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jueves, 27 de agosto de 2015

ESPINAS DE DRAGÓN





Por Carlos Valdés Martín





Moví el texto dificultando su lectura, sin que el vecino pareciera perturbarse con tal descortesía El viajero era corpulento y torpe, sentado en el asiento contiguo del tren. Sobre mi hombro, alcanzaba a leer el libro de cuentos. Le insinué que fisgonear el libro del vecino era descortés. Durante un momento, él fingía no husmear y luego clavaba la mirada.
Recién había tomado ese texto en la estación del tren. No conocía a la autora, ni nadie me lo recomendó, pero encontré una curiosa coincidencia de nombres. Los boletos para el concierto nocturno, presumían a la Directora de orquesta, una virtuosa con nombre de ave.
Fui descifrando qué clase de vecino insistía en invadir mi lectura. Daba vistazos mientras él se pasmaba ojeando mis párrafos. Comencé con la hipótesis del excéntrico, seguí con la del tarado y terminé convencido que era un orate.
En sorprendente coincidencia, el personaje principal del cuento parecía aludirlo en este pasaje:
Desde un puente de piedra sobre el río que cruza la ciudad, miré un bulto flotando y alejándose. Le dije con sorpresa que eso sobresaliente no era una simple rama con hojas sino una oreja flotando. Lo dije hasta con temor por la opinión extraña. Era otoño, una rama seca desprendida, había caído desde la orilla y se sobreponía al cuerpo a la deriva. La corriente del río siempre avanza afuera de la comarca, saca nuestra basura junto con cualquier secreto impúdico. Alondra movió la cabeza con impaciencia, mientras oteaba la lejanía del río:
—Nada más, ramas secas y tu alucinación… reverdeciendo.
Advertí su impaciencia, así que retrocedí y fingí que reconocía mi disparate:
—Claro, a la distancia sería un prodigio distinguir entre viejas hojas retorcidas y lóbulos de una oreja muerta, arrastrada entre el limo y en condiciones de putrefacción.
Mejores prodigios de vista se logran en la claridad del mediodía, aunque debí aceptar que la luz del atardecer era plomiza, una luz casi lúgubre y confusa en sí misma. Ella cambió el tema y recordó su reunión de poesía para la presentación de las “Vírgenes Vestales” o doncellas de fuego. Ninguna de sus dos amigas con pretensiones de poetisa me agrada, aunque Alondra no abandonaría su pasión poética por nada, ni siquiera por el refugio hogareño que hemos construido; la creería capaz de vender a nuestros niños en un mercado de esclavos con tal de no abandonar sus recitales poéticos. Reconozco que he exagerado otra vez, ella sería incapaz de desprenderse de los críos, le basta con enviarlos a campamentos de vacaciones.
Insistí en acompañarla en un taxi, aunque ella condicionó a apearse unas cuadras antes. No es por ella misma, sino el capricho de Belinda, la supuesta poetisa de éxito que odia a los hombres con la fiereza de sus desengaños. ¿Qué culpa tengo yo de esa amargura de Parca despechada?
Estos tres días, Alondra ha permanecido inusualmente callada arruinando mis breves vacaciones. Pocos días de asueto no son un tesoro, aunque ella debería agradecer que esta vez le gané la discusión a mi jefe, quien siempre sabotea que los empleados vacacionen. Le pregunté si no habría escuchado sobre algún asesinato en nuestra ciudad, de ordinario tan tranquila. Rechazó con un “no” monosilábico y siguió mirando al horizonte que oscurecía.
El taxista trató de ser cordial y nos informó que en su aldea, contigua a esta ciudad, sí había ocurrido una desaparición y él sospechaba lo peor:
—La policía supone una fuga por amoríos adúlteros.
El recorrido fue breve hasta que Alondra bajó y continué el viaje, acompañado con las elucubraciones del chofer, hasta que agradecí sus informes con una generosa propina. Supongo que la propina fue extraordinaria y quizá hasta confundí la denominación del billete que le entregué. Como sea, el chofer insistió en que intercambiásemos teléfonos y hasta regalarme un próximo viaje.
Ella regresó a medianoche preocupada por su gata parda. No supe qué le extrañaba esa vez, la felina solía salir por las ventilas rotas y era inútil retenerla. Recibí regaños injustos:
—Deberías preocuparte por ella un poco, me hace más compañía que tú, siempre acaparado con trabajos burocráticos e interminables.”

Hasta ese punto el personaje me provocaba alguna ternura, pero el siguiente detalle me desagradó, pues amo a las mascotas:
“Intenté una justificación con prudencia, pero la andanada de palabras fue creciendo, hasta que estallé:
—Ese animal es un foco de infección, enfermaré por su culpa; es un costal de toxoplasmosis.
Las paredes de ladrillo y rocas volcánicas temblaban con el subsecuente regaño que brotó de sus labios. Procuré disculparme, exponer que estaba fastidiado por otras razones, que ofender al gato no era para tanto, que mis pulmones estaban dañados desde siempre.
Agotadas mis disculpas, Alondra tomó pastillas para el dolor y se retiró a dormir a su cuarto separado: un espacio separado es una alegoría sobre Virginia Wolf, no un hecho.  
La discrepancia parecía terminada pero ella colocó sobre la mesa del comedor su cuaderno de apuntes; escrito de su puño y letra:
“Dulce transparencia del velo virginal, despertando el anhelo más intenso/ la flor enloquecida convertida en sierpe, en pétalo hambriento/ devorando fuentes de fuego/ senos desnudos, ahogando vestales/ en hecatombe de velos bramando: /quiero, quiero.”
¡Vaya palabras más desfachatadas, para surgir de su mano, antes tan casta! Recordé su inocencia, cuando la conocí en la escuela. Ella miraba los atardeceres y deshojaba las margaritas, mientras leía versos clásicos. El planeta entero desfallece bajo una oleada de lujuria y hasta las esposas inmaculadas se contagian de lascivia.
Por mi parte, mantenía ocultos unos calmantes en el botiquín. Una mezcla generosa de antidepresivos con tranquilizantes era lo que me rescataba de esas noches oscuras. Hace tiempo había discutido mucho con Alondra sobre mi psiquiatra, al que ella llamada despectivamente un charlatán. Pero él, un emigrante tunecino (a quien yo salvé una vez el pellejo, en una anécdota que no explicaré), era el único que había logrado sacarme de ese abismo de las mañanas grises y del cielo derrumbándose. Las últimas dos semanas mi ánimo parecía restablecido, incluso indagaba discretamente un empleo mejor, por eso las súbitas vacaciones y el interés renovado por hacer las paces con mi esposa.
No habían transcurrido ni diez minutos cuando puse música de Beethoven y escuché la brisa de un claro de luna. Sentado en un sillón mullido y tapado con un cobertor me ganó el ensueño. En la madrugada desperté con un ruido de ramas crujientes y descubrí varias grietas nuevas en el techo.
Amaneció sin novedad, pero esa misma tarde me enteré que Alondra mintió al informar que acudiría con una tal Teodora. El taxista agradecido y cómplice era comunicativo; de inmediato, tras conducirla me informó. Dio detalles del sitio exacto: una casa por entero sospechosa, con una luz amarilla afuera, y una fuente bucólica adornando la entrada. Los cortinajes semitransparentes adivinaban cuerpos recostados en estado de excitación estática.”  

Aproveché para comparar si el estado mental del cuento se aproximaba al vecino fisgón, pero su situación de estar absorto, no me permitió una conclusión.
“Le pedí que pasara por mí, en el estado de exaltación que sentía no atinaba a anotar la dirección. Alertado de los peligros que asechan en los “sitios de perdición”, guardé en el bolsillo una pequeña pistola, el calibre mínimo; en caso de urgencia, la intención sería asustar, pues el arma solía quedar descargada.
La rapidez era el factor para sorprenderla y terminar su falso teatro de ama de casa, entonces develar a la casquivana oculta. Tras un par de minutos el taxista amigable tocaba a mi puerta.
Agradecí su disposición servicial y cómplice, sin embargo, el corto viaje fue horrible. La lluvia había comenzado unos minutos antes, después en el camino pisó un bache y reventó su neumático. Era un mal presagio, así que pretendí desistir, pero el chofer aseguró que Alondra permanecía en la dirección revelada y que la distancia era corta, incluso para recorrerla caminando. Por si faltara amabilidad, ofreció prestarme su pequeño paraguas.
En unos minutos la tarde se había convertido en noche, y al asomar la cabeza fuera del auto comprendí lo frío que estaba el ambiente. Como sea, quedaría salpicado y con los zapatos mojados, entonces temí quedar derretido, junto con mi ánimo. La lluvia tuvo un efecto contrario: robusteció el agravio. No era suficiente la infidelidad, también este cornudo recibía la ofensa del agua y el frío. Unos rayos lejanos recordaban que Zeus castigaba desde los cielos tormentosos.
Recorrí con rapidez unas pocas cuadras, apretando el paso y procurando aprovechar pequeñas salientes y techos de las casas. La numeración de la última calle era por entero regular y al final, miré el sitio designado hasta con asco.
La puerta estaba abierta y cedió sin empujar, el aroma embriagante me sugirió una casa de citas y ambiente de perdición. Una música mística disimulaba cualquier doblez de intenciones. Pensé: “Lo usual es ocultar el pecado.”
La luz interior era incierta. Las figuras caían en el ambiente del claroscuro, por eso, adivinaba más que mirar con ojos claros. Un murmullo enervante se sobreponía a la música y lo seguí para resolver ese desvarío. A la engañosa penumbra se sumaban los hilos confusos de inciensos colocados hacia los extremos de cada habitación.
La cara extraña, marcada por ojos grandes y casi lacrimosos; una cabeza medio calva aunque fuerte; diríase, una cebolla a medio pelar por los años. Sus manos se extendían en la espalda de Alondra, en un ritual impúdico y misterioso. Manos callosas y con dedos angulosos: si los martillos de Vulcano asestaran pequeños golpes laterales, moldearían esas falanges con cuadrículas de igual rudeza.
De ella distinguí la nuca y una hilera de brillantes chispas alineadas sobre su dorso. El cabello negro recogido, mostraba la nuca y el cuello con la espalda límpida, inconfundibles sellos del matrimonio perpetuo, hasta con las luces apagadas adivinaría quien era ella. Las brillantes chispas en doble hilera me desconcertaron; incluso, luego de lo sucedido todavía era incapaz de determinar su origen.
Juro que la pistola era solamente para amenazar, pero —sin que hubiera transitado algún pensamiento u orden por mi cabeza— el arma soltó un tiro súbito y limpio sobre el pecho del extraño. El color dorado metálico y hasta artificioso que cubría esa pistola provocaba este equívoca ilusión: debía ser un simple juguete; jamás nadie la tomó en serio, ni el abuelo que la heredó en un lote de cachivaches para sus descendientes.”

Alcanzado ese punto, observé con detenimiento, por si existía el bulto típico del arma oculta en la cintura del vecino, y respiré hondo al suponer que no había nada. En mi fuero interior, decidí que me alejaría en la primera oportunidad. Continué la lectura:
“Tras el disparo ella se encorvó del pavor, cual gato de oscuridades. Estaba recostada sobre una mesa cubierta de tela, un artificio curioso y hasta indescriptible, por tan sencillo: el doble cuadrado para recostar un cuerpo, que no era una cama ni una mesa para comer, especie de híbrido y mutante del mobiliario. Y sobre ese metro de altura ella se encorvó, cual quimera sorpresiva, colocada entre sus extremidades y amenazando al universo con una ofensiva contra esa arma.
En esa extraña pose de arco completamente tenso y desconcertado, Alondra amenazó sin palabras, con una especie de graznido de cisne encarnado y lo hizo desnuda, olvidada de cualquier pudor. Las agujas sobre su lomo resultaban aterradoras y temblé, mis tripas crujieron y confundido, solté el arma. Comencé a agacharme, hasta encogerme sobre las rodillas; doblegado por cansancio súbito y debilidad en las extremidades.
El hombrecillo calvo, se agitaba en el suelo agarrándose el pecho y noté que lo arropaba una bata blanca con un letrero indicando: “Acupunturista.”
La mirada de Alondra destilaba confusión y condena, sin descontar también un dolor físico, que se salía desde su espalda encorvada y con escamas de agujas, cual dragón escapado desde la región del hielo. Quedé aturdido por el aroma espeso y confuso que provenía desde todas partes.
Alondra comenzó a lanzar maldiciones contra mí, junto con Otelo y todos los de esa estirpe degenerada: los celosos delirantes.” 

En ese punto del relato, el tren bajó la velocidad para alcanzar otra estación y comencé la maniobra para guardar el libro en el portafolio. El pasajero se apuró a hablar con el gesto de un acusado ante el tribunal judicial:
—Eso no fue como parece, el arma quedaba descargada, pero lo que sucedió luego fue una conspiración, el taxista amable resultó un traidor que había colocado subrepticiamente balas...
—¿Cómo…? —pregunté refiriéndome a cómo él se animaba a importunar, no a que uno se interesara en más explicaciones y siguió:
—Es forzoso, el taxista jamás confesó, pero encaja en el perfil del amante vengativo, siendo el villano mismo que actuó por su iniciativa o alentado por Belinda, esa falsa amiga y larva espectral.
—No tengo tiempo de escucharle —respondí y apresuré el paso para colocarme justo frente a la puerta en el instante del descenso.
El tipo se incorporó como si fuera a bajar también en ese mismo sitio y dio unos pasos, aunque en zigzag como si dudara. Espantado, decidí que correría si insistía en seguirme. Arqueó las cejas y sus ojos saltaron, cual médium poseso por el más allá, y con tono de ultratumba, advirtió:
—Si tocas con un solo dedo a Alondra te las verás con…
No esperé a que terminara la frase y corrí por el andén hasta cerciorarme de que no me seguía. Busqué un basurero en una calle discreta y en su fondo sobresalía un amasijo de esqueletos de pescado. Ahí rompí los boletos para el concierto, no fuera a ser que… 

sábado, 8 de agosto de 2015

CÍRCULO PERFECTO O CUMBRE







Nota: Si miran de cerca el cuadro de William Blake titulado Newton, entonces verán cómo del compás surge la mitad del círculo y se inscribe en el tríangulo, que representa geométricamente a la montaña y su cumbre. La imagen sobrepuesta es un espléndido ascenso alpino.

Por Carlos Valdés Martín

Tras una semana desde el trágico accidente de su padrastro, encontré a Bernardo en la cafetería de nuestra escuela preparatoria. Dejó un cuaderno pautado que rayaba con apuntes nerviosos y me saludó con efusividad. Escondía su luto reciente entre súbitos entusiasmos y nociones que lo alejaban de su presente. Luego, tras mirarme de arriba abajo, dijo:
—Es que ya no hay nada más, he llegado al momento cumbre, nada más queda por esperar.
Bernardo hablaba y manoteaba para dar énfasis. Explicó que lo suyo con Adela se había consumado, diríase que se había precipitado tras el velorio. Sorprendido por verlo tan animado, le respondí con cautela:
—Con diecisiete y ya pontificas sobre las fronteras de la existencia.
Argumentaba, se levantaba y mostraba unos pelillos de la barriga adolescente debido a su camiseta demasiado corta (sello del crecimiento apresurado); defendía su interpretación:
—Eso dices porque no te has enamorado así, una noche con Adela está más allá del paraíso.
Para mí la imagen de Adela resultaba sosa; era una estudiante fácil de confundir entre diez mil. Delgada y sonriente pero nada para voltear la cabeza.
De pronto dejamos de hablar los chicos varones de la cafetería; entraba la nueva maestra de matemáticas, una brasileña apiñonada y de pechos prominentes.  No porque fuera bonita, pero sí nueva, agradable, extranjera y no le entendíamos bien cuando enseñaba. Su presencia tensaba nuestros instintos e intentábamos no demostrarlo. Intercambiamos miradas y me aproximé al oído del amigo para cuchichear: “Te cambio a todas las Adelas por una sola de esas”. Miré en dirección de la maestra, guiñé para mi amigo pero ella vio e interpretó el guiño como si fuera asunto suyo, entonces se acercó cruzando desde el otro extremo de la cafetería.
Plantada junto a nuestra mesa, la maestra sonreía, comentaba algo amable en portuñol y no alcanzamos a dar ninguna explicación coherente. Apiadada de nuestra turbación adolescente se alejó con prudencia.
Frente a la evidencia, logré convencerlo que esa maestra significaba una elevación inaccesible, pero que ante el imposible resulta inútil lamentarse. El amigo se despidió más tarde con una frase que copié en un cuaderno de notas:
—Una cumbre hace olvidar —suspiró y enseñó los dientes— a otra cumbre, pero en una existencia entera habrá una o, cuando mucho, dos; lo demás es silencio.
Me alejé cavilando entre sus modalidades para exagerar y el calendario de los exámenes finales de la escuela preparatoria.
**
Se inscribió en otra facultad, nos frecuentamos menos y tardaron tres años para que regresara el tema. Nos reunimos en una taquería sobre avenida Insurgentes. Bernardo estaba nostálgico y casi abatido:
—Viajar a París y encontrar a Celinne fue sublime… una noche de luna llena bajo la Torre Eiffel no habrá ya… no más nada.
—Ni siquiera he visto una foto, hasta debe ser chimuela; tus gustos por las extranjeras son extraños.
—En verdad desde que regresé a este país, nada me sabe bien.
Unos minutos más tarde, llegó Fede un amigo gordo, atrasado y con hambre. De cuerpo curvo y sensual, disfrutaba y reía al sostener cada antojo y colocarle salsa. También sonreía con burla cuando Bernardo y yo nos enfrascábamos en discusiones de aire filosófico:
—Déjense de honduras, se les va cuajar la leche; menos libros y más donas.
—Es que Bernardo se está volviendo nietzscheano.
—No es tan simple, pero tuvo razón cuando dijo que “los que me sigan deben tener piernas muy grandes para pisar de cumbre en cumbre” y Zaratustra se retiró a convivir con bestias.
Asentí:
—Suena grandioso.
—Ja, ja; se trata de pisar como gallitos, pero a las muchachitas— el gordo volvió a reír mientras abría la boca y tragaba— eso sí es máxima, digo lo máximo — habló con lentitud, por efecto del bocado.
Lo refuté:
—Confundes a Nietzsche con Condorito, el de las caricaturas.
Torcía la boca y no le importaba, con sinceridad era impermeable ante nuestras andanadas de snobismo, no se dejaba agarrar a “librazos”. Encogía los hombros y tramaba su siguiente broma.
Regresó Bernardo a los puntos sublimes:
—Ese es el mensaje; solamente importan esos momentos cumbre; nada más interesa, el resto es sangre, sudor y…
Interrumpió Fede:
—Tacos, puros tacos; lo demás son puros deliciosos tacos, no salgas con lágrimas de hambre, que todos aspiramos dar el brinco hasta el jet set y ligarnos estrellas, pero jamás sucederá, jamás habrá ninguna que ame a nuestro aprendiz de Cuasimodo: el gran Bernardo.
Bernardo retrocedió herido en su ánimo, se levantó de la silla. Fede lo hería por simple diversión y no es que fuese excesivamente feo, pero temía serlo. Miró al cielo y respiró hasta serenarse. Respiraba con aspaviento y caminaba dando vueltas, decía que practicaba una técnica yogui.
Fede susurró en lo bajo: “touché” y pidió otra orden de viandas al mesero.
Por experiencia reconocía la fragilidad del amigo: su resistencia para soportar esas ironías sobre su fealdad era limitada. Me levanté y abracé a Bernardo del hombro, y juntos salimos un momento del restaurante pretextando fumar cigarrillos.
Afuera y con un pitillo en la mano, Bernardo retomó el hilo de sus pensamientos:
—Todo el secreto es coronar pronto al Everest de la existencia y luego morir, como el Werter de Goethe, que no se suicida por despecho, sino por la imposibilidad de subir. Conoció a Carlota y no habría dama superior en ese burgo alemán.
Afuera, los automóviles indiferentes en la tarde del sábado, los transeúntes no se ocupaban más que de sí mismos. El amigo recuperado de la burla ya platicaba con entusiasmo excedido, levantaba la voz y súbitamente la bajaba:
—Esa noche en París lo fue todo; ella me entendía y hasta le propuse un pacto suicida, ¿te imaginas que lo último en tu vida sea cerrar los ojos entre los brazos de la amada bajo la luna de París?
Había sido suficiente con las burlas de Fede y sabía que quizá contrariarlo agüitaría la plática, pero no lo resistí:
—No estás diciendo la verdad, estás mejorando la versión por no dar tema a Fede.
Atrapado en su insinceridad  Bernardo bajó la mirada y rectificó:
—Claro, no era en serio; la verdad estábamos tan borrachos que me dormí en seguida de hacerlo; Celinne quería platicar; así son las chicas, les gusta platicar antes y después del sexo, y son conversaciones insípidas o color de rosa… pero esta vez sí sucedió, y no por dales gusto les daré detalles, pero sí sucedió; además, siempre es mejor dormir para que no te comprometan en matrimonio.
**
No había cambiado tanto, cuando la siguiente vuelta del calendario nos juntó en un billar en la zona popular. Mano a mano un reto a 30 carambolas de tres bandas, bebíamos sodas y recordábamos anécdotas de la escuela. Suenan las superficies pulidas de los marfiles blancos y rojos, le dan otro argumento a Bernardo:
—Nada más importa, sino el instante cuando la bola de golpe ha recorrido sus tres bandas y alcanza a la bola de objetivo; es difícil pero en eso consiste el juego; si fuera sencillo nada importaría.
Yo asentía con la cabeza para que siguiera y así lo hizo:
—Para mí es ahora Henrieta, la cúspide, la mujer perfecta; una escandinava de cromo; deberías conocerla; en cuanto junte suficiente para el avión, nos reuniremos y ese será el momento definitivo.
—¿La anterior no fue el momento cumbre?
—En esa coordenada del espacio y tiempo lo fue pero ella resultó una loca.
Por otro lado, siempre mantuve la noción de que gran parte de esos romances eran fantasías de Bernardo, magníficas pinturas de lo que nunca le sucedía.
El choque de las bolas de las otras mesas era un rumor cálido y cómplice. Sobre la pared frontal un reloj de carátula grande y manecillas anticuadas parecía detenerse. Ese día había sido maravilloso para mí, pero ¿cumbre? Mi existencia de esposo joven marcaba una meseta bastante pareja, con rutinas pesadas y ratos libres, pero —eso sí— bañada por un sol esplendoroso: ganaba suficiente; mi mujer era un ramillete de perfecciones; nuestra primer bebé brillaba de tan sana y sus monerías me traían chiflado. Esa tarde dominical la visita de la suegra, pactada solo para mujeres, me daba un respiro. Jamás imaginé que las presiones de casado resultaran tan agradables y las noches perfectas superando el ocasional llanto infantil.
—Llevo tres años que todo es cuesta arriba, pero mírame, los demás amigos dicen que la felicidad traspira por mis poros; despierto sonriendo y duermo riendo; no creo que me pudiera ir mejor. Exigirle algo más al matrimonio sería insensatez.
Estiró la mano para agarrar un objeto imaginario y agitó el brazo:
—Ya se te olvidó Nietzsche: “Cuando hables con mujeres, no olvides el látigo”.
—Recuerda que él murió solo y enfermo, su recomendación no le valió para nada.
Mi amigo miró la carátula redonda del cronómetro sobre la pared cual si fuesen montañas transparentes, hizo un gesto de atrapar la lejanía con la mano diestra:
—Cuando obtenga otro momento cumbre, morirás de envidia y por tanta envidia abandonarás esa comodidad del casado, para volver a las alas del amor libre; es la libertad la nodriza de la pasión.
Disparé una bola blanca precisa mientras escuchaba y le respondí con ánimo de superioridad:
—Te voy a ganar y, cuando la muerte descienda con el velo de respeto que merecen los poetas, depositará una guirnalda con un letrero cumbre y memorable: “Perdió el juego de carambolas ante Pepe el 17 de abril”.
Meneó la cabeza en negativa:
—En la sesera del casado no entran razones.
Un sonido seco de vidrio rompiéndose nos interrumpió; al otro lado del salón un desconocido gritaba, mientras agitaba una botella rota: “A ver si eres tan macho, con mi polla no te metes”.
Una adolescente enfundada en shorts ajustados y cadera sensual se interpuso, estiró las manos para detener al de la botella sin tocarlo, mientras gritaba: “Nachito, no hay nada, estás loco”. Repitió varias veces la frase, mientras otros curiosos también le gritaban al tipo que se calmara y amagaban con acercarse, pero sin rebasar la distancia del brazo con la botella afilada que amenazaba. La chica siguió repitiendo la frase, que calmó al tipo hasta que soltó su arma improvisada.
Entró un policía al local acompañado por uno de los empleados y se dirigió al rijoso. El policía traía la mano sobre una pistola al cinto y hablaba tan bajito que no lo escuchábamos. Señaló hacia afuera y el rijoso lo siguió con paso lento. Los curiosos hicieron una especie de valla y luego empezaron a salir mientras los empleados vociferaban que antes debían pagar las cuentas.
**
La siguiente noticia de Bernardo fue una simple llamada de larga distancia:
—La sueca resultó una insensata; mira que invitarme y estaba casada; no sé en qué cabeza cabe.
Explicó un flechazo a primera vista, romance epistolar, promesas de amor y comedia de equivocaciones en cuanto visitó la ciudad extranjera. Cuando colgué imaginé a mi amigo trabajando de camarero o lavaplatos en Estocolmo con el corazón doblado y guardado en una maleta del aeropuerto. Quizá ella no estaba tan desquiciada, sino que él malinterpretaba el sueco y en su pobre inglés confundió cualquier dicho de la pretendida.
**
Respecto de algunos gordos sería una obviedad, y así se veía el rostro de Fede bajo el cristal del féretro: perfectamente redondo. He descubierto que el círculo es una figura fascinante, se aplica a la rutina laboral, a mi corazón y hasta para la muerte. ¡Lástima por el camarada! Su muerte prematura era previsible para la ciencia médica, pero nos sorprendió.
En el velorio Bernardo lucía más afectado que la misma madre de Fede. Mientras la señora se ocupaba de rezar, él se paseaba y encendía cigarrillos, los apagaba sin consumirlos y se quejaba:
—Nunca alcanzó una cumbre, se conformó con poco y terminó apocado.
Siguiendo su paso errático le seguí la plática:
—Es que no te has dado cuenta que los gordos son circulares, igual que la felicidad. No hay cómo agarrarlos ni a la felicidad.
Estoy seguro de que Bernardo no quedaba convencido, cuando más tarde le dibujé círculos en una servilleta y expliqué que los geómetras griegos consideraban al círculo como la figura perfecta y sinónimo de la justicia. Argumenté el avance hacia el horizonte, cuando uno persigue esa línea imaginaria, siente acercarse pero nunca llegará. Con el círculo reina la ambigüedad, si alguien caminara sobre un círculo perfecto siempre pisaría la “cumbre” y descubriría que sigue subiendo; paradójicamente al mismo tiempo percibiría que está bajando y cada avance lo obliga a descender, arrastrado hacia su caída. Cuando el caminante sobre el círculo reflexionara de modo completo se daría cuenta de que siempre permanece equidistante del centro. Esa equidistancia perpetua respecto del centro implica la justicia divina que argumentaban los pitagóricos. Si se mira en el tiempo, el círculo perfecto dibuja el problema del ahora absoluto, que siempre está equidistante de un infinito pasado y de otro infinito porvenir; la distancia del ahora siempre es la misma respecto de los infinitos pasado y porvenir. Por eso lo geómetras concluyeron que el círculo perfecto es único, representando al Ser o a la Eternidad personificada; en cambio las cumbres son plurales cual montañas, ellas son la hijas superiores del triángulo y su misterioso potencial. Cuando esto se traduce en términos de felicidad, la recordada está separada por la barrera infranqueable del “ya no es” y la felicidad futura también distante por el “todavía no es”. La futura podrá acontecer, pero si es un “momento” no deja de estar sometido a la ley de lo pasajero; para el tiempo fluyendo cual río el conquistar es lo mismo que perder: sometidos a la rueda de la existencia que tanto frustra a los budistas. Sin embargo, ¿qué sucede cuando habitamos sobre una rueda de naturaleza feliz? Permaneceríamos sobre una cumbre-meseta espléndida, donde al caminar jamás nos alejaríamos del centro, por más que sucedan tribulaciones o excentricidades de la existencia. Para que esta explicación fuera completa deberíamos asumir que toda muerte es ilusión; ahí está el punto de Arquímedes, pues quien cree en la aniquilación del espíritu, busca un placebo para darle sentido a su vida. Nadie escapa de su propio centro, así que subir hasta la cumbre sería un placebo. Irónicamente casi nadie es capaz de mirar su propio centro, pues se esconde muy adentro; necesitaría haber purificado sus sentidos, al modo que recomendaba Blake, de limpiar las puertas de la percepción para captar el infinito tal cual es. Quedé embelesado con tales ideas, pero el amigo esa tarde seguía trastornado por la impresión de una cara redonda bajo la ventanilla del féretro.
**
Habría transcurrido otro año, el mal recuerdo del clima de Suecia y la decepción se combinaron para provocar un vuelco en los intereses de Bernardo. Desvió su entusiasmo hacia las regiones cálidas, donde sentía existían menos dureza y corrupción, a tono con la leyenda del buen salvaje patentada por Rousseau. De cuando en cuando enviaba postales de Tahití o Borneo indicando que merecían ser elevados a calidad de “patrimonio de la humanidad” y sus playas certificadas de paraíso terrenal. Los motivos no siempre eran viajes reales, bastaba una ocurrencia para que regalara esas impresiones postales, hoy pasadas de moda.
Después supe que siguió un curso de arqueología. Al platicar por teléfono, parecía entusiasmado:
—Dejar algo para la humanidad, que las generaciones futuras reciban tu contribución; ahí veo una cumbre, una que no sea fugaz, algo que justifique mis esfuerzos y las pestañas perdidas leyendo libros.
Pasaron los años, mis hijos nacieron gemelos, varones sanos y alegres; poco después quebró la empresa. El amor y el matrimonio se escurrieron por un desfiladero apresurado de deudas y privaciones. Extrañaba la plenitud matrimonial de los años buenos y lamentaba las tristezas que deja la separación. Entré al lado oscuro del círculo, pero las dificultades económicas me mostraron un pliegue distinto: luchar. Así de sencillo y de incomprensible, me bastaba luchar rabiosamente por salir adelante para destilar adrenalina y reírme solitario ante el espejo del baño cada noche. Terminados los años de felicidad bajo la “familia perfecta”, entonces el trabajo duro y hasta obsesivo me regocijaba y satisfacía. De la agitación laboral saltaba al descanso, con fines de semana cándidos como papá divorciado y noches de bar para solteros. Esa existencia era intensa y sin fisuras aburridas, a pesar de faltarme pareja y extrañar a mi ex “mujer perfecta”, para entonces metamorfoseada en la “bruja perfecta”.
Cuando regresaba a la ciudad, el amigo Bernardo se quejaba de los campamentos de exploración: interminables jornadas regidas por rigor y método para escarbar entre piedras y casi ninguna diversión. Advirtió que el sueño de los arqueólogos jóvenes por descubrir otra tumba al estilo de Pakal jamás se concretaría.
**
En el bar Bernardo sacó una fotografía cuadrada y pequeña que parecía hecha en estudio antiguo: mostraba a una guapa morena de rasgos orientales, ojos almendrados, sonriendo entre unas hojas elegantes. Esas luces y vestido combinaban perfecto con un ambiente selvático.
—Encontré a mi musa entre las tierras vírgenes y ella lo es también. Su candor e inocencia me cautivaron entre el gentío de Bangkok; su aura de belleza repelía a la multitud, la gente vulgar se alejaba para abrirle paso. Fue irresistible su presencia y la seguí. Con señas me acerqué apuntando a mi corazón e hincándome para demostrar sinceridad. Ella era hostess en un bar así que tuve suerte. Se rio tanto al principio, por fortuna llamó a un mesero que parloteaba inglés y no a la policía. Otras veces llaman a la policía cuando intento convencer con señas y mímicas. ¿No te conté la vez que me detuvo la policía en Grecia?
Después de algunos desvíos regresó a explicar su última cima de amor. Juró que esa relación era tan sincera e intensa que ella pronto se reuniría con él, en cuanto encontrara el modo de encargar a sus dos hijas con su familia.
—¿No dijiste que era virgen?
—En su mente, en sus intenciones, en su actitud de inocencia... a eso me refería.
Hubiera sido rudo hablar para refutar su linda narración, mejor lo desmentí mentalmente sin abrir la boca: Él no había tocado a la recepcionista del bar, le declaró su amor y ella le hizo vanas promesas, repetía el caso sueco pero a la inversa. Sin embargo, él parecía tan feliz mientras contaba su aventura.
Recordé cuando lo conocí: montado en la bicicleta recién regalada el día de Reyes. Esa vez, yo no recibí nada y pateaba una humilde pelota de goma que encontré extraviada en la calle, pero me divertía. En esos años de infancia su padre resultó el rico del barrio, pero luego la situación se fue emparejando, después ya conté sobre su partida. Durante una semana Bernardo juró que la bicicleta era lo mejor que jamás le había sucedido. No se bajaba, a cualquier sito quería ir sobre ella, hasta me invitó a subir, pero le dificultaba traer un pasajero. Al terminar la primera semana dejó la bicicleta guardada y comenzó a patear el balón el resto del año hasta que llegó su fiesta de cumpleaños. Y quedó fascinado por un regalo de “hombres de acción”, con los cuales también jugó una semana seguida en solitario, hasta que regresó con sus amigos a corretear balones.

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La última noticia directa de Bernardo fue un correo, donde con detalle y euforia explicaba sobre una oportunidad en una expedición científica hasta la zona remota y selvática de Nueva Guinea, donde incluso aseveraba que había caníbales. Daba decenas de razones por las cuales es empresa sería extraordinaria, en síntesis: el pago era excelente, había unas ruinas inexploradas con potenciales descubrimientos sobre una civilización desconocida, y después recibiría reconocimiento público por la expedición.
En una posdata de la carta, regresó a lo que se había convertido en una episódica discusión. Dibujó un círculo a mano y lo tachó, al lado con una sola línea trazó una montaña picuda y la palomeó. Abajo indicó: “El círculo se puede romper y la cumbre me desafía, extraviada entre brumas.” Terminó su argumento con un tono melodramático: “Veo, por fin, esa cúspide en la cercanía; mi existencia entera ha valido la pena si soy capaz de conquistarla.”
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Transcurrieron unos meses cuando la hermana de Bernardo avisó que no había rastro de él. Ella pidió informes y ayuda a la embajada, pero fue infructuosa su pesquisa. Eso me recordó la muerte de Rockefeller Jr., el heredero más rico del planeta, trágicamente extraviado entre los caníbales de Nueva Guinea. Los meses se convirtieron en años y sus familiares se resignaron.
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Hace pocos días platiqué con los amigos de la escuela:
—Ya casi se extinguieron a los caníbales y hasta las selvas vírgenes, incluso también los exploradores, en sentido estricto.
—¿Recuerdan lo que decían sobre las cumbres y los círculos?
—Si transitas por el círculo colosal creerás que recorres un plano, como la Tierra o, más bien, la curva obligatoria de la existencia te regresa al mismo punto de origen.
—¿Cómo un círculo donde todos los momentos serían diferentes e intensos?
—No imagines un círculo vulgar, sino un círculo perfecto, donde el centro es tu vida y la superficie es la felicidad, donde cada paso alcanza una cumbre o permanece en el ahora supremo.
—Aunque esta vida no fuera perfecta, mantiene su derecho constitucional a serlo, y yo demando que esto sea cumplido.
Se incorporó, estiró el cuello y puso la voz gruesa, invocando a un senador de Roma, y sentenció:
—Una cumbre que es la otra cara del círculo infinito… lo demás es silencio.