Música


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jueves, 7 de mayo de 2009

EL DESTINO LLAMA A LA PUERTA Fragmento de Las puertas y lo vasto



Por Carlos Valdés Martín

"El Destino llama a la puerta"...

Con esa frase se ha titulado, muy afortunadamente, a la apertura de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Y con una breve expresión ya sabemos que el Destino viene desde afuera, en el exterior de la habitación, y que estamos colocados adentro, en intimidad y quizá en calma, pero siempre acurrucados dentro de centro habitable. Ese Destino es algo enorme y externo, que nos sacará definitivamente del remanso para entregarnos al mundo. Este Destino es grandioso, como un Sol de amanecer que nos invita a las grandes acciones, es el tránsito desde la pasividad hasta la acción. La puerta separa la pasividad de la acción, y esa llamada anuncia la acción, como el despertar del mundo con el Sol de amanecer.
Pero si la puerta permanecía cerrada era por una causa. La intimidad nutría al sujeto hasta alistarlo para un Destino, quizá no existía un desenlace, porque el sujeto era todavía un menor, una semilla o una forma sin espíritu. En la intimidad ha crecido la semilla y el Destino sabe de ese engrandecer silencioso. Tras los muros se gestó silente y llegó el momento de la madurez. Como un dios antiguo, el Destino adivina lo que ocurre dentro de cada casa, cómo la semilla se convirtió en potencia y en esperanza, por eso acude a tiempo, para hacer su imperiosa llamada.
Imaginamos que la relación es única, porque dentro de la puerta aguarda el pre-destinado y el Destino reclama únicamente para él. Si existieran otros habitantes detrás de esa puerta ninguno escucharía el enérgico llamado. Y por ser esta relación tan única y específica, el sonido en la puerta no es cualquiera, es un verdadero llamado. Este lenguaje es tan claro que no requiere de palabras, los sonidos son suficientes, y el simple golpeteo, como provoca el viento contra la madera, se convierte en música.
El Destino es un excelente nombre para lo vasto, para la naturaleza aérea del mundo que nos transporta muy lejos. El Destino, como enorme potencia, arrastra a los hombres más allá de su ser centrado, los lanza fuera de su eje cotidiano y los conduce hacia los confines lejanos. El viento cumple la misma obra sobre las nubes, cuando son arrastradas. De hecho, cierta creencia azteca asocia a los vientos con el Destino en el momento del nacimiento, y de acuerdo al viento dominante desde una dirección, es que el niño obtendrá características. Porque el Destino es tan suave como irresistible, a la manera de los grandes alisios que arrastran a las embarcaciones de vela. Y el viento nos parece que corre sin ser jamás detenido, así revela que el movimiento es vasto, y tan vasto que nunca será apaciguado. Entonces si el Destino llama a la puerta la abrirá para arrastrarnos hacia lo vasto, hacia la aventura del ancho mundo.

Carlos Valdés (Vázquez) por Huberto Batis



                                          Por Carlos Valdés Martín

En lo que sigue reproduzco un texto sobre la labor literaria y cultural de mi padre elaborado por su entrañable amigo de juventud Batis, Huberto en su texto de venturas literarias titulado Por sus comas los conoceréis. La fotografía es un montaje entre una presentación de un libro de Carlos Valdés y una fotografía de archivo de Huberto, juntando en imagen a quienes vivieron en cercana amistad.

Carlos Valdés (Vázquez) nació en Guadalajara, Jalisco (el 18 de Abril de 1928 según el Acta de Nacimiento indica, aunque este texto indica erróneamente dos días antes el IV-16-1928). Fue el hijo menor de una familia de siete hermanos dedicados o a la ingeniería o al comercio; uno tenía una imprenta y en las vacaciones escolares lo invitaba a ayudarle: ahí, entre llamadas telefónicas, leía.
-Mi condición fue la pequeñoburguesa: ni eres rico ni eres pobre, pero desde la cuna te inculcan que tendrás que ascender y conseguir dinero algún día. El máximo peligro en un medio así es la regresión: la vuelta a ser obrero o campesino. Tus antepasados se esforzaron por ahorrar y conseguirte un sitio en la sociedad; yo los tuve ricos remotos, antes de don Porfirio. Mis padres se casaron en el Centenario de la Independencia. Mi papá se abrió paso a puño limpio: empezó con cinco pesos; fue vendedor de todo hasta que se hizo de algún dinero. Entró al negocio de minas y al ambiente burgués, pero no cambió sus hábitos de ahorro. Mi madre murió cuando cumplí quince años; ella luchó por imbuirnos la educación religiosa. Yo veía el mundo con sus ojos. Le debo la inclinación por las cosas del espíritu, mis inquietudes por el arte.
La madre le representó la oposición al mundo material, igual que el abuelo materno, a quien admiró siempre; era un ca­ballero que vivía de sus rentas, pero que leía. Tenía una regu­lar biblioteca y escribía artículos filosóficos en un periódico católico. Llegó a redactar ocasionales poemas. La madre leía en voz alta versos de Juan de Dios Peza. Un hermano llegó a pintar y a aficionarse a la literatura, aunque luego renunció. A él debe las primeras lecturas: Balzac, Chejov, Flaubert, Dickens, Maupassant, Daudet, el Juan Cristóbal de Romain Rolland.

-Hay que leer de joven, luego no hay tiempo, al menos no como entonces. A los dieciséis años había leído a Hornero y a Cervantes, La Celestina; empecé a apreciar los valores estéticos. Hice mis primeros intentos de escribir poemas y cuentos: el folklore de Jalisco, los relatos de las criadas. A los diecisiete escribí una novela de 150 páginas con el consabido héroe artista que alcanza la fama y la gloria.

La educación religiosa de la madre se reforzó en las escue­las de maristas y jesuitas. Entre ellos no encontró ni interés ni estímulo a su vocación de escritor.
- Un día descubrí a Agustín Yáñez: Flor de juegos antiguos, Al filo del agua, a Rubén Romero, a Azuela, a Francisco Monterde. Entonces vi que se podía escribir sobre las cosas de México. Me conmoví al encontrar a Guadalajara en la literatura.

En la secundaria del Instituto de Ciencias, Valdés se topó con la preceptiva y la retórica neoclásicas; no le sirvieron y las consideró ridículas y anticuadas. Una noche encontró en un concierto a un compañero del Instituto, Emmanuel Car­baIlo, un año menor, interesado en artes como él. En los entre­actos del Teatro Degollado, en los cafés, por las calles, discu­tían sobre Rimbaud y Baudelaire. Muy pronto hizo crisis la adolescencia, y del XIX saltaron a lo que para ellos era lo último: al dadaísmo. Iban a publicar una revista que se llamaría pre­cisamente Dadá. Tenían una ansiedad por la vida literaria ejemplar.
- Nos leíamos uno al otro poemas y cuentos, nos criticába­mos. En un principio me atraía más la aventura, la peripecia: Mark Twain, Dickens. De pronto descubrí que también existía la forma, precisamente a través de los modernistas: Darío, Gutiérrez Nájera. Luego Las vidas imaginarias de Marcel Schwob fueron el gran descubrimiento de la forma para mí. El creacionismo huidobriano nos enloquecía. Decidimos con­sagrarnos como vanguardistas. Todos los muchachos de la bur­guesía seguían carreras; yo reaccioné y dejé la escuela jesuítica. Un cuadernito de la SEP que me costó 25 centavos, La destruc­ción de las Indias, me dio armas para rebatir dentro de mí la historia de españoles héroes e indígenas villanos. Recuerdo que vagamente me decidí a estudiar por mi cuenta la cultura  en general, como ayuda para mi desarrollo literario, pero fuera de todo academicismo. La vida no se me hacía entonces un problema. Un poco de paciencia y pronto podría vivir como escritor. Ingenuamente creía que había de ganar lo necesario, sólo lo indispensable. Hasta no me iba a importar vivir en una vecindad.

En Guadalajara, sólo un periódico, El Informador, sacaba los domingos una precaria hoja cultural; ahí escribían tradiciona­listas supérstites y trasnochados. Carballo y Valdés des­cubrieron el suplemento del Novedades, México en la Cultura, que fundó aquí Fernando Benítez. Su lectura los hizo conocer la intelectualidad del país. A principios de 1951 pudieron im­primir su primera revista: Ariel; Carballo era el director, Valdés y Alfredo Leal Cortés los principales redactores. (Antes habían tenido en Guadalajara su revista Pan Antonio Alatorre y Juan José Arreola.) La revista los volvió formales, se convencieron de que había que estudiar. El rigor era el lema, la estética su veneración. Leyeron a Dilthey, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Oscar Wilde. Intentaron la crítica y la traducción. Ariel tuvo tres épocas, con cambio de formato y de ideas. Carballo la sostenía: era más constante y metódico, maduró rápidamen­te, estuvo en la Escuela de Leyes un tiempo y luego se casó.
- Yo preferí mis ideas románticas, quería sólo un grupo de amigos que leyeran y escribieran; me aburría la tarea del editor. Ante todo leía gran parte del día y de la noche; producía muy poco, un poema eliotiano y algunos cuentos que luego reuní en Ausencias (1954). Cada vez me sentía más solo.

En 1953 Valdés decidió venirse a México en busca del ambiente favorable al escritor, ambiente económico y litera­rio. Nada era México de lo que había soñado. Todo seguía igual que en Guadalajara: cada quien se afanaba en conseguir dinero. Pero la gran ciudad le dio otra cosa: una vida privada.
-La soledad es indispensable para crear. Mi padre me man­daba algún dinero y vivía en casa de una hermana. Descubrí el teatro, me interesé por escribir piezas y hacer crítica, hasta por dirigir. Luego descubrí que también en el teatro sólo se vive por y para el dinero. Lo dejé. Al poco tiempo vino también Emmanuel Carballo a México, becado por el Centro Mexicano de Escritores.

Luego coincidieron en la Revista de la Universidad de México como redactores.
-Pronto me di cuenta de lo que es la literatura en México, los periódicos, el mundillo de escritores empeñados en hacer carrera rápida. Mi preparación autodidacta y caótica no resultó tan mala: sin gran esfuerzo me podía mantener al día de mis coetáneos, algunos de ellos universitarios, como Carlos Fuen­tes, Eduardo Lizalde, Enrique González Rojo. Conocí a Rulfo y a Arreola, entonces lo consumado en literatura, lo moderno en expresión, lo vigente en respiración. Abandoné los mitos y me enfrenté a los vivos.

Valdés piensa que su ingreso a la Revista de la Universidad fue decisivo para su formación. Dejó ahí de creer en ismos y modas literarias, pensó en serio en buscar valores perma­nentes. Intentó hacer crítica de todo. La revista fue su escuela y su medio de expresión; le sirvió más que una formación académica para sus fines.
Juan José Arreola se dio a editar la colección Los Presentes, que alternó la confianza en los nuevos con la fidelidad a los mayores. Alentó a Valdés a editar sus cuentos y le dio lecciones prácticas de estilo. Ausencias era experimental, buscaba temas y modos, no se apartaba de lo poético. Don Alfonso Reyes le ofreció una beca para El Colegio de México y la oportunidad de conocer el ala lingüística de la crítica. Becarios éramos entonces en la casa de Durango 93, Emma Susana Speratti (magnífica filóloga argentina, hoy en Hermosillo), el poeta nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez (luego investigador de la Biblioteca Nacional), el español José Pascual Buxó (después en la Universidad de Maracaibo), el cuentista Augusto Mon­terroso, guatemalteco (hoy en Publicaciones de la Universidad Nacional), Hornero Garza, Hugo Padilla y Arturo Cantú de Monterrey, editores de la revista Katharsis (profesores de filo­sofía en la Universidad de Nuevo León), Carballo, Valdés y el que esto escribe. En la sala de Filología flotaban los fantasmas de Raimundo Lida y de Amado Alonso; ahí oímos a Reyes y a Marcel Bataillon, a Antonio Alatorre, Margit Frenk y Juan M. Lope Blanch. Muchos descubrimos que la filología no era nuestro camino. Valdés y yo fuimos a vivir a un departamen­to de la calle de Detroit. Don Alfonso nos dio la firma de fia­dor para un casero que se apellidaba Góngora. Época de lecturas masivas, de desveladas con José de la Colina y el colombiano Antonio Montaño discutiendo a Faulkner, Conrad, Wolfe, Saroyan, Joyce. Comíamos en la calle y desayunábamos y cenábamos café y pan con mermelada.

-Yo escribía entonces mis Crónicas del vicio y la virtud que este año publicó Era. Alatorre, Emma Speratti y Manuel Calvillo (secretario del Colegio) me alentaron a cultivar el cuento. La colección El Unicornio, también de Arreola, me editó Dos fic­ciones. Henrique González Casanova, entonces director de Publicaciones de la UNAM, me publicó en la colección Ficción Dos y los muertos (1960). Al año siguiente el Fondo de Cultura Económica incluyó en Letras Mexicanas El nombre es lo de menos. He escrito otro libro de cuentos, El rey David, que edi­tará la Universidad Veracruzana. Terminé dos novelas: La catedral (Nota: entonces inédita, luego publicada bajo el título de La catedral abandonada) y Los antepasados que acabas de sacar en Cuadernos del Viento.

- ¿Cuál es tu intención actual?
- Busco el desarrollo más hacia lo narrativo y menos al perfeccionismo retórico. Vine a la novela porque poco a poco he ido necesitando más extensión. Mi primer intento fue El rey David, pero fracasé, porque tropezaba con las limitaciones del relato. La catedral es la novela de la vocación literaria en un personaje provinciano.

Conozco el manuscrito: 200 cuartillas, 150 dedicadas al monólogo interior. Le pregunto si se trata de algo autobio­gráfico.
- En todo caso -contesta- veo mi adolescencia objetiva­mente y la reconstruyo. La novela termina cuando el personaje abandona definitivamente la provincia para venirse a la capital. Escribí la novela sin partir de un esquema previo; la iba des­cubriendo a medida que la escribía. Diario, durante los tres meses de la primera redacción, me acostaba sin saber qué iba a seguir a la mañana siguiente. Es mi obra menos intelectual, aunque tampoco puedo decir que sea producto del azar: el azar se busca y se domina. El inconsciente trabaja una vez que es educado. Ahora creo que la literatura es el arte menos intelec­tual del mundo, la expresión menos consciente. Lo mejor que he escrito es lo que ha salido rápido.

-¿Qué dices de las Crónicas del vicio y la virtud?
- Es un enfrentarse a la realidad ambiente observándola para criticarla; quisiera abarcarla en forma enciclopédica, captar todos los aspectos en gotas de agua. Partí de las gregue­rías de Gómez de la Serna. En ese libro di con el estilo direc­to y rápido; al estilo lo considero como un instrumento, útil solamente. Lo retórico, aunque bello, me resulta hoy un es­torbo. Quisiera que mi estilo fuera adecuado a lo que escribo, que no se note, que sea como la música en el cine, que en cuanto se oye deja de ser adecuada como fondo: si la oyes te distraes.

- ¿Y de Los antepasados?
-Es una novela larga (350 cuartillas). La escribí en 1962 en menos de seis meses. Trabajaba ocho horas los días feriados, dos los de trabajo: cuatro cuartillas diarias de promedio. Intento ofrecer una visión panorámica de la realidad mexicana de 1823 a 1918. El personaje como individuo no me importó tanto como la interacción de las generaciones. Los antepasados condi­cionan moral, económica, caracterológicamente al individuo; puedes apreciarlo cuando te explicas el conjunto que lo pro­dujo. Cada hombre tiene oportunidad de vivir y de desarro­llarse, tiene la vida -puede decirse- en sus manos; sólo que unos son débiles y otros fuertes. En la novela José Costa es el fuerte; se eleva al poder porque rescata de sí mismo valores que lo llevan a imponerse y a establecer a su familia. Arcadio, su primogénito, lo tiene todo: educación, dinero, un cacicazgo heredado; pero en realidad no tiene nada porque es un débil: vive de la opinión ajena, es sólo el reflejo de su sociedad. Los valores éticos y sociales desaparecen, apenas le quedan los vitales. Lo importante para tipos como él es vivir, sobrevivir, adaptarse y no imponerse al medio trasformándolo. Pero lo trágico es llegar a perder aun la propia vida, como el Rafael Costa de la tercera generación; éste es un fantasma. Mi novela es la historia de la pequeña burguesía en paradigma, la clase social movible que va desde el artesano al cacique, llega al conservador y acaba en la anarquía. Mis personajes débiles son arrastrados por las circunstancias. Buscan como todos su felicidad; su objetivo es satisfacerse ética, sexual, económica­mente. La historia de México que los envuelve es marginal, porque ellos no la viven sino que la padecen. En la Revolución, Rafael reacciona contra sus antepasados, contra su clan. Ha­bría sido próspero y feliz si los imita, pero tenía los suficientes impulsos vitales para querer introducirse en la historia. Pero el acontecer le es adverso y le impide realizarse. Toda revo­lución es adversa a la burguesía, que vive de la estabilidad y del equilibrio. Rafael conoce el mal y la violencia de la Revo­lución y busca inútilmente dónde afirmarse. No le importan los partidos porque carece de ideología; no comprende lo que está viviendo. Los personajes conscientes de la literatura mexi­cana son excepciones que nos quieren hacer pasar por reglas. La Revolución es dialéctica, benéfica a la sociedad en conjun­to pero a muy largo plazo. 'Trae progreso, trasforma, mueve resortes. Se produce precisamente para cambiar la estabilidad de las fuerzas, una insoportable quietud como la de Tonantlán. Rafael regresa derrotado al pueblo, fracasado como militar porque le tocó del lado de Villa. Ha conocido la terrible realidad de la guerra y quiere la paz por instinto de conservación, aun­que lo único que sepa hacer sea pelear. Es ya un inadaptado, la paz le parece más sórdida que nunca, porque ha perdido las ilusiones con la liquidación de su Revolución. Pelea contra la miseria desesperado, cae en un monótono matrimonio, no sabe engancharse en la política posrevolucionaria. Cuando empieza a madurar, comprende que ha sido un iluso, y cuando decide volver a pelear, se da cuenta de que ya es tarde para él: ha pasado su momento.

-¿Cuál es tu mensaje?
- No intento demostrar nada. Sólo 'observo el funcionamien­to de los mecanismos de la realidad. Aquí se topa uno con una realidad eterna, cíclica. La Historia con mayúscula es una su­perestructura, tal como yo la veo, que resulta luego explicable por deducciones ideológicas a posteriori. Los casos de concien­cia histórica -lo repito- son excepcionales. Los mexicanos no tenemos conciencia de nuestro ser individual en la Historia; luchamos por vivir, por comer, ésa es nuestra historia. No sólo he querido encauzar mi escribir al descubrimiento de caracte­rísticas de clase, sino que quiero ayudar a encontrar nuestra esencia nacional. Lo importante es ayudar a definir lo que somos, el mexicano, aunque no el folklórico. Nuestra literatura debe ser universal, alimentar de forma e historia al continente, pero el contenido debe ser nacional.
-Según esto, has cambiado totalmente de intención al escribir.
-Sí. Ahora busco el realismo. En mis cuentos comencé a cultivar lo fantástico. La novela me ha ayudado a descubrir­me en relación con la realidad que me rodea y que es anterior a mí. Cien años me explican como explican al México inde­pendiente. Sostengo las teorías nacionalistas que quieren cultivar la tradición, darnos una memoria, hacernos nuestros. Las grandes novelas no existirían si los ingleses, los franceses o los estadunidenses no hubieran decidido un día interesarse por descubrirse a sí mismos.

- Encuentro que tu novela además de psicológica es épica.
-Claro, en la épica busco el equilibrio entre la aventura y la vida cotidiana, dos momentos importantes de la vida del hombre: el soñar y el vivir. El sueño ayuda también a encon­trar la propia esencia.

- ¿Qué actitud guardas ante la ideología en literatura?
-Considero que los mexicanos, ante las ideologías, o las niegan o las siguen con servilismo; nunca dudan: falta una actitud crítica. Rosario Castellanos afirma que la literatura mexicana siempre ha sido esclava de las ideologías; siempre quiere demostrar y no sólo auxiliar. Nuestra novela de la Revolución o demuestra su maldad o su bondad. Yo no me he metido a demostrar nada; y menos justifico a la clase social descrita. Retrato a las gentes sin importarme sus ideologías; tampoco reacciono contra alguna porque eso sería servir a otra. Afirmo que el arte es libertad y que no se sustenta sino de la realidad. No debe entrar al servicio de ideas o religiones, porque se vuelve consciente y entonces se esclaviza. Y aunque el arte se alimente de la realidad, es superior a ella porque, al recrearla, el arte es ya otra realidad. Lo fotográfico y docu­mental se carga de subjetivismo. Lo objetivo, sin embargo, es ciencia. La literatura ni es objetiva ni subjetiva.

-Según tú, ¿cuál debe ser el oficio del escritor?
- Vencer las dificultades de su arte. Para poder escribir ne­cesita antes saber vivir, mantenerse estable socialmente si quiere crear durante muchos' años. La solución práctica es el trabajo, lo más adecuado a la vocación.

- ¿Estás seguro hoy de que tu vocación sea escribir?
- Durante un tiempo no supe si mejor ser pintor. Pero pintar resultó caro. Para escribir sólo necesitas un lápiz y un pedazo de papel. .

- ¿Pretendías llenar la laguna del pintor frustrado con tus artículos de crítica pictórica en México en la Cultura?
-No. Al escritor le da por escribir ocasionalmente sobre lo que sea como un pretexto de creación. También fui cronista cinematográfico. Nunca pretendí informar, sino servirme a mí mismo, porque me causaba placer ejercitar el lápiz en varias direcciones. La crítica ayuda al escritor, le da un respiro, hasta entradas adicionales. Traducir y corregir ediciones comple­menta también el presupuesto. Otros lo complementan con la política, absorbente y extraña. Aquí es difícil vivir de los libros: el gran problema es que el escritor joven se olvida que tiene necesidades de hombre y se abandona al idealismo, a vivir de sus laureles. El matrimonio, los hijos lo traen a la realidad. El escritor debe adaptarse porque no puede renunciar a la mitad de su vida.

- Recuerdo que eras un misógino empedernido, o más bien un incasable. Cuando yo me casé me pronosticaste que se me iba a acabar el ímpetu literario.
- Hoy creo que el matrimonio es una maduración, si aceptas que la estabilidad es importante para el artista. La bohemia sólo trae infecundidad, crudas y falta de inspiración. Mientras más sana y completa tu vida, más productivo resultas. La vida adolescente, aunque impetuosa, me trajo sólo desorden. Hay infinidad de aspectos de la vida que sólo he conocido en la tranquilidad, en el aislamiento con mi mujer y mi hijo. Los placeres familiares, las tradiciones. Pero el artista es esencial­mente un inconforme, un rebelde, no pierde su idea. No puede enajenarse y vivir la vida ciegamente; necesita tener con­ciencia para ser conciencia, para saberse situar en un nivel crítico y no aceptar jamás las cosas hechas. Debe darse cuenta de que la vida está llena de contradicciones, desde la cuna al sepulcro; que los deseos y los sentimientos son también con­tradictorios. El equilibrio que te da la burguesía es siempre inestable, y se logra sólo a través de una gran lucha contigo mismo. La paz y la tranquilidad no son un regalo sino una conquista. No pueden ser el precio de la enajenación, el aturdimiento, las diversiones, el dinero: mecanismos usuales de la sociedad moderna. Estar en contacto con el ambiente literario ha sido para mí un medio propicio para conservar­me alerta. Ahí convergen multitud de puntos distantes de la élite intelectual. Hay que saber aprovechar ese ambiente y conectarse con otras esferas. Siempre me he identificado con los escritores más jóvenes que yo, porque tenemos una sensi­bilidad común que nos separa de escritores mayores. Cuando hicimos tú y yo los Cuadernos del Viento entré a la labor de compensación: antes me serví de otros para avanzar en litera­tura, entonces me tocó ayudar a los nuevos, darles oportunidad a conocidos circunstanciales, dar consejos con liberalidad, ayu­darlos a encontrarse. La literatura es ante todo continuación. Nos precedieron otros antes, hoy es nuestra hora de fomentar esa continuidad. El egoísmo no lleva al escritor a ningún lado. Nos dieron la mano, hoy los jóvenes nos empujan y ayudan a seguir el ejemplo de fidelidad a la literatura nacional. Mi meta es ahora llenar huecos, releer, porque mis lecturas fueron de­sordenadas. No me interesa la novedad ni la moda porque estoy convencido de que es imposible estar al día. Me quedo de lo nuevo con lo selecto. Pavese, Miller, Thomas Mann, Hamsun están llenando mis lagunas. También empiezo a leer obras completas, las estudio y les saco el jugo. Otra necesidad es leer en los idiomas originales: Dickens, Faulkner, las Bronte. No olvido a mis clásicos: Quevedo, Eça de Queiroz. La novela importante es del siglo XIX; en el XX, con heroicas excepcio­nes, seguimos la tradición épica. Mis antipatías son los escri­tores intelectuales; hoy abomino de Huxley, que debía haber escrito ensayos; prefiero a Julien Green, creador de la novela  fantástica moderna. La antinovela no me dice nada, porque es ajena a mi medio y circunstancia; es una moda como tantas, útil sólo como experimento. La novela tiene límites tradi­cionales muy precisos. Joyce los encontró ya. Más allá está lo ilegible: Finnegans Wake. Cuando digo tradición novelesca, digo que hay que contar con ella antes de alimentarse de nuevas formas.

Cuadernos del Viento, núms. 37-38,
agosto-diciembre de 1963.
Reproducido en Sábado (suplemento de unomásuno),
18 de marzo de 1995



Batis, Huberto
Por sus comas los conoceréis, Ed. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Col. Periodismo Cultural) 1ª. ed., México, 2001, 542pp.