo se mira bajo ese velo sin rasgarlo? ¿Alguien me lo puede decir?
La respuesta general fue una risa nerviosa, pues Mazanelli se estaba impacientando y eso podía reflejarse en las calificaciones del mes. Se me ocurrió una buena idea:
—Quizá apagando las luces, pues el brillo causa reflejos y no permite la mejor observación.
—Hasta que alguien atrapó mi idea— sonrió Mazanelli, mientras ordenaba con la mano que bajaran el interruptor y tapar las ventanas—, que no era tan complicada.
Conforme se iba reduciendo la luminosidad el velo dejaba de brillar y permitía advertir una silueta en el interior. No fue posible terminar de oscurecer el recinto, pues había varias rendijas difíciles de obstruir. El maestro empezó a explicarnos la polarización de la luz y las variedades de superficies refractarias, aunque el horario de clase estaba a punto de terminar y decidió abandonar esa explicación. Dejó una tarea:
 —Díganme sí es posible aprender a observar la oscuridad en los metales. Investiguen y luego comentamos.
La mayoría se retiró de prisa, pero unos pocos permanecimos para solicitar que siguiera oscureciendo el salón, curiosos por mirar mejor esa escultura velada. Mazanelli, tras los ruegos accedió ante sólo tres escolares y siguió explicando:  
—Algunos materiales son muy sensibles a las variaciones discretas de luz; en cierto umbral de fotones esos materiales se vuelven traslúcidos o semi opacos, saltando del reflejo hasta las diversas modalidades de paso de la luz. El efecto es como los viejos relojes de cuarzo que dibujaban numeritos cuando pasaba una cantidad de electrones por una superficie.
Cuando terminamos de tapar los orificios por donde se colaba la luz, emergió con claridad la cabeza de Isis con las facciones finas de una aristócrata del Egipto faraónico, de pupilas brillantes y ceño amable; como si la diosa estuviera retándonos a descubrir una verdad, que antes nade conoció.

Algunos, académicos, críticos y artistas estaban inconformes y disgustados contra esa técnica del metal líquido de Mazanelli y la despreciaban, pues opinaban que representaba el arribo de la fotografía a la escultura, sustituyendo la creación con la copia. Incluso algunos maestros estaban deseosos de prohibir el uso de esa técnica en la escuela, pero el prestigio de Mazanelli y los muchos premios que adornaban un pasillo de la escuela, inhibían tales actitudes extremistas. Por eso, cuando los maestros envidiosos plantearon una serie de exigencias bastante extrañas supuse que era una especie de vendetta. Los maestros exigieron: ninguna simplicidad, nada carente de sentimiento, ninguna vulgaridad, ninguna imitación y nada arbitrario. Los primero cuatro puntos parecieron retos y exigencias difíciles de conseguir, pero todos comprensibles, mientras esa “ausencia de arbitrariedad” me dejó  un mal sabor de boca, pues mi creatividad recibía un balde de agua fría.
El resultado de la “intersección” para tema de tesis me dejó molesto, sentí que había una mala elección. Pero el trago amargo de la elección del tema de tesis se alivió con las finuras del decano, quien me convenció que seguiría un procedimiento escrupuloso y divertido, que alentaría y motivaría para terminar con una obra digna de exponerse. Habló de las ciudades de Europa donde se habían expuesto las tesis mejor calificadas y de los premios que ganaron en la última exposición bienal del extranjero. Y el decano Frumencio tenía fama de cumplir sus promesas y volver esperanzas en realidades, así que adquirí confianza para emprender mi tarea final.

Equipo para el taller del tallar
El maestro Mazanelli pareció quedar más preocupado con el reto,  —recordó Rafael— así que hizo una visita y propuso un plan de acción, donde planteó que yo renunciara al trabajo actual para dedicarme de tiempo completo a la obra; fingiendo que vivía en un país extranjero y mi única relación con el planeta fuera el “tallar en el taller”; lo cual, en sus términos, significaba dedicarse a la escultura por completo.
Mi taller era modesto y lejano a los estándares profesionales, pero sí poseía el horno eléctrico de fundición, en su modelo económico, y herramientas finas de burilado y pulido. Escaseaban o, en el peor caso, faltaban las materias primas que sirven al moldeado, fundición y soldadura como son los costosos fundentes, aditivos y esmaltes. Además para el arte escultórico se usan algunas pinzas, marmitas, moldes y buriles muy especializados. De hecho, es indispensable un esmeril eléctrico para reducir los bordes y dar acabados lisos, pero el mío estaba descompuesto.
Contra la cuarentena de compras el maestro Mazanelli dio un apoyo extraordinario y trajo el equipo que hacía falta, como un esmeril y variedad de materias primas para obtener los acabados del metal licuado. Entre la dotación estaban herramientas de construcción como plomada, nivel, palanca, escuadras y otras que, al principio, supuso que serían inútiles, pero en perspectiva contribuían maravillosamente al propósito. En la escuela él dijo que era en calidad de préstamo para no provocar envidias, en realidad eran regalos.

Las instrucciones: definir un espacio rodeado por biombos orientales y el tema preciso de la obra final
Con tantos esfuerzos y esa idea brillante y aguda que tuvo Rafael Lira, tal como la plasmó en sus notas y recuerdos, es importante conocer el desarrollo completo de la gran obra de su vida, la cual no duraría ya mucho. Pues los años son pocos cuando son atrapados en una vorágine que arrastra hacia una finalidad única.
El decano, mediante un escrito puntual, hizo entrega de las especificaciones de la academia para crear la escultura. Dentro de un sobre de papel Manila, el pliego decorado en los extremos e impreso en pergamino imitación de lo antiguo parecía un decreto de un emperador, ilustrado con garabatos en los lados y pequeñas esferas evocando a las constelaciones. Para dar un mayor efecto el sobre estaba lacrado y sellado, y al abrirse desprendía un olor a especias de las Indias Orientales, mezcla de canela, clavo y lavanda. Lo enviado no era orden autoritaria, pues tras las indicaciones se abría un enorme margen para la iniciativa creativa. En particular, al terminar de leer Rafael no tenía ninguna imagen de lo sugerido. El primer paso definido era sencillo, y sólo pedía establecer un espacio mínimo para el desarrollo de la obra; estableciendo un sitio donde la actividad fuera exclusiva para la obra artística de la tesis. Para garantizar ese espacio apartado y definido, el escrito ofrecía la próxima entrega de unos biombos con decorado oriental. El segundo aspecto se refería a la técnica: la metalurgia para una escultura. Y el tercer aspecto, que era el único extravagante, se refería a la tarea integradora de las partes. Las partes en sí no estaban definidas, pero el texto indicaba: “la obra buscará un equilibrio exacto entre los componentes realistas y la imaginación desbordada; nada de simplezas; la complejidad máxima es requerida, pero en un breve espacio, la unidad de lo múltiple en una única señal; evitar la vulgaridad y la imitación, pues quien repite es un loro no un artista. La comunicación será así: usted envía sus postales con la insinuación de una inquietud sincera y nuestra posterior respuesta será interpretada libremente por usted. Si lo antes dicho todavía no le sirve para empezar, entonces la opción es comenzar por fabricar un pedestal sólido y luego diseñar en papel una estructura que parezca humana. Es recomendable elaborar los bocetos desde varios ángulos y perspectivas, considerando las medidas, materiales y hasta el peso final de la obra”
Al hacer su balance de lo recibido, Rafael Lira quedó conforme.
Decidió separar el extremo oriental de su pequeño taller de artista, amontonar los objetos en el resto del sitio. Marcó un área con una tiza blanca en el suelo. Todavía no recibía el biombo, pero le convenía adelantar la organización del sitio. Puso en el extremo sur el horno, las materias primas quedaron la entrada quedaba al occidente, y, en el norte ocuparía las herramientas de mano y la posible adecuación de unas poleas para cargar los componentes más grandes de la escultura, en caso de fundirla por partes, como era previsible.

El biombo
Las tablas subían casi hasta el techo; alrededor cubría por los costados el pedestal de la obra y dejaba un espacio suficiente para que Rafael laborara con soltura. El biombo poseía su propia puerta abatible, colocada a la izquierda de la parte frontal. En las tablas del biombo se adivinaba el material de fondo, al tacto indicaba una madera ligera, quizá bambú, recubierto de un acojinado y sobre éste los textiles decorados de seda. Los decorados representaban cuatro distintos jardines, cada uno con animales según el estilo oriental, con sus tigres, garzas y dragones; conviviendo en pacífico rondín, recordándonos el convivir de los niños juguetones. Unas montañas, lagos, además de árboles soleros, puentecillos y lejanas pagodas complementaban esos paisajes. Erguida entre la naturaleza, una especie de deidad femenina sonreía, ataviada con el típico kimono, como si su mano delicada dominara a los dragones. En los extremos, las letras de grafías negras recomendaban la acción mediante la inacción y, también, vaciar el cuenco del alma para fluir junto a la naturaleza.
En cuanto Rafael colocó el biombo, sujetándolo con grandes tornillos en el piso, el conjunto del taller abandonó esa apariencia polvosa y desordenada; una apariencia caótica que suele emanar de las guaridas de artistas. Esa nueva sensación agregaba la solemnidad de un templo oriental, donde fluía el viento del Este y acariciaba el rocío matinal. Aunque no un templo imponente, sino el discreto adoratorio de un jardín familiar, ubicado en una alejada provincia de China; mirando al pié de la montaña donde se ocultan los monjes para practicar la meditación para obtener la inmortalidad.
Debido a esa dulce pero fuerte impresión que le causó el biombo, Rafael Lira decidió hacer más adecuaciones en su taller, como colocar nichos laterales aptos para una iluminación que hiciera juego con el sol anaranjado del ocaso, y donde también agregó perfumeros. Los nichos mezclaban tonos cálidos de luces con las hermosas figuras del humo de incienso, que al subir bailan en diferentes direcciones mientras atraviesan la discreta luz de las lámparas.

El pedestal atrapó el polvo del desierto subsahariano, que tiembla de tristeza y abandono para templarlo con la brisa alegre de las costas; abajo la puerta que anunció a Beethoven que el destino llama
En la tarjeta de peticiones Rafael envió la palabra “polvo desértico”. Al regreso recibió el pedestal, y tenía escrita la leyenda, con grafías pequeñitas como cinceladas a mano sobre el metal: “polvo del desierto subsahariano, que tiembla de tristeza y abandono para templarlo con la brisa alegre de las costas”. En efecto, la apariencia era de gránulos calientes y agrestes en las orillas, al centro una suavidad tersa, como si frescas olas y brisa marina hubieran limado la base superior. Esa combinación agradó a Rafael.
Para moverlo usó un patín grande que le prestó el maestro Mazanelli, previendo que una obra delicada no debe arriesgarse con manipulaciones torpes. El patín poseía un delicado mecanismo que permitía deslizar una plataforma desde abajo y levantar unos centímetros una pieza con más de un metro cuadrado de superficie, luego mediante un ligero impulso la izaba hacia el patín. El patín volvía un juego de niños el desplazar casi una tonelada de metal. Rafael Lira quedó muy satisfecho con el acarreo, pues eso garantizaba que el traslado de piezas grandes resultaría inofensivo, casi un placer en lugar de un problema, como había sido antes.
El pedestal era hermoso pero estaba desequilibrado, le faltaba un espacio grande bajo el costado derecho, por lo que parecía incompleto y no sostendría nada con firmeza. De manera provisional puso una simple viga de riel para acomodar la pieza. Por eso Rafael hizo su siguiente petición al siguiente tenor: “Sostener el pedestal”.
Al día siguiente envió otra postal: “música, Beethoven” y esperaba recibir un modular musical, pues varios graduantes recibieron uno junto con una colección del autor clásico. El área musical de la academia había recibido una donación en especie y gran cantidad de ese equipo musical se estaba repartiendo entre los alumnos destacados.
Al día siguiente Rafael recibió un trozo sólido y robusto de metal imitando madera, con una perilla de estilo antiguo. La pieza encajaba perfectamente en el pedestal y tenía una leyenda en el costado: “El destino llama a la puerta”.
Era fin de semana, y tras meses sin comunicarse, además del paquete, Rafael recibía la visita de su hermano Simón, unos años más joven y entonces dedicado al comercio. Sonriente ingenioso y hábil para los negocios, estaba de visita pues la esposa embarazada se había quedado en casa de la suegra. Rafael dijo en voz alta:
— Vaya que Frumencio tiene una asistente talentosa.
—¿A qué te refieres?
—El decano de nuestra escuela se encarga de proveernos de materiales para la tesis. Él se llama Frumencio, quizá no lo conoces. Su asistente general es Pilar. Ella casi es de nuestra edad, pero ya está aseñorada, se casó hace tiempo. Ella es su brazo derecho y se merecería el puesto de decana; pero ese lugar se añeja, como en barricas.
—No la recuerdo. ¿Está guapa?
—Tiene lo suyo y es talentosa.
—Envió parte de la puerta de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Cuando tituló el primer movimiento, indicó que “el destino llama a la puerta”.
—Esa puerta debe ser una reliquia.
—No me entiendes, no es la original. En algún trabajo intermedio otro alumno de escultura entregó un modelo de lo que él se imaginó con esa puerta. Los trabajos escolares de alumnos anteriores se reutilizan para las tesis.
—Pero ¿está guapa la Pilar? — Simón retomó su punto de interés—, mientras destapaba una botella de vino tinto de España.
—Sí es atractiva, una moreno clara, de pelo como ala de cuervo. Quizá su boca es un poco grande, en lo demás presenta buenas armas. ¿No estas pensando en…?
Interrumpió Simón:
—Simple curiosidad, soy un corderito fiel.
—Brindemos por tu segundo hijo que viene en camino. —Levantó la copa al aire en el gesto del brindis— Salud.
—Salud. Y ya quiero ver ese taller tan cambiado, que tanto presumiste por teléfono. —Luego de paladear el licor rojo oscuro y continuó— Pero también ya quiero verte sentando cabeza con alguna dama.
—No molestes.

El pequeño edificio de departamentos
Esa construcción era una curiosidad en el barrio antiguo.  Planta baja y dos pisos en un cuadrado perfecto, pero forrada con tablillas de madera al estilo del trópico, cuando se encontraba en mitad de una zona de la ciudad donde predominan las canteras coloniales y la madera resulta material exótico. Bajo la madera exterior se asomaba una construcción sólida con tabiques; al interior, amplias áreas quedaban forradas con tapices de tonos crema. Su apariencia exterior unía el trópico fresco con la curva victoriana en los capiteles y un semi-triángulo rematando el edificio por la parte superior. La edificación se repartía entre dos departamentos grandes por cada piso, un ático superior y una bodega al fondo, conectados mediante un rústico elevador mecánico. Desde afuera se veía una construcción sencilla con algunos adornos que  recordaban hojas y ramas en las esquinas y su remate superior. Las ventanas eran pequeñas, pero suficientes para iluminar los cuartos durante el día. Cada departamento tenía dos habitaciones amplias, una gran sala-comedor, cocina y un baño con tina de porcelana. Los departamentos estaban rentados por inquilinos.
Rafael Lira ocupaba el último piso, en el lado hacia la calle y además el ático, ocupado por su estudio. El departamento contiguo quedaba reservado para el dueño del edificio, que en varios años nunca había aparecido. Atendía el sitio una señora vieja de origen indígena mazateca, que fue la sirvienta del dueño en otros tiempos y recibió el departamento en planta baja, enfrente. Atrás vivía un admirador de Poe, que vestía de negro y poseía unas ojeras, que no se sabría si eran pintadas de gris o producto de un envenenamiento paulatino. Ese vecino también era sombrío en su trato y hasta evitaba los encuentros en el pasillo. El escaso trato con la mazateca de pelo canoso y palabras suaves era cordial; ella se encargaba de mantener el sitio, procurando que el inquilino “consentido” se sintiera a gusto y, con timidez, entregaba recordatorios del dueño para que Rafael no se atrasara con el pago.

Plática de hermanos
—Recuerdo que —decía Rafael, mientras jugaba con una copa de vino, girándola con la mano— cuando eras niño decías frases desconcertantes: “nuestra hermana no murió; el otro día, la vi entre la gente de la plaza”
—Es que yo sí la veía entre las multitudes. No completa, pero una mano entre la gente me parecía la de ella. Pasaba una cabellera castaña brillando con el sol del mediodía y suponía que era ella —continuó Simón, mientras abría la ventana—; me bastaba un fragmento y mi mente integraba el resto.
—Me espanté la primera vez que lo dijiste. Estabas tan convencido. Me buscabas la cara para garantizar con tu mirada recta que no era mentira ni cuento de chicos.
—Al principio no me creías, —sonreía Simón, como burlándose— pero te hacía dudar con mi insistencia.
—Cuando regresabas del colegio entrabas emocionado para darme otra vez la misma noticia.
—Y tú me interrogabas como un fiscal, hasta aclarar que solamente miré una mano, una calceta o un hombro iguales a nuestra hermana.
—Y un día te dije que por fin la miré completa, —se volvió a reír Simón— atrás de un aparador, que ella estaba de pié entera mirándome, y con la mano advirtió que me alejara. Yo le gritaba desde la calle que regresara con nosotros, que sí la queríamos y ella respondía desde atrás del vidrio, lamentando lo inútil de regresar. Yo interpretaba que ella escaparía al mundo de los muertos. Saludó con la mano y desapareció. Sí, se desvaneció ante mis ojos. Desde entonces no la quise buscar más entre la gente.
—Sí, un día dejaste de platicar que la habías visto… —se levantó del sillón Rafael y continuó despacio— no te comenté entonces, pero también había comenzado a buscarla. Guardaba la fotografía siempre en el bolsillo. Cuando paseaba por barrios alejados y la gente me era desconocida tomaba valor para preguntar si habían visto a esa niña y algunas señoras decían que sí. Me daban explicaciones de en qué calle y avenida. Hacía mis pesquisas y lo más extraño era que sí parecía seguir las huellas reales de una persona. Con los informes terminaba por preguntar en alguna vivienda y resultaba que justamente se acababa de mudar una familia de ese sitio. Enseñaba la foto y movían la cabeza con asombro, decían que sí.
—Me estás poniendo —tosió ligeramente— nervioso. ¿Por qué nunca lo dijiste?
—De por sí parecías enfermo de extrañarla. Creí que te haría daño alentar tus fantasías.
—Tú mismo pensaste que eran reales —objetó Simón— y la buscabas más que yo. ¿Qué resultó de tu búsqueda?
—Nunca encontré a nuestra hermana. Aunque sí a una muchacha casi idéntica a Raquel, como dicen “era una gota de agua con otra”. Claro, había pasado ya años, había cumplido unos veinte. La abordé y me contó su propia historia, no podía ser nuestra perdida, luego conocí a sus padres.
—De cualquier manera me hubiera gustado saber que me creías —reprochó Simón, antes de cambiar de tema—. Y ya se termina este vino. Espero que tengas algo sabroso para continuar.
—Si esto ya tiene olor a fiesta, pero más tarde salgo a manejar, así que yo seguiré sin alcohol.

La postal y la ruta
El tema propuesto en la postal resultaba obvio, decía: “Extraño a mi hermana”. Aunque Rafael no sabía si la asistente del decano sabía detalles de su hermana fallecida.
En respuesta, Rafael recibió instrucciones para conducir un camión a una dirección. El desplazamiento le pareció curioso, pues una avenida daba vuelta a una calle, ésta se desviaba a una callejuela, que a su vez entroncaba a un empedrado; el cual entraba a un callejón y terminaba en una “servidumbre de paso”, es decir, un pasillo angosto que liga una propiedad que está literalmente atrapada entre las otras. Cada tramo del camino llegaba a uno más angosto, cual un embudo. El efecto de embudo lo anticipó con curiosidad, y además debía estacionar el camión mucho antes del destino debido a la estrechez de la vía.
Caía el sol con placidez en la ciudad de Oaxaca cuando tomó la ruta indicada. Los sitios eran habituales, pero el recorrido le pareció curioso, como desentrañar la ruta de un caracol, haciendo una espiral hacia un sitio cada vez más reducido. Estacionó el camión antes de la entrada del callejón, pues sabía que se estrechaba más ese sendero y encontraría problemas de maniobra.
El callejón estaba marcado por un letrero blanco: “Nostalgias”. Una señora, que barría el piso con una escoba de varitas de mijo, juntando las hojas secas en un rincón, se detuvo un instante para saludar: “Buenas tardes”. Las escobas de mijo ya casi no las hacen, las sustituye el plástico; cuando nuevas desprenden un olor agradable y su base se desgasta de manera uniforme con el uso; resulta sencillo descubrirles la edad. Rafael se miró las manos, ya no era un jovencito: sus manos con callos y tendones firmes mostraban el esfuerzo acumulado. Estudiar arte era buscar el tiempo perdido, una juventud despreocupada que nunca tuvo y navegar contra esa soledad autoimpuesta.
Terminó de caminar por el callejón y se empezaron encender las farolas de la ciudad. Por las ventanas se escuchaban los televisores y escapaban palabras sueltas de los vecinos.
La “servidumbre de paso” era un pasillo de un metro de ancho, flanqueado por pequeños focos que alumbraban, con no más de 30 watts, apenas una penumbra. Paredes lisas y sin pintar a los lados y, al fondo, una puerta de madera con un ventanal de vidrio con estilo a gajos que sirve para distorsionar más las figuras. Al adentrarse en ese pasillo, resultaba inevitable recordar esos años cuando, en sus tardes disponibles, Lira se adentraba en barrios desconocidos preguntando con la fotografía de la hermana en una mano y abrigando la esperanza ansiosa de que no hubiera muerto. Tras la puerta se dibujaba la silueta de una mujer que platicaba, la voz era jovial y se mezclaba con música popular. Esa voz le parecía conocida y, siguiendo el hilo de sus pensamientos, Rafael la relacionó con su hermana, y pensó que al crecer obtendría ese timbre y tonalidad. Él creía que fantaseaba,  pero se detuvo a un paso del umbral e intentó fisgonear para aclarar la presencia que encontraría tras la puerta. Ella platicaba con alguien y repetía: “es urgente, es muy urgente”. Pasaron pocos segundos y la silueta se alejó de prisa, Rafael tuvo la impresión de que ella había notado su presencia y le pareció embarazoso ser un fisgón. En el interior, de pronto la música también cesó y disminuyó la luz del otro lado de la puerta. Tocó y esperó. Acudieron unos pasos y le abrió un hombre bajito y moreno, con uniforme de cocinero, con un delantal manchado donde se limpiaba las manos. Saludó disculpándose por no dar la mano, y Rafael le mostró la postal. El hombre estaba al tanto de lo que debía entregar.
En la bodega de la cocina guardaban un maniquí, una fotografía y un croquis. El maniquí femenino solamente tenía el torso y su material era plástico ligero con una estructura hueca de alambrón. Sacó cargando el maniquí y antes de retirarse, preguntó al hombre que sitio era ese, y él respondió que la cocina de “La Nostalgia”, una cantina a la que se entra desde el otro lado, por una calle transitada y conocida.
—Es tradicional, es una excelente cantina; sirven una botana deliciosa, los chapulines enchilados son el plato principal.
—Esa misma.

Sigue la indagación en la cantina, y obtiene la idea del torso: la dureza, la suavidad y las canciones para los niños muertos
La idea de una mujer idéntica a su hermana atrás del cristal opaco le mantuvo inquieto y decidió usar el mismo recurso que seguía desde la infancia para exorcizar a ese fantasma: buscarla. Desde hacía años que no acudía al sitio y lo hizo en solitario. El salón principal de la cantina “La Nostalgia” estaba remodelado, con pintura nueva y una decoración acorde a lo que se supone son los charros mexicanos y el periodo de la Revolución Mexicana, con sarapes y cananas, fotos en sepia del Archivo Casasola, botellas de tequila, figuras de agave y temas prehispánico; en fin, un colage de nacionalidad decorando de piso a techo.
Al traspasar la puerta abatible, con un doble resorte para moverse en ambas direcciones (afuera o adentro), bastó un instante para que un empresario del ramo lo reconociera e invitara a su mesa. En principio, pretendía aislarse, pero no era un objetivo importante, y aceptó un brindis con el camionero, quien platicaba de deportes, pero Rafael buscó desviar la plática:
—Antes este sitio era diferente. ¿Cambió de dueño? —Preguntó Rafael, mientras sonreía.
—Cambió, pero no ha pasado mucho. Quizá un par de añitos.
—¿Conoces a los dueños?
—Un anciano, pero quien manda ahora es su hija. Llenita, la mujer, pero de buenas carnes. A veces viene y es atenta —Respondió Austreberto Hernández—, si aparece te la presentaré.
—Pues, gracias.
—Pero tu visita es oportuna. A la media noche tengo un cargamento y se reportó enfermo mi chofer. ¿Estás desocupado?
—¿Cuándo y a qué hora es tu cargamento? —respondió Rafael, quien en ocasiones conducía camiones de otros dueños, práctica normal en un negocio de altibajos—, porque tengo trabajo la mayor parte de la semana.
—Dentro de cuatro horas, luego de la medianoche.
—Si no me requieren en la empresa, lo haré, pero cobro doble.
—¿Cuánto más?
—Ja. No es cierto. Eres amigo —lo decía por cortesía, eran conocidos ocasionales del negocio, ésta era la primera vez que departían en una mesa—, te cobro lo mismo de un viaje normal.
—Entonces brindemos.
En tres horas, Austreberto mostró su generosidad con el licor y su falta de responsabilidad en cuanto al uso de unidades: el reglamento de tránsito prohíbe beber para conducir. El convidar es un acto de complicidad y casi de soborno. Invitó licor regional e insistía que el mezcal con hierba santa de Nochistlán era mejor que el ingrediente de la damiana para restablecer la virilidad agobiada. Sirvió unas pequeñas copas.
Desde la mesa donde departían, se alcanzaba a mirar una puerta de servicio en dirección de la cocina, que en la parte superior tenía una ventanilla cuadrada. En varias ocasiones a Rafael le pareció que un perfil de mujer transitaba tras esa puerta; el paso fugaz no permitía precisar, aunque sintió que se parecía a quien buscaba.
Cuando vació su copa, Rafael se levantó de la mesa:
—Voy a arreglarme al departamento antes de trabajar. Paso por el camión a su bodega. ¿Cuánto es de mi parte?
—En esta ocasión yo invito.

En la calle el aire fresco avivó el efecto del mezcal. Mientras recorría las viejas aceras de la ciudad, en un rincón del alma se sentía eufórico, pues crecía la fantasía sobre su hermana. Quizá resultaría ser la administradora o cocinera de La Nostalgia. Si no se encontró el cuerpo de la niña en el accidente aéreo, cabía la posibilidad de que ella nunca se hubiera subido en el vuelo fatal o que hubiera sobrevivido y la rescatara algún campesino silencioso. Durante años luchó entre la resignación y su ilusión de volverla a ver. ¿En qué persona se hubiera convertido ella? ¿Por qué nunca buscó a sus hermanos? Pensó en una película donde la protagonista pierde la memoria en un accidente de tránsito y la confunden pues creen que es otra persona. La protagonista termina creyendo en esa nueva personalidad, hasta que surge un final feliz. Quizá era una expectativa inmadura, pero, al menos, en su escultura recuperaría algo de la hermana perdida, y se sintió inspirado y atinado cuando pensó: “En el torso estará el elemento de su esencia, creo que si mezclo la ruda fuerza de los trazos de Miguel Ángel con la fluidez cálida de un Bernini, en su genial representación del Rapto de Dafne, conjuntado con la tristeza de las melodías Por los Niños Muertos de Mahler. La dificultad está en la unidad entre la fluidez de la música con la fuerza de una fuga, revestida de metal. Porque esta obra es metal, arriba de todo, pero con la versatilidad para asomar un nivel inferior que muestra otra cosa. Una capa que mantiene el latido de parte anterior es la clave para la representación que busco. El torso necesita la suavidad del mármol de Bernini, con una capa interior de la dureza del mármol de Miguel Ángel. La dureza corresponde a la sobrevivencia, al impuso para escapar ante la muerte que nos persigue implacable. La suavidad es la firma del lado femenino, más terso que un suspiro. Y el conjunto queda tocado por una tristeza que escapa a lo irremediable, creyendo que ha sucedido lo irremediable, como la agonía que transmite Mahler, y ¿qué mayor agonía que observar a un niño muerto? Las posibilidades infinitas de una infancia arrancadas de un tajo y el telón oscuro de una eternidad frustrada cayendo. Pero ese ingrediente fúnebre no puede dominar al torso, sino que debe dominar la vitalidad que ha superado la desgracia, la más profunda de las desgracias.”

Otra visión del velo de Isis
En el camino, al subir una ladera de la sierra, Rafael empezó a encontrar niebla. Las nubes descendían en esas montañas conforme bajaba la temperatura. Era una noche fresca y sin luna. De tramo en tramo, los faros atravesaban varios metros de éter blanco donde Rafael bajaba la velocidad al mínimo. De súbito los tramos con neblina se vuelven más densos y casi impenetrables a la vista, los conductores poco acostumbrados evitan esas rutas nocturnas por su peligrosidad. Servía haber recorrido ese camino varias veces para anticipar las curvas y las pendientes. El camino estaba más solitario que de costumbre, entre las escarpadas curvas no surgía ningún vehículo en contraflujo. El asfalto sólo permitía una unidad en cada carril, y cuando las curvas eran más estrechas se miraba un precipicio por la ventanilla izquierda y, por el lado opuesto, el farallón arrancado a la montaña. Entre las laderas pequeños arroyos indicaban que había llovido la noche anterior.
La densidad de la niebla crecía o se disipaba en cada tramo, mientras la pendiente seguía ascendiendo. El camión marchaba de manera perfecta, pero el viaje se sentía lento y cansado por el ascenso sinuoso. Tras la barrera de niebla Rafael observó a lo lejos unos relámpagos y, luego de unos segundos, el sonido acompañado de un ligero eco. Algunos tramos de carretera desdibujaban sus rayas pintadas y eso hacía difícil el conducir. La combinación episódica de ausencia de rayas en el piso con bloques de nubes compactas inutilizaba el servicio de los grandes faros del camión y el panorama frontal casi desaparecía por completo, para luego regresar a ritmo lento. Tras un banco de bruma regresó la oscura claridad de la noche y de nuevo algo de niebla, pero después de una curva, Rafael sintió que debía detenerse de manera súbita y así lo hizo. Luego del alto total encendió las lucecillas intermitentes por si viniera algún vehículo atrás, lo cual parecía improbable. En alto total observó la niebla de enfrente hasta que un viento la disipó y vio con claridad que la mitad de la carretera se había derrumbado.
Pensó: “Adiviné que debía detenerme.” En ese instante no se asombró, luego al recordarlo se estremecía a descubrir que eso era un prodigio que le salvaba la vida. Y bajó con calma para colocar unas señales reflejantes antes del derrumbe.
El frío refrescante de la intemperie le sentó bien y respiró hondo el aire cargado de aromas de pino y tierra mojada. Con una pequeña linterna observó el filo del desfiladero y percibió el vacío. Nunca antes le había interesado el vacío, como hondonada oscura y receptáculo que jalara hacia algún sitio. Observó la parte más profunda del desfiladero, donde no existía ninguna luz y, sin embargo, no era terrible. Miró hacia arriba el cielo sin luna y entre los espacios estelares le parecía que otra profundidad se comunicaba con la tierra. El sentimiento de pequeñez lo atenazó entre dos extremos, como dos pinzas, una saliendo del abismo terrestre y otra acudiendo desde la esfera celeste. Comprendió por qué la mayoría de la gente no se interesa en el infinito: la comparación nos podría aniquilar; mientras mayor sea la escala, nuestra vida queda más relativizada. El sentimiento de pequeñez se volvió tristeza y regresó a la cabina del camión, donde un chofer es el mandamás indiscutible, el volante no rezonga y el acelerador obedece; uno está protegido de las inclemencias y se mira hacia abajo a los peatones o a los automóviles. Pero qué pequeño es el más grande vehículo carguero comparado contra las dos pupilas oscuras de la inmensidad. Y Rafael pensó en los sacerdotes egipcios, sentados a la orilla del desierto, venerando a Isis, la que sostiene el secreto de la vida y la muerte, mirándolos desde el infinito. Quizá a ellos, los hierofantes del Nilo, su diosa Isis les mostraba mediante las noches sin luna un seño dulce pero inexpugnable y el manto estrellado seguía siendo su velo. Rafael Lira recordó que la diosa desposó a su hermano, nada escandaloso para los dioses antiguos, pero Osiris fue muerto y descuartizado por Seth, el dios del desierto envidioso. Ella desconsolada usó su magia para descubrir cada fragmento de su amado Osiris y reintegrarlo formando una momia. En alguna parte, Lira leyó que las estrellas eran los ojos de Isis cuando lloraba, divididos en millones de granos; pero ahora poseía una imagen distinta, pues parecía más impresionante esa pupila negra y sin reflejos, que le recordaba a un infinito rodeado de una fortaleza todavía mayor. El de la diosa era el amor que atraviesa la muerte, por eso sus sacerdotes le eran tan fieles. ¿Cuál era el sitio de Rafael en esa escala infinita tendida entre un abismo y el cielo oscuro? Ninguna frase le servía para responder. Al lado de su ventanilla se dibujó otro relámpago que iluminó la frontera del horizonte: entre el manto de estrellas y lejanas montañas. Esa era una respuesta que buscaba Rafael: recostado entre montañas y estrellas, cada quien posee un breve segundo para descifra su fragmento de universo.
Salió del ensimismamiento, aún impresionado por esas inmensidades, prefirió volver a poner los pies en sus asuntos y marcó repetidas veces el teléfono. Insistió sin parar hasta conseguir la llamada con el servicio administrativo de carreteras para avisar del riesgo en ese sitio. Luego de algunas explicaciones y datos precisos de localización, calculó que el acotamiento mantenía espacio suficiente para pasar su camión. Arrancó con suavidad y avanzó hacia el costado derecho para librarse del vacío.

Un miércoles de descanso: la ley y el hielo de la seriedad
El timbrado lo despertó: era del encargado de correspondencia.
Era lento abrir los ojos en un día de descanso y aún sentía arenillas.
Recibió un pequeño bulto que enviaba el decano.
Rompió el papel de estraza de la envoltura y encontró una tarjeta postal, acompañando a un libro de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. La postal mostraba una fotografía de una monumental columna dedicada a la victoria, conocida como el Ángel de la Independencia. En el dorso una breve explicación: “Estimado Rafael Lira: Cada cual encuentra su ley suprema; los pueblos luego de sangrientas revueltas dan a unos pocos el privilegio de establecer su ley. El artista tiene la fortuna de elegir libremente cuál es su ley verdadera, y una vez descubierta la sigue con fervor. ¿Usted ya descubrió la suya? Atentamente y la firma.”
En los diversos cursos que recibió a ningún maestro le había mostrado una conexión entre el arte y el derecho. Se sentó ante la pequeña mesa de madera utilizada para comer y hojeó la Constitución como si fuese un tratado clásico de perspectiva o un libreto de teoría del color. Mientras saltaba de un artículo legal a otro, imaginaba algún rótulo para mezclar la profesión artística con la ley. Pensó lemas curiosos: el poeta constitucionalista; el enamorado de los artículos de ley; legalidad renacentista y barroca; decreto ley para imponer de manera definitiva el gusto culto y refinado; declaración de independencia de la nación estética… Regresó hacia el principio: “Artículo 1°.- En los Estados Unidos Mexicanos todo individuo gozará de las garantías que otorga esta Constitución, las cuales no podrán restringirse ni suspenderse, sino…” Pero ¿qué garantiza el arte y la creación? Con los siglos son los especialistas, quienes dictaminan sobre el pasado; en lo inmediato es el público aceptando o rechazando, pero hay en el fondo un mercado de arte, que encumbra a las obras que dejan ganancias. Claro, bajo esa generalidad se esconden muchos casos, incluso malos entendidos y situaciones turbias en la fortuna del artista. Tenemos el caso extremo, del artista supremo, como Vincent Van Gogh o Franz Kafka quienes son tan portentosos que su época los rechaza casi de modo unánime. De cualquier modo, Vincent, el holandés siguió su propia ley interna; resulta un ejemplo perfecto del artista obsesivo y que no acepta las reglas del mundo, sino que propone su nueva ley con su estética impresionista. Apartado de cualquier persona en sus momentos más críticos, tan separado como el más terrible criminal confinado en una celda solitaria, ese pintor quedaba arrinconado en un ostracismo extremo y la única cuerda que lo ataba al universo era su hermano Theo.
Rafael Lira continuó con el artículo 1º y le resultó evidente la conexión: “Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género… o cualquier otra…” En este aspecto le pareció que los artistas, y más todavía los geniales no estaban incluidos en esa defensa contra la discriminación, repasó otros motivos prohibidos como “la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias, el estado civil” y se dio cuenta que ningún tema incluía las excepciones de un talento excesivo. Sabía que el asunto de las expresiones sexuales era el motivo del término “preferencias”, que debido a la presión de la derecha en el gobierno no se había logrado colocar la frase explícita. Si ya estaba avanzando una no discriminación por motivos de sexualidad, ¿se defendía el exceso de sensibilidad artística? La súper sensibilidad del artista ha sido el motivo de su discriminación en el pasado y lo sigue siendo en el presente. Sin embargo, el enfoque no sería lamentarse, sino plasmar la ley interior suprema del artista, mas no del artista genérico, no la de Kafka o Dostoievsky, de Rodin o Gauguin, de Rivera u Orozco; requería descubrir su propia ley. No buscaba una ley formal y con clausulados sino las reglas verdaderas de su sensibilidad y su expresión. La ley del arte no podía copiar la legal, pero sí resultaba una metáfora, un modo de entender. Al menos, un artículo constitucional debería quedar integrado en su tesis. Sin embargo, la ley simple y seca, como código de leyes posee un aire frío, como la ventisca invernal que congela una delgada capa del lago hasta convertirla en hielo firme. Esa frialdad era una clave, pues el trabajo de los metales en la dura fragua utiliza el choque contra el agua, representante de su opuesto. Convertiría un fragmento de la ley en un bloque de hielo que alimentara la seriedad de su creación. La seriedad casi siempre mata al arte, pero no a todos los géneros artísticos; algunos clásicos ofrecieron un estilo de seriedad, la cual se debe entender como la imposibilidad de otra alternativa, y en ese sentido, esa seriedad es expresión de lo perfecto.
Rafael descubrió la nueva pieza para fabricar, pero quedaba pendiente su ley interna, habría que encontrarla.

El dueño
Un señor con abrigo largo y gris de lana, al estilo del brumoso Londres, entraba por la puerta principal. Abrió con su propia llave y no había opciones. Saludó con una sonrisa tímida y cuestionó:
—Buenos días, ¿es usted? —preguntó el desconocido con una pausa de silencio por desconfianza y pena al dirigirse a Rafael sin ser presentados— disculpe, joven.
—Soy Rafael Lira y usted debe ser el dueño, siempre de viaje.
El visitante y dueño sonrió con alivio, pues con tantas noticias de inseguridad, la gente se vuelve temerosa como primer reflejo. El visitante extendió la mano y se aproximó:
—Ramón Robles. Es un gusto —dijo mientras extendía la mano—. Casi no vengo, he estado viviendo fuera. Vengo unos días a arreglar asuntos legales y a descansar de tantos viajes. Si es posible me gustaría que me visitara en unos días; después, porque de momento mi casa ha de estar bastante empolvada —y dijo casa, para referirse a su departamento.
Y anticipando una dificultad, Rafael adelantó:
—Espero no ser ruidoso, estoy trabajando algunas noches.
—Si causa molestias le diré, pero estaré poco. Ahh, claro, mi pared es la contigua. Sí, sí, no se preocupe por el momento. Será poco lo que estaré en la ciudad.
Cuando se alejó Rafael memorizó sus facciones tristes y agotadas, alejándose con un juego mental que sentía le serviría mucho. El juego era sencillo, tomaba una ligera impresión de una persona, y la elaboraba, buscando las causas que relacionan una mirada con su existencia remota. Por distraerse algunos juegan a esa adivinanza y luego la olvidan, pero lo interesante viene después, cuando se comprueba si una mirada en efecto denota la tristeza desde la infancia, la juventud o por un evento reciente. En este caso, Rafael conjeturó: el dueño sufría de una intensa tristeza de la edad madura, una pérdida irreparable y un abandono creciente; las facilidades materiales de una situación cómoda, en lugar de darle satisfacciones lo están hundiendo en una nada de indiferencia; poco a poco la biografía del dueño se está vaciando. Rafael sintió tristeza pero siguió con sus observaciones mentales y las recordó hasta definir su pronóstico para poner a prueba su sagacidad ante la primera impresión.

El bloque frío de la ley y el metal blanco
Al mediodía comenzó la brega con los metales. Había recibido un polvo de aluminio que al contacto con el solvente generaba un líquido semejante al mercurio, pero al agregarle un coagulante se tornaba pastoso. La mezcla recibía la consistencia de pasta que se manejaba con espátula y servía para moldear, como si fuera una figura de plastilina. Esa textura brillante era perfecta para armar el frío bloque de la ley, el cual servía para una base del torso, como si fuera un segundo pedestal que indicara un equilibrio cúbico, de una seriedad que no será posible cuestionar en ningún momento. El aluminio moldeable todavía necesitaba un acabado más blanco, como si la nieve de las montañas se hubiera depositado en finos copos, pero era blancura en una capa superior, que reflejara más brillantez. Los colores blancos que poseía no resultaban suficientes para ese efecto.
Rafael llamó por teléfono al maestro Mazanelli, quien le recomendó fabricar una mezcla de alumbre con base de aceites. Rafael batalló la tarde entera buscando conseguir una mezcla adecuada, pues la sustancia del alumbre hacía grumos y no se mezclaba con suavidad sobre el metal. El atardecer siguió avanzando y luego Rafael miró que faltaba poco para la medianoche; sintió que había olvidado comer y la opción sería encargar una pizza a domicilio, pues ese era el único servicio de comida accesible. Siguió laborando sin distracciones hasta que recibió la pizza y sin notarlo la devoró. La comida lo reanimó y decidió pasar la noche en vela, lo cual era ordinario en su trabajo. Sintió que estando resuelta la estructura del bloque debía avanzar con el torso de manera sencilla, pues el material para recubrimientos metálicos estaba preparado desde antes.
Dejó secando una última prueba de blanco sobre el bloque de textura en aluminio hielo, para dedicarse al torso del maniquí. La operación de una aplicación de capa de metal parecía sencilla, pero el fondo de fortaleza que buscaba lo mantenía preocupado. ¿Cómo mantener un fondo de fuerza al estilo Miguel Ángel Buonarroti? Lo más viable sería utilizar hierro de alta calidad vertido en un molde de esponja; por un lado necesitaba de una materia hueca para no sobrecargar el centro de la figura con un peso excesivo, y la terminación debía acabar en un gris rasposo, para señalar una fuerza orgánica cual emanación terrestre, proveniente de la solidificación de un volcán. Esas esponjas de hierro tendrían una posición interior y dos lados, ocupando el espacio entre los omóplatos y los pulmones, para dar la idea de un sostenimiento mediante la rudeza volcánica de la tierra. Empezó el desarrollo del molde para las esponjas interiores, pero no lo pudo terminar, pues requería de un taladro y no eran horas para conseguirse uno.
El torso que recibió en la bodega, Rafael lo había sustituido por uno distinto.
De acuerdo a “mi ley interior —se dijo— este es un acrílico rígido, capaz de soportar el barniz metálico y engarzarse con dureza con las demás piezas metálicas.”
A Rafael Lira le pareció que así se podría vislumbrar una composición de vidrio y metal, sin el riesgo del cristal quebradizo. Sin embargo, el plástico es voluble ante las altas temperaturas, así que los procesos de fundido y soldadura deberían hacerse por aparte, de tal modo que se unieran las piezas de metal de un modo distinto al eje de plástico.
Empezó las pruebas de metalización del torso con un suave líquido de color entre dorado y cobrizo. El balance entre el brillo amarillo y el rojizo que implicaba esta mezcla no lo dejó del todo satisfecho, quizá la luz artificial no resultaba convincente para su evaluación, también necesitaba contrastar su color con la luz del día. Rafael detuvo la prueba cuando cantaba el gallo del amanecer y se durmió con un ánimo de frustración.

De miel y mar cristalizó abundante cabellera metálica bajando sobre la sien
Obtener una cabellera creíble con metal no resulta tarea sencilla. El aglomerado metálico infunde fuerza y solidez, pero no favorece la desparramada suavidad del cabello. La opción más evidente de juntar finos alambres en manojos uniformes ha demostrado su falla a lo largo de siglos; así que las nuevas técnicas ofrecen alternativas. Rafael experimentó la opción denominada el “juego del fideo”, donde se imita el modo de elaboración del espagueti, con una masa pre-metálica, la cual se va espolvoreando, mientras se hace la división de la masa inicial. El aparentemente sencillo proceso que se inventó en China consiste en estirar y luego doblar sobre sí misma una pasta, en el proceso se le agrega un polvo fino para que no se reintegre lo separado; luego se vuelve a estirar y espolvorear. Con ese sencillo procedimiento repetido varias veces ocurre el milagro de la multiplicación, pues primero son dos, luego cuatro, luego ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho… En fin, en unos minutos se obtienen miles de fibras separadas, donde el límite lo marca la maleabilidad del material. Con  harina se obtiene un manojo de cientos de fideos, y con una preparación de un polímero como miel y espuma marina, unido con micro metales resultarían decenas de miles de hilos en un rápido proceso. Un artista no manipula alimentos sino con apariencias que se convierten en verdad; el objetivo de Rafael Lira era logar grupos bruñidos y sedosos de filamentos con un brillo de metal. De nuevo el problema de la mezcla entre los contrarios —los plásticos derivados de la miel contra los metales más ligeros— resultaba problemática. Docenas de pruebas fallidas atestaban los basureros, hasta que el sol estaba en el ocaso y una luz anaranjada se asomaba por la ventana. Los inciensos habían perfumado el taller con dulce sándalo y música de Mozart se esparcía en el aire, volviendo dulces las horas perdidas. Al cabo de esa tarde, el preparado meloso parecía más consistente, no era quebradizo y empezó un nuevo intento. Estirar, doblar y esparcir polvo metálico, una y otra vez hasta lograr su separación en miles de fibras. Al final, obtuvo lo que buscaba: mechones de una abundante cabellera metálica para colocarse sobre la sien.
Cansado pero satisfecho Rafael recordó un viaje infantil a la playa. Era el primer recuerdo del mar, parado frente a la playa: esa línea que nos separa del reino acuático. Las olas se acercaban y alejaban, y ese ambiente le parecía extraño al niño pero le encantaba. Dentro de esa masa móvil e inquieta el murmullo marino lo atraía; ese sonido discreto y seductor lo llamaba, hubiera querido meterse al mar desde esa primera vez pero la mano de su padre se lo impidió.
Un recuerdo del ancho mar en el pelo: ese era su objetivo. Parecía que lo lograba, además con el detalle solar escondido en la miel; así, obtenía una cabellera tan ondulante y marina como reflejante en oro, es decir, una textura tan acuática como solar, quizá debía denominarla irisada.

Una gota salpicada con el sol de ocaso completó el bruñido de los ojos, una chispa sobre la insondable oscuridad de la pupila
A pesar de que Rafael ya había decidido velar la mirada con un tenue aluminio, ésta debía vislumbrase bajo condiciones de iluminación ligera según la técnica de Mazanelli. Por lo mismo, la convicción de oscuridad en las pupilas se traducía en dificultad adicional. Unas pupilas negras y, al mismo tiempo, relucientes, se lograban mediante bruñidos paulatinos, que imitaban el color de la obsidiana. Ésta es un cristal negro que se obtiene de las erupciones volcánicas, que cristalizan en pedregales de lava; pero en ocasiones hay variaciones interesantes de obsidiana con tonos grises, verdes y de chispas doradas. La obsidiana de chispas doradas es muy apreciada para confeccionar artesanías y fácil de conseguir. Rafael utilizó círculos de obsidiana brillante como testigo para la calidad que deseaba obtener de metales bruñidos. 
Tras varios días de pruebas, el reflejo de los ojos colocados tras el velo metálico no le resultaba satisfactorio, pues buscaba un doble efecto contrapuesto. De un lado, la profundidad oscura que descubrió en esa noche, tenso entre el abismo terrestre y el nocturno, y del otro lado, una calidez brillante, esa de miradas que emiten dulzura y el anuncio del amor definitivo. Después de muchas comparaciones empezó a utilizar una combinación híbrida, sobreponiendo unas chispas doradas sobre el fondo negro de la pupila. Al principio, supuso que el recurso era un truco simple, fácil de descubrir por la observación atenta y que desmerecía la composición completa, pero no fue así. El éxito dependía de colocar una chispa de sentido solar, como si fluyera una inspiración desde los ojos atrás del velo. En ese punto, una combinación semejante a la definida para el pelo sirvió para el propósito.

La trama del dueño
Rafael recibió el recado del dueño para una visita a las cinco de la tarde. Para Rafael Lira sus objetivos serían alegar sus penurias económicas de trabajador y estudiante, además de evaluar su primera impresión.
La disposición física era idéntica a su propio departamento, pero poblado de sillones, mesitas, libreritos y vitrinas de madera laqueada con apariencia antigua. Adornos y mantelitos sobre las mesitas y vitrinas. Las luces tenues y las cortinas cerradas daban un ambiente ligeramente melancólico, tras el cual una vieja tornamesa reproducía los romances de Agustín Lara. En las paredes descansaban cuadros de paisajes y flores con molduras doradas. Sin duda esa decoración no la había hecho el dueño, sino una mujer dedicada al hogar.
—Disculpe que lo haya invitado. Con seguridad es usted un joven muy ocupado, me lo ha dicho la señora; dice que usted trabaja noches enteras, que va y viene, y también sus estudios son pesados.
—No soy tan joven. Para los demás alumnos soy un anciano. Je.
—Mis hijos son más grandes que usted, y no me pregunte de edad, porque espero llegar a cumplir la edad que represento. —Con la broma, Ramón sonrió— Y no me haga decir la edad; no sólo para las mujeres resulta penosa una confesión así.
—Prometo ser discreto —respondió Rafael—, en una boca cerrada no entran las moscas.
—Permítame que le muestre el departamento antes de sentarnos.
Y empezó a hablar de una vitrina del abuelo; del jarrón que compró con su mujer en China, cuando ellos estaban recién casados y los viajes a ese país resultaban difíciles. El visitante respondía con breves monosílabos para simular algún interés en esos objetos. En ese punto se detuvo, pues creyó que a Rafael ese tipo de temas familiares poco le interesaban. Así, que se apresuró para indicar que la disposición de los departamentos era idéntica, que la instalación eléctrica y de aguas se había renovado por completo hace pocos años, así que no debía haber fallas. Comentó el grosor de los muros y dijo que casi no escuchaba ruidos provenientes del área de Rafael.
Tomaron asiento:
—Pero ya hablé mucho, platíqueme de cómo la pasa— dijo, mientras servía el café— ¿cómo le asienta Oaxaca?
—Soy de aquí, aunque por mi aspecto algunos imaginan que soy extranjero. Ahora hay mucha inseguridad en la ciudad. Las noticias son tristes, así que casi no pongo los noticieros. ¿Qué información les llega en el extranjero?
—Pareciera que el país se está cayendo a pedazos. El Presidente Calderón golpeó el avispero del narcotráfico y no sabe qué hacer para taparlo. En mi infancia, juventud y madurez enteras no hubo tantos muertos y asesinatos como se reportan ahora en un mes, esto parece una guerra como en Irak. Ahora ya no es una curiosidad sino una necesidad esconder un arma en casa. ¿Sabe usted disparar?
—En realidad no, solamente lo hice en la feria. Cuando niño me bastaban los puños y, a lo mucho, una piedra para imponer respeto al contrincante más terrible.
—Yo he sido cazador, —y la voz sonó temblorosa— aunque ya hace mucho lo abandoné.
—Bueno, no sé disparar pero me considero un conocedor de los metales —dijo Rafael, buscando el punto de la empatía— por mis estudios de escultura, y espero poder dedicarme a eso.
—Vaya, qué interesante ese arte de los metales. Platíqueme  más por favor.
Y Rafael se explayó un rato sobre la técnica de la escultura. Luego la conversación se dirigió hacia la familia:
—Nunca he sido casado y no quisiera.
—Qué extraña la nueva generación, un hombre no puede vivir sin una mujer a su lado, a menos que sea ya viejo. En la vejez nos acostumbramos a comer sin dientes y a dormir sin esposa.
—No es indispensable una mujer en la casa.
—No me diga que a usted le gustan… —con la discreción de una generación pasada, Ramón no se atrevió a decir, “los hombres”, pero era obvio— Usted me entiende.
—Para nada, já, lo que evito es la estabilidad, ellas siempre quieren casarse y tener hijos, aunque no lo digan. —En esto Rafael no era sincero, de hecho los niños le agradaban y la idea de hijos propios sólo estaba pospuesta— Pero, ¿y su esposa?
A partir de ese momento, el dueño empezó a relatar su historia de familia, explicando el fallecimiento de su esposa por el cáncer tras una larga agonía; que su único hijo radica en el extranjero y que estaba distanciado de él.
—Se alejó de manera definitiva, desde que murió mi señora.
—¿Cuál fue el motivo?
—Me recomendó a un amigo suyo que decía ser doctor. Ese estúpido que se decía doctor que ni lo era; ese irresponsable medicó de manera errónea a mi mujer. Le dio medicaciones equivocadas. Ya cuando era demasiado tarde, el Dr. Dorantes —y mencionó el apellido con lentitud y gravedad como un católico menciona al santo Papa— me abrió los ojos. La hospitalizamos, estuvo en terapia intensiva pero todo fue inútil.
—¿No era médico?
—Debieron quitarle la licencia al estúpido. El Dr. Dorantes me lo aclaró todo, y él era jefe de la especialidad en el hospital, debieron operar antes, no dejarla para una quimioterapia  experimental. Recuerdo cómo ella se lamentaba y le dolía. Ese maldito medicamento la mató tanto como el cáncer. La debiste ver: ¡cómo se marchitaba! No era de creerse, la piel se volvió un pergamino, las cuencas de los ojos se hundieron, la piel se volvió flácida. Le reclamé a Rolando.
—¿Al doctor?
—No, a mi hijo y se puso furioso. Defendió a su recomendado como una fiera, hasta nos fuimos a las manos. Se atrevió a levantarme la mano. Al menos ya no vivía conmigo, pero lo eché del departamento que era mío. Aunque su madre agónica quería perdonarlo. Ya sabes cómo son las mujeres, quieren perdonar a los hijos por cualquier cosa.
Tras esa confidencia, Lira comprobó que su primera impresión era bastante acertada.

La fragua: los elementos opuestos
Rafael recibió una fragua usada aunque en perfectas condiciones. Colocada en una orilla discreta, con una gran campana para sacar los humos del proceso, el conjunto no llamaba la atención. De este artefacto cada uno de sus elementos es tradicional y por sí mismo se encuentra en otros ámbitos, y el único artificio notorio es un fuelle para el aire. La parte donde se coloca el carbón al rojo vivo es un simple recipiente refractario, cubierto de ladrillos pardos; al lado el cubo de agua helada, y al centro, del escenario un yunque sólido, junto a un pedestal para colocar moldes y un recipiente resistente a altas temperaturas. El recipiente, a pesar de ser gris y discreto, resulta una pieza clave para fundir el metal al rojo vivo y transportarlo ya fundido para vaciarlo en un molde.
La labor más extraña se desempeña con el yunque y el martillo, motivando casi un arte de lucha feroz entre elementos contrarios. A partir de una simple varilla de puro metal se logra el templado mediante el calentamiento, golpeteo y enfriamiento, lo cual infunde una vitalidad inusitada al oscuro metal. Así, se elaboraron las espadas cantarinas de las Cruzadas y las katanas de los honorables samuráis. Por mero ejercicio académico, Rafael aceptó el reto de elaborar una espada, ya que no formaba parte del proyecto de tesis. El proceso  aparenta ser sencillo y se centra en unos cuantos principios pero su cumplimiento es todo un desafío. Resulta inconcebible el mirar una varilla oscura de metal burdo y duro que se convertirá en una espada, tan fina como resistente. El golpeteo es guerra privada, descarga de rencores y esperanzas, pues sin martillazos cargados de ímpetu las partículas microscópicas de carbón no se integran en el metal y el prodigio no sucede. A cada golpe de martillo responde con un contragolpe (eco terrestre del yunque), y el brazo padece la hostil sensación de que una fuerza irresistible de ataque se ha encontrado con su Némesis, deteniéndole de modo definitivo. Cada esfuerzo debe regresar al mismo encuentro hostil provocando cansancio y hasta desesperación.
El caldero de carbón y las chispas hirvientes son otro obstáculo, unido al humo y hollín que se desprende de modo continuo. El fuelle debe avivar el carbón más allá de lo ordinario, presionando sobre los confines de la materia dura para preparar el continuo golpeteo. Pero el hierro no es una naturaleza sencilla; a cada paso debe volver sobre sus huellas, y exige ser enfriado en agua, la cual hierve y chilla, en un mínimo testimonio del odio entre los elementos contrarios. Simplemente, colocarse de pié junto a la fragua ardiente y humeante, para blandir un pesado marro, desanima a más de un valiente y fatiga al más robusto. Luego exige el esfuerzo físico, que requiere un ritmo continuo; detener la operación inútilmente anula el resultado. El metal en proceso no descansa de modo arbitrario, pues detener el fraguado frustraría el objetivo. En la fase final, el golpeteo poderosos también debe ser fino, pues la hoja delgada de la espada debe seguirse rebajando, pero sin volverse una colección de abolladuras; ahí el perfecto control de la mano es más exigido, justo cuando el cansancio hace estragos.
Rafael intentó forjar una espada con el método tradicional unas cuarenta veces antes de lograr cualquier resultado satisfactorio. Desde entonces le dio más valor a los humildes cuchillos, esos parientes pobres de la espada aristocrática.
En la fase final, abordó los procesos de pulido fino, que son tan agotadores como el templado con agua y fuego, pero poniendo en juego una modalidad distinta de trabajo, cuando se repite un movimiento desgastante, simple presión modulada sobre el rígido metal platinado. Al final de cuarenta intentos fracasados, Rafael obtuvo una hoja perfecta que cantaba al cortar el aire y observó con satisfacción la finura del filo. Y acercó la mirada para ver su espada terminada, ante el detalle del filo se admiró y pensó: “No hay espada sin filo, el filo es su secreto.”

Un arma: el desierto, la complejidad de los útiles
Al mediodía tocaron a su puerta y, en cuanto Rafael abrió, el dueño sacó del cinturón una pistola de escuadra sin decir palabra, y la levantó sosteniéndola hacia lo alto. El movimiento rápido del arma causó un vuelco al corazón de Rafael quien saltó dos pasos hacia atrás y tropezó con una silla, aunque no cayó por completo, pues se detuvo con la mesa. El eco de la madera estrujada se perdió por el pasillo.
—Perdóneme si lo asusté, se la traje de regalo —señaló hacia la pistola, mientras esbozaba una sonrisa entre arrepentimiento y diversión—. Discúlpeme, debí avisarle antes. ¿Está bien?
—No ha sido nada.
Ya Rafael enderezaba el cuerpo y se quitaba el polvo imaginario que proviene del estruendo.
—Es que tuve una gran preocupación al ver el noticiero de anoche, pues dijeron que hubo una balacera aquí cerca, que unos mafiosos atacaron a la policía a plena luz del día. ¿Usted supo algo de eso?
—No, casi no escucho noticias y no tengo televisor.
—Es importante enterarse.
—Pero entre tanto trabajo y con mi tesis en avance, casi no hay ocasión. Regalé la televisión y estoy acostumbrado al radio, pero prefiero música, casi nada de pláticas por la radio. No me interesa nada de eso —ante una mueca de asombro de Ramón, entonces Rafael moderó su comentario— y no es que sea indiferente, siempre es bueno saber. Pásele y dígame ¿qué sucedió?
Luego de algunas explicaciones Ramón depositó la pistola y le afirmó que un ciudadano tiene derecho constitucional a poseer armas en su domicilio, aunque existen limitaciones pues se mete en problemas si las saca del sitio. Le recomendó registrarla en una oficina militar y entregar una factura, que él por algún lado había guardado, pero olvidó llevársela en ese momento.
Luego, de súbito, Ramón recordó un compromiso con el único amigo que tenía en la ciudad y se despidió sin más comentarios.
Rafael contempló con detenimiento el arma, la sopesó y observó sus tonos. ¿Por qué convención estética los rifles y pistolas no utilizan colores llamativos? La preferencia es por tonos oscuros o negros, además de texturas de plata y oro; por excepción algunas con cacha nacarada y, todavía hay más exóticas, con incrustaciones cursis en brillantes. Esa alianza de las armas con tonos y texturas, de preferencia lisas, ya sean mates o brillantes, lo intrigó. Y sirvió de idea para una próxima postal, donde indicó: “¿El color de un arma podría representar un metal de nobleza o sólo invoca el abismo de la guerra y el crimen?”
Con sorprendente celeridad obtuvo respuesta. Unas horas más tarde Rafael recibió un paquete pequeño junto a una tarjeta diciendo: “La vida se levanta sobre la materia; la paz, sobre el miedo. Esta existencia es un perpetuo cruce de caminos. ¿El prócer utilizará un fusil diferente al del oscuro sicario? ¿Un gatillo bendito durante la batalla de la libertad se negará a funcionar en manos de un bandido? El artista es como el dromedario abnegado, que atraviesa el mortal desierto y sobrevive en espíritu. PD: Frumencio está enfermo, si puedes visítalo. Atte: Pilar.” En la fotografía adosada a esa tarjeta un desierto rojo descansaba su sueño eterno, y un único retoño pequeño y verde marcado con un letrerito impreso con la palabra “sobrevivir”. En el paquete que recibió encontró dos balas, una compacta y torcida, la otra nueva.

El espacio vacío perfecto: semicírculo de Eiffel
Días después, la escultura estaba avanzada cuando Rafael recibió unas indicaciones sutiles y oportunas. En la tarjeta sonreía la torre Eiffel, con su típica figura en una fotografía blanco y negro. La anotación en el reverso indicaba: “Una edificación modernista y exitosa dependió del cálculo de los espacios vacíos. El vacío perfecto es el secreto compañero de ese monumento. Anexo está un plano de la construcción de la torre, la página 121. Atte. Pilar.” Junto con la tarjeta postal llegó un cilindro de cartón con una copia de un plano y la indicación de una sección constructiva de la Eiffel. ¿Dónde lo usaría? Pensó unos instantes y se convenció: bajo el brazo estaba el sitio perfecto. En ese sitio quedaría marcado ese vacío correspondiente a una proporción áurea.
El brazo izquierdo había evolucionado en concepto hasta convertirse en un ala. La visión del ala, provino de unas plumas, atribuidas al legado de Benjamin Franklin. Eran plumas grandes de ave de las usadas antaño para escribir; las blancas provenían de pavos blancos y las negras de águilas. Un total de trece plumas, en número igual a una lista de virtudes que planteó el joven Benjamín Franklin y también a las trece colonias independentistas de Norteamérica. La imagen de esas plumas alineadas, una al lado de otra, y con sus diferentes tamaños le recordaron al ala desplegada. ¿Una estatua magnífica no pretende volar? La osadía y el lujo de una estatua, combinadas con acierto alcanzarían las cualidades del vuelo, y así lo muestra la Columna de la Independencia en la Ciudad de México. La mejor ilusión del metal es fantasear y aspirar al vuelo, convertirse en ligereza, incluso tan leve como nube. Imitar el vuelo es darle gusto a la mayor ambición del bronce.
La metalización de plumas resultó más sencilla de lo que parecía, dándoles tonos en blanco y negro como la expresión unida de fuerza y sutileza.


Visión tras el biombo
Cuando dueño pasó desde la tristeza hasta las advertencias suicidas y Rafael se alarmó.
Rafael procuraba alguna visita breve cuando podía y siempre encontraba desocupado a Ramón. Era evidente que el dueño no estaba haciendo nada con su vida.
Lira sabía que por procedimiento escolar las obras jamás debían mostrarse a nadie sin autorización de la escuela, pero no sería la primera vez que violaría un reglamento. Además ¿quién se enteraría de una pequeña visita? Solicitó discreción y lo llevó hasta el taller:
—Aquí paso mis noches de desvelo.
—Tienes muchas cosas para hacer. ¿Qué es eso?
—Un hornillo eléctrico, por eso pago tanto en la cuenta de luz. Atrás del biombo está lo más interesante.
— Y está hermoso el biombo. ¿Chino?
— Sí, mire su textura y los diseños.
—Me gustan las cosas chinas, pero a mi mujer no. Una vez quise comprar una mesa de laca china y no quiso.
—Vea los animales tan delicados. Es increíble cómo las culturas transmiten su estilo y lo mantienen durante siglos. En este caso, el biombo quita espacio pero sirve para separar la obra del resto del ambiente. Es importante separar las fases de la creación, marcar una distancia definida entre la fragua y el terminado. Pero, pase y acérquese.
El dueño dio un paso y recibió a plenitud la imagen, pero era como si pasara de un lugar en penumbras a uno iluminado en exceso y no podía enfocar la visión. De hecho, entrecerró los ojos, como si lo estuviese lastimando un efluvio luminoso, y luego puso la palma de la mano frente a la cara. Sin embargo, no había ninguna luz intensa, era el efecto mismo de la escultura.
Rafael lo miraba ansioso esperando la más mínima reacción de aprobación, pues no creía que existiera otra opción. La mirada de Ramón traslució perplejidad y un esfuerzo por adaptar la vista. Ansioso por obtener una opinión favorable, Rafael urgió:
—¿No es increíble?
—Es que no la puedo ver bien —se disculpó Ramón—, creo que falta un poco de luz.
—Ahorita le acerco una lámpara de pie, si gusta.
Rafael tenía un lámpara grande de pié en la orilla del cuarto, que servía para examinar algunas piezas. Cuando el artista puso la lámpara, Ramón siguió algo perplejo y rectificó su opinión:
—No sé por qué la he visto borrosa, no era falta de iluminación. Ya la miro un poco mejor, pero está complicada —lo dijo mientras sentía mareos, como si el piso se moviera bajo sus pies, pero procuró desestimar su malestar— y habrá que mirarla con calma.
—Le voy a explicar algunos detalles. Desde el pedestal existen aspectos interesantes, cada parte posee acabados diferentes y con motivos distintos. El metal parece arena en el pedestal.
—Sí, eso está bien. ¿Cómo se hace?
—Uno de los muchos secretos del maestro Mazanelli, que no me está dado el divulgar. —Rafael señaló con el dedo— ¿Observa arriba un cubo como hielo?
—Esa parte está maravillosa.
—¿Y qué le parece el velo sobre la cara? Para que lo aprecie, bien voy a reducir las luces.
Rafael puso manos a la obra, para que se notara, cómo a falta de reflejos el rostro perfecto trasluce atrás del velo.
Con la luz casi apagada, Ramón sintió el abismo de los ojos oscuros de Isis, así que desvió la mirada y se quejó:
—Disculpa, me estoy mareando y quisiera recostarme. Ya vez cómo salen los achaques con la edad. Pero está bonito, bonito y mucho —pues Ramón no encontró palabras para la extraña impresión que había recibido—, sí bonito.
Los artistas desprecian ese tipo de calificativo para sus obras, la palabra “bonito” les parece el sello de mentes ignorantes o insensibles. Aunque, Rafael no se ofendió, pues era previsible.
Por su parte, Ramón estaba temeroso pero disimuló; una punzada en el estómago le indicaba un miedo indefinido. ¿Qué temor despertaría una estatua a un adulto? Además del miedo estaba la perplejidad ¿Qué era esa figura? Lo más próximo en su mente era la esfinge egipcia, combinación de mujer y león. Al repensarlo descubrió que el brazo derecho semejaba al león, como una terminación en garra. Los acabados eran complejos y contrastantes colocados en una sola pieza: jamás hubiera imaginado que tantas texturas se reunieran en un cuerpo. Además, los efectos de un hielo metálico y un velo que desaparece con la oscuridad le resultaban sorprendentes. Volvió un miedo desvanecido mezclado con otro sentimiento y lo relacionó con los ojos de la estatua; con probabilidad debieron recordarle también algo triste, quizá la ausencia de la esposa. Mientras se recostaba para recuperarse de las impresiones, pensó: “Al menos es un joven talentoso, no está perdiendo su tiempo, como lo hago yo tan miserablemente.”

Urna vacía color rojo y oro numerada con el uno de setenta y dos
Después de tantos envíos tan estimulantes, —pensaba Rafael— me pareció extraño el recibir una urna vacía. Era una urna modernista con una ligera curva en su costado, como si dos líneas paralelas bailaran al unísono por un suave temblor; con la altura de un brazo y el ancho de la palma de la mano. Y el interior no parecía dotado de un espacio intencional y lleno de vacío (si vale la incongruencia), pues en otro envío recibí un espacio diseñado, de una belleza incuestionable. Porque en unas pocas ocasiones el vacío resulta un adorno, aditamento de la gran arquitectura como el espacio cristalino de un salón imperial o el de una plaza con perspectiva. Quizá se escondía un acertijo, pero sólo encontré una pista: la numeración indicando que esta era la pieza inicial de una serie de 72. En la cerámica de las grandes firmas europeas del siglo XIX sí se estiló anotar series en sus porcelanas más delicadas, pero esta pieza era de un barro duro, pesado como si fuera un stoneware, por eso no parecía pertenecer a una serie. Ya en el pasado recibí más de una entrega que no descifré en el primer encuentro, y fueron varias veladas pensando en la utilidad de una pluma blanca o la textura de un velo metálico.
Cada envío para terminar mi tesis artística poseía un reto y yo lo he justificado y descifrado. Los envíos casi siempre los relacionan con mi situación de estudiante irregular y tardío.

En la oficina de Pilar las dos caras de la moneda: la envidia
La asistente y mano derecha del decano, Pilar Monteagudo citó a Rafael Lira. La llamada era preocupada y urgente en un día de vacaciones escolares así que la academia estaba casi vacía. Al final de una serie de viejos edificios estaba la administración central. Pilar despachaba en un pequeño cubículo de madera, anexo a la gran oficina del decano Frumencio. Esa oficina solamente contaba con un pequeño escritorio, un archivero, dos sillas para recibir, el adorno de una reproducción de Las Meninas y un par de diplomas colgados en la pared.
Ella tenía una mirada febril y agua, sus ojos semejaban a un pájaro listo a escapar de un depredador, no era un gesto de miedo sino de nervios a borde de un enorme obstáculo. Sonreía y fumaba mucho, movía los brazos mientras explicaba y, de cuando en cuando, se mordía las uñas si le faltaba la palabra correcta.
—Me da muchísimo gusto que estés aquí, porque estoy preocupada por los cambios administrativos que vendrán y nos van a afectar.
—Viene una nueva dirección.
—Conoces poco de la naturaleza humana; en esta ocasión no es un simple cambio; una partida de burócratas conservadores quiere la cabeza de los innovadores; en especial, no soportan a Mazanelli.
Siguió explicando que los dimes y diretes llegaban a extremos absurdos, que los nuevos directores de área deseaban borrar “mala prácticas de la administración pasada”, como era el sistema de titulación por trabajos. Pensaban volver a sistema de largos exámenes de suficiencia, que eso de promover “Grandes Obras” de los alumnos salientes era alentar el ego de artistas inmaduros. Por su puesto ella ni el decano estaban de acuerdo.
El foco del encono se centraba en el maestro de escultura Mazanelli, pues tenía demasiada fama y la lengua larga. El nuevo director de recursos humanos lo estaba presionando para que renunciara.
Rafael Lira: —¿Cuál es el motivo para que le soliciten la renuncia?
—El motivo es claro —rugió Pilar—, es simple y no debería existir en este templo del saber y el arte, se llama “envidia”.
Ella siguió dando comentarios y explicaciones. El joven escultor se mostró preocupado:
—¿Y mi obra?
—Te seguiremos apoyando en lo posible, pero lo mejor será terminarla lo más pronto. Date prisa y no te tomes tu tiempo. Tu obra ya debe estar casi lista. Esto significa que se terminó el intercambio de postales.
—¿Hay un plazo perentorio?
—De ninguna manera, pero apúrate que la envidia es como el vino también madura en cavas ocultas del alma.


Remodelar al lado
Rafael Lira escuchó agitación de ruido avanzando por los pasillos. Se asomó y vio el paso de unos pintores de brocha gorda moviendo una escalera de aluminio que sonaba con estrépito contra el barandal. La puerta de Ramón estaba abierta y se escuchaban voces. Aunque era obvio, Rafael cuestionó a los de la escalera:
—¿Con quién van?
—Al departamento, con la señorita Marisol.
—¿Quién?
—La arquitecta Marisol.
En efecto, una voz de mujer se distinguía hablando desde el interior del departamento y Rafael se adelantó, a tocar sobre el marco abierto, mientras señalaba a los pintores para que se detuvieran. Y, desde el interior, la voz de Ramón sonó:
—Pasen, pasen.
Rafael se introdujo delante de los pintores, curioso con la situación de decoración.
—Hola, arquitecta, soy Rafael.
—Hola.
—Hola Ramón.
—No te he presentado con Marisol, la decoradora.
—No soy decoradora, sino arquitecto de interiores. —brincó la mujer joven e hizo una mueca de disgusto, pero fue un breve segundo de mala cara y volvió a sonreír, parecía sonreír siempre—  Las nuevas profesiones tardan en ser reconocidas.
Ella era delgada y de formas finas; denotaba cuna privilegiada. Por su acento parecía de una región distinta del país. Sus ojos verdes eran inquisitivos, como si se dedicaran a investigar el entorno; las cejas presionaban un poco hacia el centro de la cara. La nariz afilada, como terminando en una navaja armonizaba con sus labios delgados. El pelo rubio y rizado, algún mechoncito suelto alcanzaba a bajar hasta la base del cuello, que era angosto y transmitía una agitada vitalidad al resto del cuerpo. En la mano izquierda jugueteaba con un rollo grande de cartón, que debía encerrar algún plano.
Ramón explicó:
—Me he decidido a remodelar por completo, ya urgía hacer un cambio importante en este sitio y la arquitecta estaba disponible estos días. Yo salgo esta noche de viaje, voy a buscar a mi hijo, ayer le llamé y dijo que necesitaba verme.
—Eso es extraordinario —dijo Rafael— Y si no están muy ocupados me gustaría desayunar en Los Portales.
—Gracias, todavía tengo que esperar más materiales.
—Acompáñenos arquitecta, verá que mi inquilino es un artista, es una persona muy interesante, le va a caer bien.
—Si llega la entrega a tiempo, con gusto los alcanzo, tampoco he desayunado.

En Los Portales los sentaron en una mesa con vista a la plaza. Entre semana acudían pocos parroquianos al sitio, un par de turistas se distinguían por los lentes de sol y los sombreros. Rafael observó a Ramón animado explicándole planes de reconciliación y lo felicitó:
—Lo veo alegre. Eso de intentar arreglarse y quedar en paz con su hijo le hará bien a su alma.
—Me dí cuenta, que seguir poniendo a mi esposa muerta en medio de los dos… —y se quedó a mitad de la frase y se distrajo mientras su mirada seguía a un ciclista cruzando la plaza, luego siguió— Ninguna reclamación la devolverá. Él también la debe extrañar. Tampoco vamos a seguir pagando las estupideces de un médico, aunque mi hijo lo haya defendido, él no fue el médico.
—¡Eso es! —la idea de que Ramón quedara reconciliado, le gustó tanto que Rafael agitó la mano y tiró el pequeño florerito del centro de la mesa— Perdón.
Luego de la intervención del mesero, Ramón retomó el tema:
—Le llamé para reconciliarnos y, luego de un rato al  teléfono, aceptó de buen grado. Al inicio no quería, terminó aceptando. 

La arquitecta los alcanzó a mitad del desayuno y se disculpó como si hubieran concertado una cita previa. Ramón se esforzó en elogiar a los jóvenes presentes y a la nueva generación entera, indicando el profesionalismo de la arquitecta de interiores y el talento del escultor. Ella expuso con pasión sus ideas sobre la armonía entre los colores y las texturas en mezcla con la perspectiva usando ejemplos del arte en el Renacimiento italiano. Al escultor le interesaba la perspectiva en las obras de Bernini, quien fue un talento cumbre del Renacimiento comparable a Da Vinci y Miguel Ángel, y ella le prometió darle más detalles en otra ocasión.
Rafael quedó prendado de Marisol; por fin, una mujer hermosa e inteligente que no le evocaba tragedias ni a la hermana perdida. Ella se mostró interesada en la actividad de Rafael y antes de despedirse le dejó su tarjeta:
—Pero debes llamarme pronto —dijo mientras guiñaba y se despedía de beso en la mejilla—, no vaya a ser que luego esté ocupada —y volvió a guiñar.
—Sí, te llamo.

Dos muertes: recuerdos de orfandad
Por una sincronía trágica del destino, Rafael volvió a sentir los filos de la orfandad, cuando murieron en la misma semana Frumencio y el maestro Mazanelli.
Recibió el telefonema temprano de una alumna indicándole la muerte del decano, pero ella ignoraba los detalles; sólo sabía que lo velarían en la Funeraria Ramírez.
Lira salió de inmediato, pues tenía el tiempo apretado por un llamado posterior para sacar un camión carguero. Le bastó agregar una corbata negra, la única en su guardarropa, pues ya traía puestos pantalones negros y camisa blanca. Mientras se dirigía a la cercana funeraria, algunos recuerdos de infancia pugnaban por escaparse y trató de reprimirlos, buscó no acordarse del funeral de sus padres y los sentimientos que lo invadieron.
El galerón funerario, un salón amplio y austero de color crema, estaba prácticamente vacío: un empleado de aseo restregaba un trapito húmedo por los rincones. Un par de pedestales para sirio y unos cuadros religiosos indicaban el sitio para el ataúd.
Un pequeño letrerito indicaba que ahí velarían al decano y el afanador le indicó que todavía no llegaba el cuerpo, pues faltaban algunas horas para empezar la ceremonia mortuoria. Pensó que no estaría presente en el funeral y empezó a sentir un dolor en la boca del estómago como una presión y se dijo que quizá se debía a que no desayunó.
Se alejó de la funeraria y pensó que no conocía a familiares del decano, parecía que la escuela había sido toda su familia. Quizá se acabarían las tarjetas acertadas ¿o Pilar ya las hacía por su cuenta? El decano era un hombre mayor, que irradiaba una bondad satisfecha por la mirada escoltada entre gruesas arrugas.
A Rafael esa molestia en el estómago no lo abandonó y no tenía apetito. Intentó con un yogurt y no pudo con más de dos cucharadas. La comida le daba asco. En lugar de tomar un transporte público, caminó por las calles de la ciudad rumbo al centro sin ruta fija. Un grupo grande de alumnas de secundaria, enfundadas en uniforme de escuela oficial, platicaban ruidosamente y una maestra, de cuando en cuando hacía un gesto para callarlas. A la distancia, Rafael sintió el rostro de su hermana perdida entre las jovencitas; era un disparate obvio, aunque especuló “¿y si ella hubiese tenido una hija hace años? Eso no sería tan disparatado.” Pero no estaba seguro de cuál le había parecido semejante y se fijó con más detenimiento en el grupo que se acercaba. La maestra avanzaba mirando hacia atrás, a las niñas más atrasadas y algo les decía. Cuando cruzaron Rafael sintió como el paso de una parvada de ruidosas chachalacas, tan alegres como desinteresadas de su persona, y sin embargo, fue como si el grupo se llevara un poco del aire circundante. A Lira el perfil de la maestra le pareció como si fuera su hermana, tal cual sería en esa edad, pero era imposible y le molestó esa sensación de identidades multiplicadas. Mirar a la hermana sería un descubrimiento, verla en varias edades era angustioso. Se regañó y trató de respirar hondo pero no pudo.
Sentía demasiado cansancio para un paseo tan corto, pero debía trabajar y el camión lo esperaba a unas pocas cuadras. Sentía sueño y aún era temprano.
Por fortuna era un viaje corto de unas pocas horas. El estómago, al menos, le aceptó recibir un café caliente que lo mantuvo despierto. El exceso de sueño era tan inusual en él que, por un momento, pensó en acudir a un médico, pero abandonó la idea en cuanto se sintió mejor.

Durmió como piedra y a la mañana siguiente lo despertó un telefonema:
—Murió el maestro —le dijo otra alumna sollozando—, le falló el corazón.
—Sí ya lo sabía, el funeral empezó ayer en la tarde, no pude asistir.
—Tan fuerte que parecía el maestro Mazanelli.
—Pero el decano es quien falleció.
—No, quien murió fue Mazanelli.
—¿Ayer fue el decano?
—¿También Mazanelli? —incrédulo Rafael, estaba empezando a entender la confusión.
—No sabía del maestro Mazanelli —y la alumna empezó a sollozar con más fuerza.
—No sabía del decano.
—¡Qué pena! Dos profesores tan brillantes se nos van juntos. La escuela nunca será la misma.
Volvió un agudo dolor de estómago, y tras la ventana una nube ocultó el sol y a Rafael las calles le parecieron moribundas.

Resonó un latido y casi en mitad del sueño me cercioré de su procedencia
Desperté en mitad de mi sueño —recordó Rafael Lira— y era un latido que golpeaba el espacio, era tan poderoso ese sonido grave que hasta el aire parecía ondularse como el agua del estanque. Sin vestirme busqué la fuente de ese ruido. Cada vez era más fuerte y me acordé del cuento de Poe sobre un corazón siniestro, pero no sentía miedo ni nada que asustara, era una alegre curiosidad. Me dirigí a la cocina y noté algo extraño: la alacena parecía tener dimensiones mayores, la altura de la puerta marcada con un número siete y la base con un número cinco. La puerta de madera se había convertido en rojiza, un brillo de caoba escapaba en la penumbra nocturna. Con cuidado tomé la manija esperando que estuviera caliente como metal fundido, pero era un calor tibio; cedió al primer impulso y adentro había 72 urnas rojas y doradas, coordinadas como formando un único corazón. Ahora recordaba que 72 eran los nombres de Dios para la Cábala, pero las urnas rojas y doradas habían llegado antes, luego sus envíos se habían interrumpido con la muerte del decano. Pensé en el sueño, y sentí una gran alegría porque su voluntad se había cumplido, quizá era su última voluntad. Sonreí y sabía que dentro de cualquier urna encontraría un material rojo para agregarlo en el toque final de la escultura.
En la siguiente semana resultará posible dar los últimos acabados a la escultura, cumplir con esa gran obra.

El juicio académico
Un jurado académico citó en privado a Rafael para evaluar la tesis antes de terminar el periodo fijado para el examen profesional. Era un procedimiento irregular; pero, luego del fallecimiento del decano y Mazanelli, el todo ambiente en la escuela resultaba anómalo. La maestra Pilar había salido de vacaciones, así que Rafael Lira tampoco tenía modo de consultar o prevenirse en esa situación irregular.
Según le informaron la evaluación se haría sobre algunas fotografías y con las notas que presentara Rafael, sin mostrar su obra.
El jurado se integraba por 3 profesores que se alineaban tras una larga mesa de madera. Los tres tenían fama de estrictos y con ninguno había tomado clases Rafael, así que estaba muy nervioso.
En frente de ellos el alumno y un eco vacío alrededor por un espacio suficiente para albergar a más de cien personas. Saludaron secamente y le indicaron con un gesto que se sentara en una silla de madera aislada.
Discutían entre ellos y no miraban al alumno. No se alcanzaba a escuchar la discusión pero parecían molestos o preocupados. El más bajito manoteaba y negaba con sus gestos de modo constante.
—¿Falta mucho para comenzar? —inquirió Rafael.
—Tomará la palabra cuando se le indique.
Siguieron discutiendo entre ellos en voz baja y miraban de reojo a Rafael.
El más alto dijo:
—Las fotografías solicitadas, si es tan amable.
Rafael entregó en silencio las fotografías y los jurados miraron, mientras cuchicheaban en ellos. Habló el jefe del jurado, mientras se levantaba de la silla, visiblemente alterado, y con un escrito en la mano:
—Por una decisión colegiada de la academia se ha decidido marginar las técnicas del profesor Mazanelli de manera tajante, porque convertir el arte de la escultura en una especie de operación de pirotecnia ilusionista o barroquismo de alteración casi fotográfica no será admitido más en nuestra escuela —dejó el papel y se dirigió directamente a Rafael—. Comprendo que usted ha seguido para esta obra una variedad de técnicas del difunto profesor, y por los procedimientos de titulación, resulta inviable que usted rehaga su obra, le daremos facilidades para que se deshaga de ella y deberá comenzar un proyecto nuevo desde cero. ¿Me entiende alumno Rafael Lira?
—En definitiva no entiendo ¿Deshacerme de mi obra? —Preguntaba Rafael con furia e ironía, levantando la voz, con ganas de gritar a pleno pulmón pero conteniendo la ira— Es un trabajo magnífico. ¿Destruir una obra que merece colocarse en una exposición internacional? No entiendo qué quiere decir con “deshacerse”.
—Se debe embodegar, la obra no es suya, pertenece a la escuela. Y no se deberá exhibir, pues siguió técnicas no aceptadas. Por deshacerse —hizo una pausa el maestro y lo miró a los ojos como si lo desafiara— se entiende entregarla en el almacén a un encargado para destruirla.
—¡No es justo! —Espantado por la furia de su propio grito, Rafael se concentró en contenerse y bajó el tono— No es justo, la obra es magnífica; deberían ir a mirarla en persona; estas fotografías no muestran su verdadera calidad.
—La decisión ya está tomada, no viene al caso examinar su trabajo.
—Deberían hacerlo.
—Un alumno no nos dice jamás… ¡Jamás!... —el jefe del jurado levantó la voz y se dio cuenta de que parecía exaltado, por lo que se contuvo, moderó el tono y siguió —lo que debemos hacer o no hacer. No es una decisión personal, la decisión de la academia está tomada y esta no es una reunión de apelación. Después se le notificará las condiciones para un nuevo trabajo de tesis final. No ponga esa cara de tragedia que se le dará una nueva oportunidad para elaborar una tesis, pero bajo los nuevos protocolos que tendrá a bien informarle esta academia.

Viaje a Nochistlán
La estupidez humana no tiene límites, —pensaba Rafael Lira, con justa indignación— pero me sigue sorprendiendo. Ahora sí, los envidiosos de la academia pasaron cualquier límite, una cosa es no entender las técnicas del maestro Mazanelli y otra condenar una técnica tan avanzada. Casi un año de esfuerzos destinados a una oscura bodega y a la destrucción, no lo aceptaré; prefiero no recibirme. ¿Además a qué tanto interés representa un título académico para el arte? Ni Da Vinci, ni Miguel Ángel, ninguno de los grandes artistas necesitaron de títulos para conmover al mundo. Y no es que yo me crea una futura vaca sagrada, pero el recuerdo del maestro no debe hundirse en el fango de la envidia. Esa luz lejana—siguió pensando mientras observaba a la distancia—  indica la proximidad de la Villa Chica, está cerca la desviación hacia la izquierda, viene luego de unos árboles robustos, como si fueran tules. Y si estuviera todavía Frumencio, no habría esta clase de “conspiraciones” de los engreídos; pues ha sido la envidia rastrera. Ya veo los árboles y una parvada de grajos, anuncia el atardecer. Esos envidiosos de la academia lo tomarán casi como un despojo. Esta gran escultura nunca se debe entregar como desperdicio. La iban a arruinar y hundirla entre fierros viejos y polvo. Está dormido Simón, lo voy a despertar:
—En la próxima curva empieza un tramo de terracería, vale más te despiertes y no te vayas a dar un cabezazo por andar soñando.
—Ah, sí ya.
—Y una señora de la Villa vende refrescos en su casa. Es como una tiendita, pero no tiene ni un anuncio. Uno toca y abren, eso es todo. Si no conoces por acá y tampoco te conocen no hay ni donde comer. No es que sean malas personas pero son desconfiados, le temen a la gente de fuera.
—Y no hay nada que hacer.
—Pues guardar la estatua es hacer.
—No, estoy dormido, lo que quiero es comer algo. El viaje me despertó el apetito.
—Desde niño creciste con hambre, Simón. En otra casa hacen de comer, pero hay que esperar, así que es mejor solamente pasar a avisar y de regreso ya nos cocinaron unos frijoles, tortillas hechas a mano y un asado con picante.
—A esto, yo todavía no veo terminada tu magnífica obra. Qué idea la tuya de encerarla en una cajota de madera, antes de que yo la viera. Tanto tiempo con curiosidad y tú negándote a enseñarla.
—Andabas ocupado.
—Cuando te visité no permitías verla.
—Esas eran las reglas de la escuela.
—Nadie se iba a enterar.
—Estaba siguiendo reglas.
—Ahora las estas rompiendo todas.
—Es cierto.
—Así, que abrimos la caja antes de guardarla. Porque, supongo estará muchos años guardada. ¿La abrimos?
—Ya quedamos.

El punto sin retorno
La Villa Chica de Nochistlán es un pequeño caserío donde habita un puñado de almas. Se llega por una entrada de terracería, y atrás la custodia el farallón de una montaña. Esas sierras poseen encanto natural, mezclando macizos desnudos de roca gris y verde, escoltados por grandes árboles. De cuando en cuando las laderas están aradas de maíz y grupos aislados de borregos pacen a la distancia. Los caseríos aparecen aislados al costado de la carretera serpenteando las laderas.
En ese pueblo la única construcción de tamaño mediano era una antigua calera —mancha de blancura y metal en medio de esa región gris y verde—, que dejó una bodega inútil por abandonada. En sus correrías por la sierra, Rafael Lira conoció el sitio y trabó amistad con doña Justina, quien era la encargada de la bodega. Ella contaba que el propietario le entregó las llaves cuando cerró la calera, entonces era soltera y ahora abuela. Si el propietario pertenece a la raza mortal ya debió rendir cuentas con el Padre Eterno.

Ante la insistencia por mirar por primera vez la escultura, Rafael estimó colocar el camión en posición favorable por la luz del atardecer. De hecho él mismo sintió curiosidad por observar su gran obra bañada por esa luz del atardecer oaxaqueño.
Detuvo el camión en una pequeña explanada de tierra blanquizca junto a la bodega de destino y maniobró para estacionarlo de tal modo que la claridad del ocaso entrara a la caja del camión. Primero abriría la caja de madera para el último vistazo, antes de bajar ese macizo, pues requería de instalar poleas para maniobrar el descenso y si ocurría una tardanza perderían la iluminación idónea.
Rafael, mientas hacía la maniobra de colocación, dijo:
—Esta posición está perfecta. Si nos apuramos a abrir la caja de madera, tendremos un rato para contemplar y te explico los detalles. Si no he pasado mi tiempo en vano, me he dedicado a generar algo extraordinario y no voy a permitir que los rufianes de la academia lo arruinen. Este no es el destino final, en un tiempo prudente la rescataré y hasta la llevaré al extranjero.
—¿De verdad es tan buena la obra?
—Ahora lo verás con tus propios ojos. Ahí demostré las técnicas de metalización, que permiten superficies tan variadas como las traslúcidas y la apariencia de hielo, como arenas desérticas o pieles de animales.
—Habrá de verse —mientras se acercaba para abrazar al hermano mayor, con un recuerdo de la inocencia y de los años difíciles, donde la palabra de Rafael era una Biblia para Simón— que no eres ningún cabeza dura.
La puerta de la caja del camión era una doble hoja batiente, que chirrió al abrirse.
El sol del poniente bajaba entre dos cerros cercanos y lanzaba un cálido resplandor amarillo, fuerte pero sin deslumbrar.
Ante un martillo la caja de madera empezó a ceder rápidamente sus clavos, hasta que terminaron cayendo todos.
El resplandor de tonos complejos causó desconcierto en Simón, que sintió la vista borrosa, bloqueada por un enorme velo traslúcido. Primero supuso que era un destello, pues algunos puntos de la estatua rebotaban la luz con singular intensidad, como si desde ella brotaran rayos diminutos y eficaces para herir la vista. Simón puso las manos frente a la cara como si se protegiera de una gran iluminación. Su retina no se adaptaba a la sensación que recibía, y un calor terrestre empezó a subir hacia su cabeza; volteó la mirada como teniendo un malestar y el hermano confesó:
—No sé que sucede, cuesta trabajo mirar, algo me deslumbra.
—Ha de ser el efecto de la penumbra y los reflejos.
—Sí, algo me lastima los ojos.
—Entonces entrecierro las puertas de la caja del camión… —mientras estiraba una mano movía la puerta abatible y, cuando acercó la segunda hoja, Rafael preguntó— ¿Así está mejor?
—Eso parece, pero ahora está oscuro —afirmó Simón— casi no veo.
—Andas como el perrito chillón, —se burló Rafael— nada te convence.
—Disculpa no sé que me pasa. Siento algo de mareo.
—Aguanta un poco y te explico.
—Está bien —respondió Simón, mientras volteaba la mirada hacia un costado, enfadado de no lograr mirar la estatua con claridad— te escucho.
—Te voy a recordar cómo surgió este proyecto y las principales partes que lo componen. En principio, era un homenaje sencillo al recuerdo de nuestra hermana, pero eso no lo hubieran aceptado en la escuela, pues funciona un sistema de tesis, donde te prohíben temas, estilos y materiales en una especie de juego. Pero ya me las he ingeniado y logrado mezclar todos los elementos solicitados con mi idea original. El procedimiento obliga a integrar técnicas distintas y me fueron dando pistas.
—Recuerdo.
—En el piso está un fragmento de la Puerta del Destino y a un lado está la dedicatoria: “A la memoria de mis padres Horacio y María, y mi hermana Raquel”. No quise dedicarla a ningún vivo, son muchos y suelen reclamar, por eso no estás considerado.
Rafael continuó explicando y acercándose a cada parte que argumentaba, suponiendo que su hermano terminaría por comprender. Mostraba la mano derecha convertida en una garra felina, al modo de la Esfinge que saca las zarpas hacia abajo, como signo de la fuerza terrestre. Simón se acercaba intentando compensar esa sensación deslumbrada, esperando que la cercanía fuese de ayuda. El hermano se aproximaba con suavidad y cautela, como el cazador se mueve entre la espesura y se cuida de no mover ninguna rama que lo delate, su avance era pausado y fue recorriendo escasos centímetros de distancia hasta la proximidad de la superficie metálica. Abrió la palma de la mano y alineó los dedos, cuando tuvo la resanción de un calor tibio que parecía intensificarse. En principio, Simón creyó que era una ilusión, pero todavía sin tocar, interrumpió la explicación:
—Está caliente.
—¿Qué dices?
—Tu estatua está caliente.
—A ver, —dijo Rafael, mientras acercaba el dedo índice con delicadeza hacia el ala izquierda, para comprobar— vaya, sí está un poco caliente.
Y Rafael siguió con el dedo la curva superior del ala.
Simón también terminó tocando, la yema del dedo recibió calor y una especie de calambre paralizó su falange.
—También se siente extraño, como si tuviera electricidad.
—El torso se siente más fresco. No lo observé antes, pero cada parte mantiene una temperatura muy distinta, y solamente falta que el cubo está helado —mientras el escultor bajaba la mano extendida—. Vaya, pues sí esta parte está bien fría, y si seguimos con el pedestal también está fresco; no está frío, sí fresco. En condiciones normales el metal debe estar frío, al menos que exista una reacción o un flujo eléctrico como los termostatos de las planchas. Al encerrarnos aquí el ambiente interior se altera y también terminan las preocupaciones ordinarias. Dejé un testimonio, pero ninguna huella que deba observar quien no la merezca. Encontrar los secretos del metal trae su precio y si fuera dada una existencia distinta a la humana, cual una líquida, como una borrachera pero no alcohólica sino de fusión con las materias más duras ¿te atreverías mi hermano?
 —Suena maravilloso, como darle un sentido a la existencia, descubriendo más allá de lo evidente. No me subestimes, estoy a la altura de cualquier reto.
—Lo más increíble está al alcance de nuestras manos, pero el mundo no está listo.
—¿Qué nos importa el mundo si la sangre está lista para alcanzar otro nivel?
—Te imaginas alcanzar el nivel del magma, con su calor derritiendo hasta las evidencias de la realidad, arrastrando la fantasía más allá de la oscuridad más desbocada, brotando con las ráfagas de luz que solamente las supernovas generan… ¿te lo imaginas y estarías dispuesto a dar un paso adelante?
—No quisiera que lo dudaras ni por un instante.
A tientas Rafael selló el compartimento metálico desde el interior.
—Espera un instante y sucederá un portento.
Simón suspiró y cerró con fuerza lo ojos, como lo hacía cuando de niño deseaba que los Reyes Magos le trajeran los mejores juguetes.
Rafael avanzó a tientas y sintió un borde de la escultura. Adivinó sus contornos y adelantó hasta un punto especial que no admitía regreso a los marineros valientes.
—Este es el punto sin retorno; abre bien los ojos y presta oído atento.
Una chispa color magma comenzó a crecer y a agitar conforme se expandía, formando arcoíris…

Great gig in the sky

Empieza con suavidad, en gran silencio y calma, rodeados de emoción contenida en ascenso. La oscuridad de la pupila de Isis tras el velo de tan densa se convierte en la brillantez del magma volcánico; la frescura del encierro se torna en calidez.
—Shhh… ¿Lo sientes? Es un latido, el acompasado palpitar de la tierra y la oscuridad.
—Sí, una presencia —apenas musita con suavidad, temiendo interrumpir la magia que los envuelve.
—Shhh… espera…Es ella…
Una oleada fresca entre la calidez creciente los toca y eriza los poros de su piel. Ninguno su mueve, dejándose mecer por el suave latido que proviene desde las profundidades ¿de la Tierra, del cielo oculto, de los dos hermanos trastornados o simplemente de ella? Al cerrar y abrir los ojos en la oscuridad se forman breves arcoíris que pronto dejan de figurar una electricidad que corre por los nervios para fundirse en el ambiente. Olvidan el cansancio y sus cuerpos adquieren la suavidad de quien flota en aguas tranquilas, mientras la temperatura sube.
 Simón extiende la mano hacia una presencia iridiscente y se conforta con una superficie suave y tersa pero firme, donde el metal ha adquirido la temperatura idéntica al cuerpo. Los colores parecen latir con suavidad y calma contagiando al aire, conectando el espacio con la cavidad dentro del pecho. Las imágenes desde su infancia invaden su mente en una sucesión de caleidoscopios danzarines. Desde su interior una crispación, como un anhelo, una lucha jamás antes buscada, lo empuja a abrazar entera a la estatua, que brilla en la oscuridad y él no siente pudor con esa extraña situación.
Lo que mira Rafael parece un sueño lejano e imposible: Simón fundiéndose con un magma irisado desde donde la hermana, la Isis de metal trasmutado, reaparece en una vida renovada, tan imposible como inminente.
La temperatura sube sin tregua; las figuras en agitación crepitan junto con los meteoros que cruzan un cielo invisible.
El triángulo queda completo, Raquel lanza un grito —incontenible, vibrante— que alcanza la bóveda celeste.