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domingo, 7 de noviembre de 2010

ASALTO DE CINCUENTA DÓLARES



Por Carlos Valdés Martín

Temió un jalón contra la nuca como en el aterrizaje anterior y tensó sus brazos en el asiento de enfrente. Pensó “Quizá no saben aterrizar o son estos aviones medio viejos o son las pistas agrietadas de los aeropuertos.” Recordó el pésimo aterrizaje anterior y se tensó aún más esperando el rudo contracto contra el suelo y se sorprendió al mirar que el pasajero de su lado seguía casi dormido.
Sonó seco el tren de aterrizaje, un ligero jalón. Esta vez el jalón del aterrizaje fue ligero y luego vino la vibración contra el suelo sumada al sonido de las turbinas operando como frenos. Decreció la vibración hasta disiparse y volvió la tranquilidad al pasajero.
El funcionario arribó a la ciudad de Lagos, Nigeria. Su agenda era apretadísima con una reunión de día completo para luego regresar a casa para el tercer cumpleaños de su hijo. Con el día ocupado disponía de la noche, pero no pasearía por esa ciudad, pues temía debido a las advertencias: los reportes de la agencia de viajes indicaban a Lagos como un lugar peligroso para los extranjeros blancos. No pasear en solitario, no transportarse de noche, no bajarse de carro, evitar los barrios pobres, estar alerta y otras diez tristes recomendaciones. ¿Para qué visitar un sitio luego de tantas advertencias?

Un vuelo aéreo nocturno y puntual; luego cerca del amanecer por una banda transportadora se deslizó su maleta verde. Cargaba lo indispensable.

El servicio de taxi desde el aeropuerto resultaba carísimo. Caviló el funcionario: “Como de costumbre, los taxis son casi un asalto”. Y pagó de mala gana la cuota de treinta y cinco dólares, anticipada en el presupuesto. Un chofer negro y delgado condujo al directivo hasta el hotel y en el camino sufrió el caos del tráfico urbano.

En la avenida principal, los camiones grises y desvencijados del servicio público se cruzaban y amenazaban con chocar. De hecho, contempló un accidente cuando un racimo humano colgaba del camión avanzando, pero el pasajero del extremo estaba atenazado con las puntas de los dedos; durante un giro brusco su mano resbaló y salió volando hacia un costado; de inmediato un camión grande lo atrapó entre sus llantas delanteras y la lámina del chasis. El cuerpo del pasajero caído sonó con tumbos secos. El taxi se alejó rápido, pero los gritos próximos de la gente que miraba anunciaron un fallecimiento.

La jornada conservó el sabor amargo para el extranjero, la imagen del moreno cayéndose y el sonido de esos tumbos secos lo acompañó el resto del día.
En el hotel quedaba el lapso justo para desempacar, darse una ducha y salir corriendo a exponer la primera plática.

Cuando los negocios aprietan el reloj se olvida y ya caía la noche, pidió por teléfono el taxi de regreso. Éste le cobró la mitad de lo presupuestado y el chofer era amistoso, muy parlanchín e intentaba convencerlo de visitar sitios para la parranda nocturna. En la plática salió el tema de las pandillas, pero el chofer juraba que él “controlaba” la situación hasta en los barrios peligrosos.

Por precaución y cansancio el directivo no aceptó conocer la zona festiva. En el cuarto del hotel se acostó a mirar la televisión. A falta de una visita turística al menos apreciaría las noticias del país. El noticiero le agradó en particular por la pronunciación de la locutora, pensó “por fin, alguien que habla bien el inglés aquí”, porque las demás personas lo articulaban con una rasposa mezcla de caló local. Y en el noticiero saltaban del deporte a los ataques de una guerrilla musulmana en el norte. Los protagonistas eran musulmanes negros, pensó “una mezcla incompatible”, pero no encontró argumentos para esa discordancia. Y durmió con el televisor encendido mientras narraban sobre los caídos por un enfrentamiento entre bandas criminales.

Una tormenta persistente oscurecía el amanecer.
Sus labores habían terminado con los contratos entregados.
Sin desayunar salió apresurado del hotel rumbo al aeropuerto, defendido con un paraguas oscuro y arrastrando su maleta.
Por descuido no observó que el taxi no pertenecía al servicio regular. Al subirse le urgió al taxista llegar rápido.
El conductor al voltear mostró su perfil donde se distinguía la nariz rota, además de una ceja con una gruesa costra y le respondió: “el atajo cuesta una propina más”. Sonrió y aceleró.
Después de cruzar la primera avenida, se desvió hacia un barrio pobre. El chofer aclaró que el atajo del río pasaba por la zona miserable de la ciudad y debería de cobrar extra. El funcionario blanco, dijo con un monosílabo inglés “vaya”.
El vehículo era amplio, pero los amortiguadores y la suspensión, deficientes; así, los baches provocaban brincos constantes.
Resultaba difícil entender al conductor que platicaba en intermitente monólogo. Señalaba los sitios y al paso los describía con frases cortas: “edificio muy nuevo”, “ahí arreglan llantas”, “cortaron las ramas del árbol”.
Con el índice apuntó hacia el frente y dijo: “es el río peligroso”. Tomó más velocidad: “espero pasar o será caro”, luego “agárrese bien”.
Entre tanta lluvia el pasajero no había visto el río enfrente, unos quince metros de ancho. El aguacero no permitía apreciar si era profundo. A los lados las chozas miserables, armadas con cartones y palos.
El vehículo entró cabeceando por los baches y a mitad del río ya no funcionó el motor.
Clamó: “ya nos cargó la mierda”
El extranjero imaginó su maleta mojada y al avión abandonándolo en Nigeria.
El agua subía hasta la mitad de la portezuela.
Exclamó: “las puertas cerradas”
Mientras tanto varios negros gritaban y corrían entre el agua cubriendo sus muslos. ¡Se acercaban al coche!
El directivo pensó: “Me lo dijeron veinte veces: el barrio pobre es muy peligroso” Rogó al cielo que solamente fueran asaltantes y no quedar muerto. Acercó sus ojos a los vidrios lagrimeados por la lluvia y oscurecidos por el vapor: apreció que venían seis robustos truhanes. Uno de los gritones blandía un palo y golpeaba el agua.
Sin meditarlo el funcionario puso la mano en la cartera y en siguiente segundo caviló que quizá arrojándola fuera del auto alejaría el peligro.
El chofer repitió: “las puertas cerradas”. Y por fortuna también las ventanas estaban tapadas.
Un pobre alcanzó el coche y empezó a manotear contra el guardafango vociferando en dialecto. El guardafango se quejó como un tambor de lámina desafinado.
El pasajero, transpirando, increpó al chofer: “haga algo”.
El chofer: “el auto está atascado”
El funcionario: “¡ya sé!”
El chofer: “el tramo es corto”
El pasajero repitió: “¡haga algo!”, y ahora escapaba una voz temblorosa.
La banda de seis morenos ya tenía rodeado al taxi. Unos manoteaban sobre el cofre, el guardafango y hasta los cristales; los demás daban voces desordenadamente y agitaban las manos en el aire.
Un ruido ensordecedor y sin sentido; tambores de agresión, una celada sonora y amenazante.
El directivo no entendía nada, Sintió la proximidad de cazadores de cabezas ¿Terminar la existencia en una emboscada de tipo caníbal?
El chofer abrió una breve rendija en su ventanilla y cesaron por un instante los manotazos sobre el vehículo, pero siguieron las voces desordenadas alrededor.
El probable líder, nativo alto y musculoso, se agachó hacia la rendija y espetó algo durante un segundo.
Mientras el extranjero detenía con las manos sus rodillas que amenazaban con temblar y cerraba los ojos, se acordaba del noticiero y las narraciones del canibalismo de un dictador africano.
El cabecilla de la banda dijo: “cincuenta dólares”.
El chofer repitió: “cincuenta dólares”.
El funcionario pensó que entregaba un rescate por respetar su vida y con desesperación se despojó de los dólares.
Los billetes salieron rápido del vehículo por una rendija y se inició un movimiento rítmico. Al unísono los seis lugareños jalaban y empujaban el taxi hacia la otra orilla. Daban pujidos rítmicos y su líder marcaba cada “ups” con rapidez.
En menos de un minuto arribó el vehículo a salvo sobre la otra orilla.
El chofer aclaró: “es caro el servicio de traslado del río, pero vale la pena. Si ellos no son rápidos el coche se inunda, el motor se daña”.
Luego gritó: “gracias” por la rejilla.
Y encendió el motor.

Tres minutos después el directivo se apeó frente al aeropuerto y, al bajar su equipaje, ya se reía recordando lo sucedido.
La tormenta escampó.
En la sala de espera del aeropuerto anotó en su agenda electrónica la última modificación a su presupuesto de viaje: “el rescate para los cazadores de taxis, cincuenta dólares en cash”.

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