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sábado, 20 de febrero de 2016

SIGNIFICADO DE LA “X” EN LO BELLO DEL VALLE DE MÉXICO




Por Carlos Valdés Martín

Cuando la antigua tribu náhuatl estaba próxima a su desaparición física, decidió vivir pues tenía una misión que le dio nueva existencia. A sugerencia de su dios —recordado como un colibrí izquierdo— había algo muy importante por cumplir y ese ideal era convertir a la serpiente material en alas de ave etérea. Lograr residencia en el sitio más bello entre las aguas (el hermoso Valle de Anáhuac) era el complemento con una búsqueda más elevada que los identificaba con el águila, único animal capaz de acercarse a su dios Sol.
El gráfico de la letra “X” defendida por Servando Teresa de Mier, como la única capaz de representar el nombre para nuestra nación renacida tras la Independencia, posee un centro tan pequeño que no es evidente, pero nos conduce hacia un foco de evidencias. Ese modo de escribir con “X” ahora nos resulta una casualidad, pues desconocemos el trasfondo de un origen que sí existió. Desconocer el origen es permanecer huérfanos, en gran medida. ¿De dónde venimos? Un antiguo códice representa al centro del Anáhuac mediante un cruce de aguas, marcando pictográficamente una “X”. Es una misteriosa anticipación del futuro, plasmada en la primera lámina del Códice Mendocino de 1540, donde todavía se conserva el arte originario de escritura simbólica de los antiguos tlacuilos —los virtuosos pintores de códices. 
La mínima población que sobrevivió tras difíciles travesías no revela cómo se convirtió en la cabeza de una nueva nación; la explicación debe estar en la integración rápida y enérgica de los pueblos parientes, pues es la fusión entre vecinos nahuas la que explica el prodigioso crecimiento de Tenochtitlán. Esa integración vertiginosa es la conversión rápida de los nahuas próximos en mexicas, bien identificados y dispuestos a cumplir una misión importante. La leyenda de Huitzilopochtli, naciendo armado y derrotando a su hermana, demuestra míticamente esa situación; los dirigentes mexicas adoptaron y convirtieron a sus 400 hermanos nahuas: eso no es una cifra sino una alegoría de lo incontable, cual estrellas de la noche. Convirtieron a los 400 dispersos y laxos en un cuerpo colectivo, en la nación guerrera y religiosa de los aztecas. Acontece una triple alianza entre Sol, Luna y Estrellas, en otros términos, unión de luz, tiniebla y amanecer.
¿Cuál fue esa luz que integró a los pueblos del Valle de México? La respuesta pedestre sería la violencia descarnada de los vencedores; pero es un razonamiento inverosímil si aceptamos que los emigrantes aztecas comenzaron siendo un puñado. La respuesta sublime sería la unificación por una cultura superior vestida de religión y flanqueada por la coerción. Una respuesta compleja repite el símbolo cultural por excelencia de esa época: Quetzalcóatl que integra la ferocidad de la serpiente cascabel con la sublimidad del pájaro Quetzal, la más bella entre las aves mesoamericanas. Además, ninguna sociedad alcanza grandeza sin integración, el secreto de los aztecas era su fórmula para integrar, ya sea con el pacto de alianza o con la victoria militar. Esto es otra manera de indicar que la “X” debe poseer un centro discreto que sea capaz de reunir los opuestos: encanto y fuerza, espíritu y materia.
Hacia el año 1325, cerca del solsticio de verano, un puñado de sobrevivientes del desierto encontró ese signo y motivo para imponerse. Ahí, en ese islote y bajo los augurios del águila, los líderes aztecas indicaron un sitio para fundar su nueva residencia. Los ecos de esa decisión para aferrarse al pequeño islote y convertirlo en el eje de una nueva nación siguen repercutiendo a través de centurias.
Pronto se cumplirán setecientos años de ese acontecimiento: Hay terremotos que siguen vibrando a través de los siglos.



domingo, 7 de febrero de 2016

POETA ADOLESCENTE LESIONADO






Por Carlos Valdés Martín

Noche tan esperada, cuando regresaría la chica más hermosa de esta secundaria. Oscuridad cómplice de los anhelos, sombra protectora de las ilusiones juveniles… Noche tan esperada y preñada de sorpresas.
Era la primera fiesta tras el regreso a clases y yo encerrado en el baño. Miré el espejo del baño: fue un increíble y alucinante instante cuando el cristal cobró vida parlante cual Blanca Nieves. Las gotas de rocío se condensaban fantasmagóricas en el espejo. Percibí el cálido rocío contra el frío nocturno. Pregunté al espejo: “¿qué te sucede?” La bruma sutil se convertía en labios y garganta. La respuesta fue peor de lo esperado, pues la anhelada doncella había caído bajo un hechizo de algún Caballero Negro.
Bueno, eso no sucedía en estricto sentido, pero era cierto que la chica ansiada, de nombre Gisela, había regresado de la mano de un desconocido. Yo aguardé todas las vacaciones, apostando a su retorno, soñando con un encuentro próximo.
Luego de lo crudo del invierno —alegre para otros por la Navidad, para mí una temporada tétrica— esa noche era la primera fiesta del regreso a clases, con la ocasión perfecta para declararle amor juvenil.
Jamás antes compré una rosa y esa vez… tal vez encontraba la frase exacta. Escribí y tache papeles hasta que coloqué las frases que sentí mejores: “El brillo de tus ojos opaca el sol cada mañana/ tu ausencia atrae la oscuridad más terrible/…” El poema estaba incompleto y seguía reescribiéndolo en la cabeza; volvía a empezar: “El brillo de tus ojos deslumbra al sol mismo…”
No estaba para bromas, me encerré un rato en el baño y abrí el grifo. Corrió agua muy caliente, entonces miré el vapor de agua suficiente como para que se opacara el espejo arriba del lavamanos y se desinflara el rostro espectral. Con suficiente vapor sobre el vidrio escribí con el dedo: “Amor” y luego lo borré. Volví a escribir “Amor”.
Seguí un rato hasta que alguien importunó tocando; sonando la puerta una y otra vez, hasta que doblegó mi pretexto de “Ocupado”. Borré el vapor sobre el espejo antes de salir.

Los demás chicos conversaban o bailaban. Gisela se movía despacio, tomada la mano del desconocido, al que llamé el Caballero Negro, un incógnito de nuestra misma edad. Ningún rasgo del rival era llamativo, ni galanura ni fortaleza. Me acerqué para escuchar si, al menos, tenía una pizca de conversación, pero nada más se reía de lo que otros bromeaban.
Esa noche entré y salí varias veces al patio. La fiesta era en una casa grande, prestada por Hilda, otra chica de familia adinerada. La música subía y bajaba; los invitados seguían llegando. Entre todos los amigos, Alberto ya sabía de mis pretensiones y del evidente fracaso.
—¿Cómo que Gisela llegó acompañada?
Luego Alberto dijo algo hiriente en contra de ella, pero lo contuve. No quise escuchar nada malo sobre ella. Simplemente una jugada del destino; había un tonto que se había adelantado. Quizá Gisela lo conoció en sus vacaciones y él, simplemente, se adelantó.

Mientras bebíamos ponche ideamos un plan, para que Alberto distrajera al novio nuevo. A él se le ocurrió el pretexto de un reproductor musical, dejado en otra habitación. El pretexto funcionó y debo agradecer a Alberto que abriera el espacio propicio para mi oportunidad.
En cuanto Gisela se separó de la mano del chico me aproximé con plena resolución.
—Me dio mucho gusto verte de nuevo, había pensado mucho en ti durante las vacaciones—le dije y suspiré ostentosamente, la miré a los ojos, esos de fuego que puse en papel— y hasta compuse un poema.
—Yo también imaginé algo contigo.
Y sonrió, pero desvió la vista hacia una ventana, como si buscara una estrella atrás de una nube. Su silencio espesó, más que la nube supuesta transitando desde el blanco hasta el gris.
—Me gustaría decirte el poema, pero aquí no… aquí no te lo diría que me da penita.
Ella opinó:
—Afuera refresca el aire y nadie molestará.
Se refería a la vía, en frente de la casa. Salimos avanzando lado a lado.
Volvió el silencio entre nosotros. Afuera la calle estaba iluminada por farolas y a lo lejos ladraba un perro anónimo.
Por mi cabeza comenzaron a volar ideas de que ella me rechazaría, aunque parecía muy complacida.
—Aquí ya lo puedes decir.
—Es que es corto.
—Como sea ya dilo.
—El brillo de tus ojos opaca el sol cada mañana/ tu ausencia atrae la oscuridad más terrible/mil tanques no derribarán este amor/ni la bomba atómica detendrá tu recuerdo.
Ella torció la boca, como si no entendiera que era dedicado a su belleza. Le extrañó que no rimara y le expliqué que no rimaba porque así es la poesía moderna, llena de imágenes y fuerza, sin rima que eso se deja para las canciones. Me pidió que lo repitiera y entonces vi que sus ojos adquirían otro brillo, como si se cuajaran lágrimas. Ya le gustaba.
Recordé un ejercicio con la letra “a” y lo recité, como para aflojar mi tensión. El ejercicio decía:
—Aves amarradas al acantilado alborotan alas ardientes / Al amanecer, alzadas amarguras andan atentas al amor, / Aguas apaciguadas, algo  abatidas, amainan al alba. / Anhelo adosado, ante amoroso asaz abandonado…
Comenzó a reírse, pero como no le seguí la carcajada, cambió de actitud.
Parecía complaciente; pidió que lo repitiera despacio y en eso estaba yo cuando surgió de la nada su nuevo novio y me asestó un puñetazo en la boca del estómago.
Lesionado y sin oxígeno, no alcancé a protestar ni a defenderme, mis extremidades quedaron petrificadas por más que mi cabeza les exigía levantarse para responder con bofetones.
Gisela comenzó a gritar cuando él remataba su alevosía y me tundía puntapiés en el suelo. De inmediato salió un tropel de compañeros de clase y al novio lo comenzaron a amenazar. Otras chicas empezaron a gritar y, en un descuido, él salió corriendo. Nadie lo persiguió en ese primer instante. Yo miraba el alboroto desde el suelo, intentando recuperar la respiración.
Cuando me incorporé los demás chicos estaban animándome, pero unos instantes después Gisela salió corriendo tras el novio agresor.
La siguiente vez que encontré a Gisela en el patio de la escuela le pregunté y ella dijo:
—No entenderías.
Movió la cabeza y se alejó rápidamente. Me quedé muy enojado y dejé de hablarle. Doblé mi corazón y lo guardé en una gaveta escolar lo más que pude. Unos meses después era notorio que Gisela estaba embarazada y pronto abandonó los estudios. Después no supe de ella.
Transcurridos un par de años, recuerdo con claridad que andaba pensando en cómo era el balbuceo de las hormigas. Caminaba sin rumbo fijo por la zona popular de la ciudad, miraba marquesinas o pateaba un guijarro. Nada anticipaba un encuentro, pero de pronto, en una bocacalle oscura, me topé con el odiado “Caballero Negro”. Fue de frente y casi chocamos. Lo reconocí primero y no sé qué sucedió, si entonces él se había encogido o yo crecí. Como sea no resistí en devolverle el puñetazo en la boca del estómago sin previo aviso. Una calca de la alevosía con que me tundió antes y cayó doblado frente a mis zapatos. El universo de los adultos no notó ese incidente y la gente siguió caminando como si no hubiera sucedido. Nada más me burlé cuando recité:
—El brillo de sus ojos opaca el sol cada mañana…
Sí, alteré el poema un poquito, nada más. Él miró con ojos de plato y, sin aire en los bronquios, nada respondió. Luego me alejé —a paso lento y sin mirar atrás— escuchando el resoplido de una lenta recuperación, hasta que se perdió en la distancia.

Otros dos años más transcurrieron y acababa de entrar a la universidad cuando paseando sobre la explanada de Plaza Almendros (con conjunto de tiendas de moda), miré a Gisela. Esa vez la seguían dos niñas tomadas de la mano y, además, cargaba un bebé en “cangurera”.
Ella me reconoció; cambió el gesto, entreabrió la boca y clavó la vista hacia mí. Eran sus hijos y me sentí tan extraño, como si yo siguiera siendo un adolescente con una existencia por inventarme y ella toda una señora, con un caminar pausado y solo preocupada por criar. Fingí que no la veía y cambié de dirección. Cuando me alejé intenté recordar el poema frustrado:
—El brillo de tus… ¿qué?