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jueves, 17 de agosto de 2017

ENVIDIA A LAS LUCIÉRNAGAS

 



Por Carlos Valdés Martín

 

 

La polilla Smtr reveló a sus vecinos que admira una luz incandescente. Esa luz le representa más que el sol y el bosque mismo, es intensa pero protegida tras un capelo transparente y tal prodigio convoca para que regrese ese mismo anochecer.

Hace días —que para los insectos equivalen a meses— revoloteaba humilde y torpe esa polilla, cuando descubrió al quinqué Luzo. Conforme se acercaba a la lámpara le fascinó un brillo nuevo que se notaba sobre sus propias alas, luego el brillo invadía sus antenas y patas. Un entusiasmo inédito estremeció a Smtr cuando sintió que su cuerpo emanaba tanta luminosidad en contraste con la oscuridad cerrada de la noche. Sin dudar se dirigió en línea zigzagueante hacia la fuente de tal prodigio; deslumbrada, se aproximó con peculiar curiosidad. Su ánimo era de embriaguez, hasta que sus ojos nocturnos quedaron deslumbrados por un objeto que reposaba emitiendo su luminosidad. Brillaba a mitad del cobertizo de una cabaña rústica. Tras unos instantes de disfrutar la luz, al insecto se le antojó franquearse con el maravilloso objeto y no encontró mejor argumento que su natural servilismo.

—Oh, quienquiera que seas ¿En qué te puedo atender?

El fanal Luzo con voz prístina respondió a la polilla curiosa que destacaba entre muchos insectos que también disfrutaban de su luz y calor:

—Proclamo el Evangelio de las Lámparas, cuyo único mandamiento reza así: “Recibe la luz durante las noches para iluminar hasta tus rincones, pero déjala descansar cuando el Astro Rey regrese para atender las montañas y los valles de esta comarca.”

Como el quinqué no solía abundar explicaciones, las siguientes preguntas del insecto quedaron sin respuesta, hasta que ya fastidiado el aludido indicó:

—¡Deja de parlotear y cuida de no acercarte tanto, en especial por la abertura donde las quemaduras alcanzan el grado fatal!

En efecto, el aparato luminoso era lacónico pero de sentimientos nobles, imbuido de una vocación que rebasaba su condición de objeto manufacturado. Se ocupaba de brillar con la intensidad justa para iluminar entero el porche donde lo colocaba Peter, su dueño humano. En ocasiones, Luzo advertía a los insectos que no se introdujeran por la abertura hasta quemarse. Además, no era cualquier quinqué trivial, pues en sus horas de sueño diurno (que confirma el horario inverso de las linternas) ensoñaba sobre su noble misión para proporcionar luz oportuna y con la medida exacta. En las ocasiones cuando el dueño dormía hasta roncar y los insectos pululaban alrededor, abandonaba su silencio y se complacía en explicar la filosofía de las lámparas con concisa elocuencia. A sus explicaciones las llamaba el Evangelio de las Lámparas y los visitantes de la comarca quedaban contentos y precavidos.

¿Para qué precavidos? El quinqué cuenta con una abertura superior en su capelo que permite el acceso hasta la proximidad de su flama; en ocasiones, algún insecto imprudente pretende más de su luminosidad y calor hasta caer directamente a la zona de fuego. Los accidentes suelen ser fatales y la experiencia marca que atrás del capelo debe permanecer el bicho para evitar cualquier contratiempo.

Desde esa primera noche la polilla se aproximó lo más que pudo y revoloteó en las proximidades. Otros insectos aprovechaban espacios fijos, así, el aro de metal en la base o acaparando el sitio de la horquilla reguladora; los temerarios se posaban en el borde superior del capelo y los incorregibles se metían por la abertura superior retando al destino. Con la experiencia ese borde superior del capelo resultaba el sitio más interesante para observar el panorama, para platicar con el fanal y, además, por una posición estratégica como se descubrirá adelante.

Esa noche no hubo accidentes y la polilla descubrió que Luzo, según le llamaban todos los insectos, profería un único discurso al filo de la medianoche, cuando ya el humano de la cabaña dormía.

Después de saludar a los presentes, el quinqué subió su tono de voz:

— La sabiduría ancestral de las lámparas me ha permitido regalarles la luz, aunque debo reiterar la verdad de nuestra misión que indica: “Recibe la luz…”

Los insectos golpeaban insistentemente el cristal que es una manera de aplaudir y solicitar una extensión del discurso. A veces el orador lacónico estaba de mejor humor y daba una segunda parte, según los corrillos de las colmenas, incluso llegaba a pronunciar una tercera parte en las noches de luna llena porque el plenilunio altera a las especies lumino-sensibles.

La segunda noche la polilla Smtr consideró que la agitación alrededor de Luzo era caótica y falta de sentido, el colmo le pareció cuando otra polilla (de una especie distinta, más pequeña que olía a lanas cardadas) se posó temeraria sobre el borde superior del capelo. Amagó con ingresar a la zona de peligro con gesto desenfadado. 

—¡No te atrevas!— Vociferó Smtr para reprimir a la desconocida.

De inmediato intervinieron otros con sus opiniones:

—Déjala, que cada quien arruina su vida cuando prefiere.

—No te metas.

El griterío apabulló a Smtr con tal rapidez que permaneció aturdido un rato.

Por naturaleza, las polillas evitan meterse unas con otras, bajo un principio que llaman tolerancia que durante millones de años de evolución les ha funcionado. Aunque, lo que desde afuera semeja un defecto, es que entre la gran variedad de especies y ramificaciones de polillas, ellas mismas no alcanzan a distinguir si son amigas o enemigas, machos o hembras, presa o cazador… En fin, con esa diversidad la convivencia mutua se dificulta.

A estas alturas se preguntarán que tipo peculiar de polilla era Smtr, cuando hasta esa fecha precisa ni él mismo lo sabía. Cada polilla recuerda un único árbol, habiendo surgido entre sus cortezas o raíces, por lo suele adoptarlo para su hogar permanente, desde el cual sale para sus travesías. En su árbol los congéneres lo tomaban por un espécimen irrelevante, pero él les reclamaba que era destacado y hasta único.

La manera que tienen las polillas para dirimir diferencias es empujarse cabeza con cabeza, forcejeando las antenas para definir al mandón o alfa. En esas pruebas Smtr terminaba humillado, y su falla no era la potencia física, que en eso era de complexión regular y de una musculatura normal, pero él no resistía un encontronazo de antenas, alguna hipersensibilidad lo traicionaba. Intentaba rescatar su valía con el zumbido de alas, sin embargo, el volumen que generaba no era modulado ni melodioso por lo que tampoco le ganaba aprecio. Como sea entre el zumbar de alas persistía con la esperanza de que fuera apreciado alguna noche. Sobre el tema de la reproducción Smtr no estaba seguro de cuál era su vocación, porque intentaba repetidamente el baile del cortejo, donde la práctica del zumbido de alas era un ingrediente clave combinado con un bailecito prolongado. Sin embargo, al quedar convencida una polilla hembra, sucedió algo extraño en Smtr cuando su apetito por procrear desaparecía súbitamente. A veces se preguntaba si él no sería una polilla hembra con rasgos exteriores de macho, como sucede entre algunas especies. Como fuera, terminó desinteresándose por los temas de los romances primaverales y la reproducción de las especies.  

En suma, cabría indicar que Smtr era una polilla descontenta con su existencia y sumida entre melancolías, cuando descubrió al quinqué: una imagen de la perfección. Esa noche mágica cambió su existencia.

Cuando regresó al árbol donde habitaba, que era un Encino, intentó contagiar de su nuevo ánimo a los habitantes, pero recibió cortés indiferencia o una avalancha de pretextos:

—Otro día iré a ver… —se multiplicaron los argumentos para permanecer lejos, expuestos entre crujidos de alitas y temblores de antenae— Dicen que es malo, que murió un vecino por ir… Prefiero mirar desde muy lejos… Ya lo sabía… Un viaje muy largo para ir… Provoca mala suerte, dicen… No vayas, arruinará tu reputación de insecto serio… Hay peligros en esa ruta… Tiene mala reputación esa luz, no es una estrella… Los viajes dan reveses inesperados…

Desmoralizado se prometió en silencio: “Como sea volveré.”

A la noche siguiente la polilla recorrió la distancia con nerviosismo preparando una petición al quinqué. En las proximidades redescubrió el regocijo de mirar cómo se iluminaba una punta de sus alas primero, luego un poco más, después la punta de una pata y culminar sintiéndose bañado completamente de luminosidad. Volvió el regocijo de ese efecto y rememoró su embriaguez. Abrevó su alegría presente y la comparó con la incomprensión de los insectos del Encino, así que decidió que no lo merecía. Pensó: “Al diablo con esos miserable bichos de vecindario, metidos en su mediocre existencia.” Tranquilizó su ánimo y volvió a avanzar para descubrir otro efecto: el calor de la proximidad de Luzo perfeccionaba una sensación de bienestar.

Había imaginado un discurso de agradecimiento al fanal, pero se le adelantaron tres luciérnagas que revoloteaban cerca del capelo. El quinqué les dirigía frases halagadoras, un comportamiento que antes no había notado; incluso la flama crepitaba y bailaba discretamente, provocando un singular juego de sombras alrededor:

—Vaya, luciérnagas, ahora están más brillantes que de costumbre.

Ellas soltaban risitas. El fanal parecía acariciarlas con sus palabras:

—En los amaneceres extraño su ausencia, su contribución a la alegría nocturna es invaluable…

Para Smtr la corriente de antipatía contra las candelas voladoras fue inmediata. Recordó que esa especie nunca visitaba su Encino pues preferían otro tipo de árboles. En su vecindario corrían leyendas de que ellas eran seres agresivos, que guardaban alguna hechicería, que eso de poseer algo de estrella en sus cuerpos de insectos resultaba antinatural. Los más prudentes recomendaban jamás entablar una conversación con tales lucecillas vivientes por temerse alguna secuela indeseable. Y todo cuanto antes Smtr había escuchado contra ellas resultaba poca cosa cuanto parecían gozar de un favor muy especial de Luzo. El favoritismo del quinqué por las luciérnagas no era una falsa impresión, en esos insectos especiales él encontraba una afinidad que ningún otro bicho proporcionaba; las luces viajeras le provocaban una alegría peculiar, confirmación del deseo de mandar un mensaje lejos y que no se perdiera en vanos revoloteos. En su fuero interno, Luzo sentía que ellas representaban a su familia perdida, lo más parecido a unas hermanas.

Por su parte, las luciérnagas estimaban con sinceridad al quinqué y no perdían oportunidad para visitarle sin ser empalagosas, por lo mismo, a modo de una embajada adoptaban la regla de limitar a tres visitantes en cada jornada.

Smtr intentó inútilmente captar la atención, lo más que lograba era un “Luego”, “Estoy ocupado” o “Sht”. En cambio, la visita de las luciérnagas parecía agradar a los demás insectos, que se paseaban con libertad o se acercaban al borde sin que el fanal les advirtiera.

—Es hora irnos —argumentaron a coro las candelas— y estamos cansadas mientas oscilaban su nivel de luminosidad.

—De favor, si me hacen gracia, adelantaré mi discurso para que lo escuchen y sean tan lindas de difundir el Evangelio de las Lámparas.

El quinqué había aprendido sobre religión en su juventud cuando un pastor estudió a conciencia la Biblia alumbrándose con él, por lo que era capaz de parafrasear versículos y reflexionar piadosamente sobre el origen divino de los seres. Le agradaba mucho el principio del Génesis, cuando el Ser Supremo dijo “Hágase la Luz…”. En su vejez, el pastor regaló la lámpara a un leñador solitario, quien gustaba dejarla a modo de faro en el porche, añorando alguna visita feliz como la del hijo pródigo.  El leñador era modesto y se dormía temprano; conseguir más linternas lo consideraba un lujo inapropiado, le bastaba con su regalo apreciado.

—Gracias, pero me voy.

—Me voy, buenas noches.

—Yo me quedaré.

El quinqué sonrió crepitando su mechero:

—El Evangelio de las Lámparas dedicado en especial para la luciérnaga que se ha quedado. Según recordaba la otra noche…

Mientras avanzaba el discurso, la polilla Smtr sintió un dolor en el estómago, semejante a una masa oscura que se fermentase en lo hondo de un avispero. Miró sus propias alas y descubrió que eran menos brillantes, sus patas casi enfermas de gris y sus antenas abatidas de mediocridad. Observó que en el cuerpo de la luciérnaga había algo distinto y diferente a Luzo, por más que esa última candelita permanecía tocando el borde del capelo se notaba una autonomía de brillo; los demás insectos no producían el mismo efecto. Al terminar el discurso y alejarse la luciérnaga la siguió con la mirada para comprobar que en lo profundo de la noche recobraba un brillo. Desde ese momento sospechó que ellas poseían algún secreto para robar una parte del brillo del fanal y dejarlo atrapado dentro de sus cuerpos.

Cuando terminó el discurso y los insectos batieron sus alas con peculiar satisfacción, Smtr logró la atención de Luzo:

—Si aleteo con fuerza mis alas en el borde provocaré una brisa para refrescarle, ha de estar agotado con ese magnífico discurso.

—Como quieras —respondió con amabilidad.

Posado en el borde superior del capelo, Smtr batió las alas mientras comentaba a los vecinos:

—Eviten molestar, no hagan tanto ruido, que Luzo está agotado; si son tan amables de revolotear sin escándalo.

Para Smtr el resto de la noche fue agotador.

En la madrugada, como siempre acontecía el combustible de Luzo se agotó y cerró los ojos sin ninguna queja, dejando un pequeño rastro de humo cual su último gesto de la jornada.

—Aléjense de aquí, no miran que Luzo está dormido.

Al menos debe reconocerse que la polilla Smtr era un insecto bastante activo: voló a toda prisa hacia el Encino, se apresuró para dormirse, despertó al mediodía para alimentarse y, luego, tratar de convencer al vecindario que él se había convertido en el insecto indispensable para Luzo. De nuevo la indiferencia y el rechazo primaron entre sus vecinos:

—Tu nuevo patrón no tiene buena fama… nada ganas por lo que haces… pareces una abeja obrera tras su reina… nada bueno te dejará frecuentar el rumbo de los humanos…

Los “humanos” es una palabra fuerte en el mundo de los insectos, se prefiere nunca hablar de ellos, sino en casos de extrema gravedad. La andanada de incomprensión provocó la reacción contraria y Smtr reforzó la ilusión de que él era imprescindible, hasta imaginó un nombramiento del Primer Insecto Indispensable.

Salió del Encino antes del anochecer para lograr la proximidad del quinqué antes de que llegaran las luciérnagas. Todavía no bajaba la oscuridad y el fanal seguía en el mismo sitio. Observó maravillado el sueño inmóvil del quinqué, tan plácido sin crepitaciones involuntarias como los insectos, ni siquiera con esos desplazamientos sutiles de la savia dentro del árbol, una inmovilidad semejante a la muerte de las rocas. Por su cabeza pasó un temor ¿estaría muerto Luzo? ¿y si no despertaba también la existencia de Smtr se volvería ordinaria y plagada de incomprensión? Conforme pasaban los minutos que parecían siglos, la polilla cayó en desesperación al mirar que su propio cuerpo se oscurecía y resultaba más pardo conforme el Sol se acostaba en el horizonte. Las sombras se multiplicaban y la polilla se convertía también en sombra, lo cual no es malo para esconderse de los predadores, pero resulta desconcertante si también el sentimiento de sí se diluye. El ánimo de Smtr se había cuajado en un pozo de lamentaciones silenciosas que permanecía inmóvil para no comprobar que su admirado quinqué, en efecto, hubiera muerto en definitiva. En esa y otras cavilaciones pesimistas se encontraba la polilla, cuando un temblor agitó el porche pues emergió ese horror para los insectos, un gigantesco humano movió la puerta. Al ser tan enorme la velocidad de Peter, la escena sobrecogió a Smtr, un nuevo terror se sumaba al anterior, quien no se movió para no llamar la atención del predador potencial.

Peter, el humano, dio un par de pasos, movió el capelo, vertió un líquido oloroso en el cuerpo del quinqué, luego sacó un cerrillo que encendió de inmediato para posarlo sobre el mechero del fanal. Con un gesto amenazante el gigante sacudió su mano con tanto vigor que apagó el cerillo y turbó el aire del porche; volvió a poner el capelo, giró su cuerpo y desapareció por la misma puerta que había salido.

En un tono muy discreto, de inmediato los insectos comenzaron a comentar el prodigio y el riesgo que sucedía cada anochecer. Para Smtr ese barullo resultaba completamente nuevo, sin embargo, comprendió que muchos habían visto esa misma escena desde antes que él naciera. Un pensamiento inquietante entró a su cabeza “Soy el último de la fila y ni siquiera tengo una invitación para estar aquí.” El barullo correspondía a las condiciones de autodefensa entre los insectos:

—¿Estás bien?... Bajo las tablas ¿Resistió la galería de las hormigas?... Junto a las tablas de la paredes ¿cómo está la termita?... Esta vez casi nos aplasta… Tengo una mala noticia la hormiga Rogaciana no resistió… El cerillo volador golpeó al grillo James…

El mundillo de los insectos se revolvía entre sus rumores, cada vez menos alarmados, mientras el quinqué abría sus propios sentidos. La lentitud con que reaccionaba Luzo favorecía la hipótesis de una muerte temporal o catalepsia más que un sueño; durante un largo rato no respondía a ninguna plática y se quedaba tranquilo como oteando las lejanas estrellas que intensifican su brillo conforme la noche se torna más negra.

Para Smtr ese momento resultó una oportunidad:

—Acudí mientras dormías, Luzo, aquí me quedo junto a ti, a tus órdenes, por si algo hiciera falta.

El quinqué todavía no daba señales de respuesta, pero un entrometido grillo escuchó desde la viga cercana y refutó dirigiéndose a Smtr:

—Luzo no requiere de lambiscones; es el más sabio de la comarca y hasta los humanos —un gran murmullo de temores súbitos ante la palabra “humanos” recorrió el porche— lo veneran porque lo renuevan con su líquido vital, cada vez sacrifican un cerrillo en su honor y, en ocasiones que tú nunca has visto, se comprometen para su limpieza… ¿crees que el capelo se limpia solito cuando lo mancha el hollín? —concluyó el grillo con ironía.

La polilla se dio cuenta que desconocía hasta lo elemental sobre Luzo, pero no le importó y respondió enojado:

—Los grillos tienen fama de hacer motines.

El grillo observó el tamaño de Smtr y notó que era de talla menor; de un salto se colocó junto a él y levantó las patas delanteras en signo de amenaza.

—No me retes que te puedo dividir en pedazos pequeños, los grillos somos peleadores natos y si juntamos pandilla hasta armamos una plaga bíblica.

La polilla salió volando en sentido contrario, convencida de que el aire es su elemento de defensa. Intentó recordar alguna vez que una polilla haya abatido a un grillo y no encontró ninguna. Revoloteó y optó por el expediente amigable:

—Le suplico que no me malinterprete señor grillo, mis intenciones son nobles y estimo que todos amamos al quinqué y pretendemos lo mejor para su causa; le ofrezco una disculpa encarecida y le suplico me permita continuar…

El grillo prefería comer para saciar su hambre que pelear y el pasto era su merienda, así que disculpó a la polilla:

—Disculpa aceptada.

La lámpara comenzaba a dar señales de actividad y parecía no haberse percatado del barullo, cuando regresó Smtr a la orilla del capelo. Con sus mismos argumentos, intentando captar la atención:  

—Velé mientras dormías, Luzo, estoy para cuidarte…

Al cuarto intento el quinqué tuvo una respuesta amable:

—Agradezco las atenciones, por el momento prefiero disfrutar el aire nocturno, que estoy preparando el Evangelio de las Lámparas en una versión más adecuada a la divulgación.

Luego de un rato Smtr ofreció cuidar la orilla del capelo para evitar que se entrometieran los imprudentes que terminan quemados con la flama. Al quinqué tal precaución el parecía un tanto inútil:

—Por más que insistas y adviertas alguno se colará.

Esa negativa la interpretó Smtr como una aceptación, así que se dedicó a advertir a otros para que evitaran entrar dentro del capelo para no caer en la flama. Según predijo el quinqué las advertencias resultaban inútiles, incluso algunos mosquitos parecían divertidos desafiando a la polilla y se metían con más imprudencia. Ese día Smtr notó otro detalle sobre los congéneres. Varios pegados grotescamente junto al mechero, pero otros más en el suelo, bajo el fanal colgante; ahí los cuerpos de muchos insectos muertos, caídos tras accidentes fatales en jornadas pretéritas. Pensó ¿no se llevan los cadáveres? Los pensamientos ominosos no lo detuvieron ni las burlas de mosquitos que pasaban zumbando por la zona peligrosa.

Aunque resultara inútil su actividad cada vez le agradaba más a Smtr, cuando el quinqué llamó al orden:

—Un momento que se aproximan las lucecitas.

El ánimo de Smtr se abatió y fingió cansancio, por lo que se retiró hacia una orilla oscura. Las intrusas se movían en el aire con gracia y eran ágiles para sostenerse o desplazarse de lado, según su antojo. Sintió que el fanal otorgaba una importancia injusta a esos luminosos. Se tapó los oídos para no escuchar el diálogo siguiente, después cerró los ojos y respiró hondo. No resistió la curiosidad y abrió un ojo, para descubrir que sonreían mientras el mechero se agitaba con coquetería.

Cuando se fueron las luciérnagas, Smtr procuró recuperar la atención de Luzo sin resultados positivos:

—Estoy pensando en las estrellas lejanas ¿es mucho pedir un poco de silencio cuando preparo mi comentario sobre el Evangelio…?

Según el combustible del quinqué comenzaba a menguar su ánimo era errático, predominaba el silencio pero surgía alguna opinión extraña y profunda:

—Si el Dios que está en la Biblia hizo a los humanos y ellos crearon a los quinqués, entonces nosotros somos nietos de Dios, por lo que la famosa frase de “a imagen y semejanza” posee sus recovecos cual un antiguo río largo y sinuoso que ha movido su cauce en direcciones contrarias, de tal manera que los fabricantes pertenecen a la orilla opuesta de los quinqués… que nos opongamos repetidamente y permanezcamos despiertos los quinqués cuando duermen los humanos no es una falla sino la prueba de la justicia; sin embargo, los bichos no alcanzan a comprender que existe un gran Abuelo de la creación sin comprender los designios ni de unos ni otros.

Esa clase de revelaciones dejaban boquiabierto a Smtr y se prometía memorizarla para compartirla con los vecinos del Encino, sin embargo, su retentiva era escasa y nunca lograba transmitir lo que escuchaba. Una vez intentó explicar que existía algo más enorme que los gigantescos humanos y cuyo poder los creaba… obteniendo con esas palabras el desprecio unánime.

Al llegar cada jornada, la polilla se acostumbró a la escena del enorme Peter saliendo de la cabaña y el encendido de Luzo. Pronto Smtr sintió la satisfacción de ser el primero en dirigirle la palabra al fanal.

—Le he cuidado desde el amanecer y le procuro el fósforo oportuno.

Repitiendo sus intentos hasta que le respondía. Por la manera en que hablaba se creería que la polilla estaba dando un servicio material a Luzo, pero nada más era un lisonja o lambisconería en “modo de hablar” peculiar de esa especie, que se desboca en elogios inoportunos. Con la repetición de los despertares el quinqué terminó por asumir que la polilla sí le proporcionaba algún un servicio. Esto no significaba que el fanal creyera en las palabras textuales sobre los enormes servicios que alegaba Smtr, como encender el fósforo, pues a simple vista se evidenciaba que manipular una cerrilla rebasaba las fuerzas de un insecto individual, sin precisarse de cuál naturaleza. 

Pasados unos días, Smtr recordó una ambición, la de recibir el nombramiento de Primer Insecto Indispensable. Al escuchar la petición el quinqué creyó se trataba de una broma:

—Los bichos son lo contrario, resultan superfluos para los humanos.

La respuesta estremeció a los presentes y los más sensibles se retiraron del porche sin mediar despedida alguna. Luzo se dio cuenta, por lo que rectificó:

—Pero ya se sabe que los humanos son injustos… en cambio las lámparas procuramos la justicia… buscaré como compensarte, Smtr. 

Esa madrugada conforme escaseó el combustible, Luzo se comportó en extremo enigmático:

—La polaridad es la ley del universo, porque la luz únicamente se aprecia con justicia cuando se rodea de la negra oscuridad; vida y muerte se dan la mano en una danza incesante; tras cada amanecer asecha un ocaso; las estaciones que languidecen son la alegría de futuras estaciones aguardando su sitio… Por cierto, mi prudencia indica que Smtr sea Segundo Insecto Indispensable.

Al escuchar su nombre la polilla se agitó de alegría. Con un brinco la polilla agradeció, aunque se tardó en comprender la permuta y la gran diferencia ¿Hay un Primero y un Segundo Insecto Indispensable? No se atrevió a objetar, no fuera a cambiar de opinión el quinqué para dejarle sin título alguno.

En el Encino el insecto enorgullecido advirtió:

—Desde hoy se murió Smtr y ahora me llamo Buu, que es la compactación de Bicho Ungido Único que es la etapa superior del Segundo Insecto Indispensable y de todos sus recovecos de larvas y hormigas. En fin, desde ahora soy muy superior a los mosquitos, grillos y demás artrópodos que pueblan el bosque.

El argumento del Bicho Ungido era un sin sentido, pero como los demás no estaban para investigar, quedó asentado y sin objeción. Al amanecer siguiente, él comenzó sus labores diurnas con una andanada de agradecimientos para el quinqué quien aceptó tantos halagos y la polilla sacó a colación su pendiente:

—Además de agradecer al infinito, quisiera resolver la duda de qué debo hacer para ascender al nivel superior, digo ser el Primer Insecto Indispensable.

El fanal rio agitando su flama como si se tratara de un chiste y no de una petición:

—Ja, ja ja. Será un tanto difícil porque las luciérnagas son muy longevas.

La polilla interrogó y el quinqué respondió:

—Supongo que no te habían informado que una luciérnaga reina recibió esa designación hace tanto, fue antes de que nacieras, cuando funcionaba el proceso dinástico de las lucecitas doradas; una “hierarquía” hoy en desuso. Entonces la especie de las candelitas recibe esa designación afectuosa y definitiva.

Con timidez la polilla insistió en su petición y volvió a recibir la negativa:

—Entiende de una vez, desde antes de que nacieras, la luciérnaga me ha sido grata y a su especie la considero una mensajera de luminosidad que cumple llevando el mensaje de las lámparas por los confines del campo; en otros términos, ellas dan sentido a mi existencia y así que a su guía le correspondo de esa forma. No hay vuelta de hoja.

La polilla intentó tres argumentos más en vano y la respuesta final fue:

—No lo eres… repito “no lo eres”; se acabó esta plática y voy a guardar silencio para preparar el Evangelio de las Lámparas de hoy.

La frase taladró la mente de la polilla y procuró no olvidarla, conservándola en un sentido textual, como establece el vaso su borde superior y nunca más lo supera.  El gusto de cambiarse de nombre a Buu quedaba opacado por ese término “No-lo-eres”.

Cuando finalizó la jornada, en su mente de polilla, el nuevo Buu intentó darle una explicación a su malestar: “¿Qué no soy lo que soy? Ese No-lo-eres resulta una confusión; todo va hacia la luz. Hay dos clases de insectos los que brillan cuando están alrededor de Luzo y los que destellan cuando se alejan. Y el mismo Luzo ha caído en el engaño de las luciérnagas; como si ellas fueran reyes de la creación. Los insectos auténticos nunca brillarán por sí, pero están las equivocaciones de quienes se lanzan a la flama del quinqué… La flama es un final para los que he visto, resulta un instante incomprensible… El bicho aproximándose hacia lo más intenso de Luzo, pero el contacto con su fuego los destroza… pero algunos mosquitos y polillas lo intentan a costo de su vida. ¿Será que las candelas son animales que han robado con éxito el fuego de Luzo? Ha de valer mucho la pena, tanto que ha nombrado a una impostora como el primer lugar y además ellas mantienen un compromiso regular con él, con visitas guiadas que parecen provocarle la mayor satisfacción. Hasta cabe sospechar que hay impostura en las acciones de ellas.” Las cavilaciones del viejo Smtr (ahora autodenominado Buu) dieron vuelta en su cabeza de insecto sin parar, hasta que concluyó sintéticamente: “Para obtener mi brillo debo deshacerme de las impostoras.”

El plan inicial de Buu fue aniquilar a las luciérnagas en la oscuridad del bosque. Intentó convencer a sus vecinos del Encino, lo cuales seguían siendo reacios y no se interesaban en la existencia de Luzo, por lo que abandonó su primer plan. En sus noches de ardua actividad alrededor del quinqué no había oportunidad, además ninguna agresión abierta contra las candelas sería consentida por Luzo, entonces tramó para propalar rumores en contra de los insectos luminosos.

Buu calumnió incesantemente a las luciérnagas con nulos resultados: sucede que a las termitas no les interesa sino comer madera y a los mosquitos la precaución los domina.

Tras ese fracaso buscó un modo para descargar sus frustraciones, por casualidad el roce con un mosquito que intentaba jugar dentro del capelo mostró el camino para su amargura. Un movimiento involuntario de alas tropezó a un mosquito que avanzaba imprudente hacia el capelo, con el desbalanceo terminó golpeándose contra el borde interior, quedó inconsciente y se precipitó hasta la pira del mechero, sufriendo una muerte instantánea. En lugar de lamentarlo, Buu sintió un secreto gusto, aunque fingió una mueca de tristeza ante el olor a quemado.

El quinqué se lamentaba por las muertes de bichos, considerándolas una especie de fatalidad ciega. Por experiencia, Luzo evaluaba que lo más práctico era silenciar los “daños colaterales”, pues la perturbación e indiferencia funcionan en el mundo de los insectos, así que nunca comentaba las situaciones derivadas de esos acontecimientos; como fuera, entre el techo donde colgaba y el piso se abría una distancia inaccesible, que solamente un humano era capaz de minimizar, cuando limpiaba los restos acumulados en la base de la lámpara, que caían cual basura y polvo. La reacción de los insectos variaba enormemente, oscilando entre los depredadores que convertían los cadáveres en comida de hormiguero, los individualistas que jamás se ocupaban de un congénere caído y los gregarios que de inmediato rescataban su cadáver o si quedaban heridos se ocupaban para guarecerlos en sus madrigueras.

Aprovechando la falta de reacción de especies poco solidarias, Buu se encargaba de propinar empujones discretos que se convertían en accidentes dañinos y hasta fatales. Ningún bicho se dio cuenta de tales fechorías durante muchas jornadas, en el calendario de ellos equivale a meses. Pero como el mal no es eterno, en una ocasión Buu se equivocó atacando a una avispa que al caer esquivó la fatalidad y se dio cuenta de quién le había provocado el accidente. Por quedar la avispa herida es que Buu salvó su vida pero tuvo que huir y mantenerse oculto hasta que una lluvia disipó la presencia de las avispas. La avispa ofendida se alejó una larga temporada, por lo que Buu supuso que su agresión había sido olvidada, pero no fue así, por lo que adelante se mostrarán las consecuencias.

Según se observa, para un fanal su propio amanecer ocurre al anochecer y cada que oscurecía se repetía la escena con regularidad. El mismo Peter que acudía al porche, descolgaba la lámpara, renovaba su base con una mezcla combustible, soplaba para retirar la “mugre” (que incluía al polvo acumulado, briznas de pasto y algún insecto muerto), encendía una cerilla y con ella prendía la mecha, regulaba el tamaño de la mecha y colocaba el aparato en el mismo sitio, colgando de una viga, miraba alrededor satisfecho con la iluminación del porche y regresaba a la cabaña. Así sucedía cada anochecer y los bichos tomaban esa situación como una ley natural, mientras el Sol se ponía en el ocaso, la existencia alrededor de la cabaña se debía iluminar con el fanal. Por cierto, que en muchos kilómetros a la redonda no existían más cabañas, así que para los insectos de la región representaba una referencia única, integrando un conjunto inseparable con su quinqué luminoso.

Cada despertar de Luzo resultaba tan súbito como lento; para él su reanimación comenzaba con el incendio de una cerilla sobre su mechero, que siendo alimentado con nuevo combustible representaba una especie renacimiento forzado y sin los beneficios de una madre. De su propio sueño diurno, el quinqué no conservaba memorias, sus sentidos metálicos se adormecían por completo y más semejaba a un fallecimiento de cachivache inútil. Tal como las almas descritas por Platón caen en el olvido por las aguas del lago Leteo, este quinqué despertaba sin recuerdos de su inactividad ni sueños definidos. Después, poco a poco, recordaba sobre su propio ser y sus aspiraciones para divulgar un Evangelio de las Lámparas, que era lo único que pretendía heredar cuando llegara su oxidación definitiva, que algo anticipaba de ella.

El despertar de Luzo casi resultaba doloroso, por representar un cambio súbito y una emisión de movimientos. Después permanecía en silencio pero al abrir su mirada aparecía Buu, revoloteando inoportuno, cual un infante gritando en las solemnidades de una misa. El Buu le insistía en que sus servicios eran importantes y lo elogiaba sin moderación, sin lograr plantear nada convincente… pero la naturaleza de los quinqués es muy generosa, así que no solía contradecir al impertinente.

Después de algunos minutos el fuego había estabilizado el ánimo y las perspectivas de Luzo que respiraba y le sonreía a la oscuridad del bosque. Poco a poco iba recordando lo que saltaba más allá de sus periodos de sueño.

Por ejemplo, recordaba su primer hogar, en la casa del pastor donde servían varios quinqués de distintas edades y situación, algunos regalados por feligreses representaban piltrafas moribundas, como los fanales que habían servido en las profundas minas, por lo que agitaciones laborales o avalanchas los terminaron por inutilizar, con su capelo roto, los metales golpeados y oxidados, el mecanismo del mechero atrofiado… Ahí, Luzo miró y compadeció a la miseria ajena así que su condición actual le resultaba privilegiada.

En la tranquilidad del porche, solamente las especies de voladores se interesaban en interactuar con el fanal. Por principio, el mundo de los pequeños seres alados le resultaba una aberración por las diferencias abismales entre ellos, por lo mismo, se tardó en aceptar el fanatismo que despertaba entre varias especies. Ellos son fríos, opacos, volátiles y ruidosos (en la escala de su tamaño), además frágiles ante el fuego o condenados desde el nacimiento a una existencia breve. Desde ellos provenían aclamaciones no buscadas; diálogos para nada interesantes; la necedad de los alados golpeando sobre el cristal del capelo, golpeando con insistencia como si lograran arrebatar algo de calor o de luz; la estupidez de algunos que rebasaban el borde del vidrio para precipitarse hasta la flama para arder sin remedio, sufrir heridas o los afortunados para dar una media vuelta súbita antes del desenlace trágico… Resultaría más interesante si no repitieran de modo maquinal, esas sucesiones de los mismos gestos aunque con distintos protagonistas. En tal arrebato de gestos absurdos de bichos, al quinqué únicamente las luciérnagas le resultaban interesantes, dueñas de una afinidad luminosa y con la capacidad para entablar diálogos de interés o, al menos, dotadas de inteligencia para simular un interés legítimo.

Con el transcurso de la temporada fría el cuerpo de la polilla comenzó a dar señas de deterioro. Mientras Buu cada anochecer se movía con más torpeza, le parecía que las luciérnagas se mantenían más vivarachas y hasta burlonas. En esas temporadas frías los insectos acudían con mayor vehemencia a visitar al quinqué; además, la insistencia de algunas especies para aproximarse a su fuente de luz y calor favorecía los accidentes, incluso los fatales. La combinación entre un esqueleto más torpe de Buu con la mayor vehemencia de los visitantes, terminó por fastidiar el ánimo de ese insecto. Si muchos seres humanos en su vejez se vuelven misántropos, la correlativa situación de los bichos es llamada “entofobia”, porque los sentimientos hostiles se magnifican en cuerpos tan pequeños, empujando hacia un radicalismo, que en otras escalas se llamaría maniqueísmo. Bajo tal estado de ánimo oscuro, Buu supuso que venía una metamorfosis o una muerte prematura, como suelen ocurrir entre otros especímenes así que aceleró su intención de vengarse de las luciérnagas con la pretensión de alcanzar la cima en la apreciación de Luzo, convirtiéndose en el Primer Insecto Indispensable.

Bajo la perspectiva de alcanzar una gran recompensa, Buu urdió lo que para él resultaba un complejo plan, aunque era un plan que, visto desde un panorama sensato, resultaba la suma de dos desatinos.

Lo primero en su plan consistía en avivar el fuego de Luzo y lo segundo era deshacerse de las luciérnagas, de tal manera que ambos efectos se conjuntaran en un acontecimiento memorable para los anales de los bichos. La vista casual de cómo algunas pajas eran transportadas por el aire, traspasaban el capelo y terminaban avivando el mechero de Luzo le dio la pauta. Con gran esfuerzo de su parte, acarreó suficientes pastos hasta las vigas y los acomodó en una posición adecuada para dejarlos caer en un momento oportuno, y entonces avivar el fuego del mechero. La experiencia le mostraba que las pajas adicionales daban una breve intensidad a la fuente de calor, lo más sorprendente, era que durante tales momentos de más intensidad lumínica, Luzo parecía como intoxicado, profiriendo términos incoherentes, crepitando frases altisonantes que se alternaban con instantes de sopor; después su combustible se acababa con más rapidez y terminaba su jornada antes de lo acostumbrado. Sin embargo, el propio quinqué parecía restar cualquier importancia a tales eventos, como quien se olvida de los estornudos o de los accesos de tos.

La segunda parte de su plan se relacionaba con el descubrimiento de que algunas candelas visitantes habían perdido su vigor y parecían enfermizas. Las luciérnagas más debilitadas se detenían en los maderos o en el borde del quinqué, incluso en el borde del capelo. Recordemos que el borde del capelo era el sitio perfecto para las maldades de Buu, quien aprovechaba los descuidos de los otros insectos para empujarlos hacia la zona incandescente y letal del mechero, donde los descuidados se caían y ocurrían los accidentes fatales.

Antes del anochecer Buu preparó su plan, para lo cual juntó una cantidad suficiente de pasto seco y pequeñas ramas sobre la viga que sostenía al fanal. La posición de su cargamento de material seco resultaba perfecta para que con un solo empujón se precipitara una lluvia de paja hacia el capelo del quinqué e incrementar un fuego con una intensidad jamás conocida. Después sobrevino la noche y el gigantesco humano, Peter, como cada vez, salió al porche y siguió los sencillos pasos para encender la linterna. Nada hacía sospechar un evento sorprendente.

Buu intentaba ocultar su felicidad anticipada, procurando mantenerse servicial ante Luzo:

—Los bichos están a la espera del Evangelio de las Lámparas.

La respuesta de Luzo pareció especialmente evasiva:

—A veces las Estrellas son más elocuentes con su silencio.

Buu no respondió, pero hirvió una pequeña furia en su interior: “Como si no bastara con su preferencia por las luciérnagas, ahora vaya salir el quinqué con que está enamorado de las Estrellas. En adelante las vigilaré, no vaya a suceder que también reciban su preferencia. Está visto que la grandeza de Luzo no está en su justicia, que para estos tiempos ya debería ser yo su preferido, debiéndose olvidar de los demás insectos… ¡Sí, solamente él y yo!...” Así, siguió urdiendo en su símil de cerebelo y, luego, disfrutó por anticipado la horrible desgracia de alguna luciérnaga y se dijo en silencio: “Las luciérnagas se creen muy listas, porque nunca se han caído dentro del capelo; pero las visitantes enfermas con un empujón sí se caerán; así, provocaré una desventura que se recordará en las crónicas del reino de las luciérnagas.”

Seguía Buu en sus ideaciones negras, cuando divisó a las tres luciérnagas habituales. Una de ellas le pareció la más débil, cansada y enfermiza que se detuvo a descansar sobre un saliente de madera, mientras las otras dos revoloteaban orgullosas, agitando su luz integrada, como para presumir entre el mundo de insectos y agradar a Luzo.

Ese momento le pareció el perfecto a Buu.

De manera silenciosa, Buu se colocó sobre la viga superior y con cuidado empujó la mitad de las hierbas secas que acumuló. Mientras el quinqué platicaba con las luciérnagas se precipitaron las partículas secas en una lluvia aleatoria y varios pedazos siguieron la ruta correcta, traspasando la boca del capelo y depositándose sobre el mechero. La caída de partículas no inquietó al fanal, pero su acumulación sobres su superficie y el avivamiento de su mechero sí lo alteró, entonces perdió su ecuanimidad:

—¿Qué diantres es esta mierda?

La frase iracunda sorprendió al ambiente de los insectos. El porche entero dirigió su mirada: las termitas asomaron la cabeza fuera de los troncos, las hormigas detuvieron su marcha en el suelo, los grillos dejaron de comer pasto fresco. ¿Qué estaba sucediendo?

De modo contradictorio, unas pajas ahogaban la flama y otras la avivaban; unas más provocaban pequeños tronidos con su cuerpo de paja. Por instantes el mechero adquirió una turbulencia de vertedero de chispas y las palabras de Luzo perdían coherencia:

—Diantres… la megapirinola… octápodos… un decálogo gris… aire… me falta… sofocación… más fuego….

La incoherencia mental sorprendió al entorno, cuando siempre se había admirado a Luzo. ¿La invasión de pasto y ramitas estaba matando o había provocado una rara enfermedad en el quinqué?

Los más prudentes se alejaron del porche, pero los más curiosos se acercaron. Y la aproximación de los curiosos era parte del plan, conforme la luciérnaga enferma se agregara en el borde, Buu aprovecharía la oportunidad.

Salió Buu de su escondite y gritó:

—¡Acerquémonos! ¡Debemos auxiliar a nuestro líder!

En un momento se colocó al filo del capelo. Las pajillas simultáneamente avivaban el fuego y ahogaban el mechero, porque se mezclaban las crepitaciones y una humareda inusual. Con el humo muchos bichos se sintieron mareados.

Buu se afianzó en la orilla del capelo y reclamó la presencia de las luciérnagas, en su calidad de Primer Insecto Indispensable, que era una designación para la especie entera.

Las luminosas, acudieron en tropel, incluso la enferma. Todas se colocaron sobre la orilla del capelo para observar mejor la extraña situación.

—El humo me marea —comentó una— y siento pesadez en las alas.

—Lo importante es salvar a quien ha sido tan considerado.

Una luciérnaga gritó:

—¡Resiste, Luzo!

El quinqué siguió profiriendo palabras sin coherencia:

—Fogosas… re chispas… andenes amoratados… eclipse de Sol… precesión de simulacros… posmodernidad inminente… 

La consternación y la alarma se extendían por la comarca de los bichos.

Buu se movió sigilosamente al costado de la luciérnaga más débil y sin mediar palabra le dio un empujón hacia el interior del capelo. Sorprendida y sin fuerzas para aletear la pobre luciérnaga se enfiló hacia su muerte. La caída fue súbita, en un parpadeo, golpeaba hacia el centro del fuego del mechero. Una braza incandescente se atoró con las alas extendidas y atrapó al pequeño insecto dentro de ese jaloneo de precipitaciones con humo. Precisamente el humo inusual que desprendía el mechero dificultó la visión y las demás luciérnagas no alcanzaron a comprender la desgracia ocurrida. Casi de inmediato, unos mosquitos curiosos se aproximaron sobre el quinqué, pero el humo los desmayó y también cayeron en ese infierno.

Para el cosmos de los bichos la escena era dantesca: varios cuerpos de artrópodos se mezclaban y quemaban entre pajas ardientes. La repetición de otros incidentes había provocado ya insensibilidad. Además se sabe que los bichos son deficientes observadores de lo que no les atañe directamente y la escena fatal habría pasado desapercibida, entre el crepitar de las inusuales pajas, si no es que el propio Buu provoca un escándalo:

—¡Ha caído una luciérnaga!

Su griterío completaba la estrategia para salirse impune con su venganza y no recibir ningún castigo. Se levantaron las exclamaciones de pena y la candela más grande comenzó a llorar:

—Es mi hermana, nacimos juntas y ahora lamento su muerte. 

Lamentaron su calcinación inevitable que distinguieron entre el humo.

Mientras Buu seguía vociferando sobre la muerte de la luciérnaga, las otras estaban cada vez más tristes y abatidas. Se fueron acercando otros curiosos y, luego, más mosquitos revoloteaban imprudentes, por lo que ellos también se precipitaron hacia su muerte.

En ese alboroto, Buu notó que las luciérnagas sanas daban signos de intoxicación. Luego un escarabajo se sumó a los curiosos en el borde del capelo, aspiró profusamente el humo, dio un paso de mareo y cayó también en el mechero. El escarabajo causó otra crepitación de olores fuertes y griteríos mientras agonizaba. A Buu no le gustó que la luciérnaga muerta quedara oculta por el cadáver gordo del escarabajo, pero de esa vista obtuvo una inspiración para mandar más pajas hacia el quinqué.

En la viga superior quedaba la mitad de la paja. Buu revoloteó con dificultad, que el humo también parecía afectarle y mermar sus fuerzas. Desde lo más alto, el crepitar y chispear de Luzo no era tan impresionante. Por un momento pensó “¿Y si esta alteración de pajas y fuegos matara a Luzo?” De entrada la noción le resultó divertida y hasta alegre; su alma artrópoda había abierto otro pliegue a sus negros sentimientos. Imaginar que sus esfuerzos de venganza contra las candelitas también terminaban con la existencia de la gran luminaria de los bosques, le provocó un arrebato de risas. Esa risa de inmediato la sofocó, pues había urgencia para cumplir su propósito.

La segunda caída de paja seca fue notada por muchos más insectos curiosos y algunas larvas de madera se dieron cuenta de que era Buu el causante:

—Extraño el comportamiento del lambiscón Buu —dijo una oruga—, parece como una conspiración para causarle problemas a Luzo.

Regresó Buu muy cansado para posarse en el borde del capelo y les dijo a las luciérnagas entristecidas:

—Deberían organizar un equipo de rescate para la caída; tenía noticias de que ustedes son una especie muy solidaria.

Las luciérnagas consultaron entre ellas, tramando el plan de rescate, que ya era inútil pues la víctima estaba calcinada. Viendo que tardaban en decidirse, Buu desesperó y se aproximó a ellas. Dijo:

—Lo que les falta es decidir de inmediato.

Sin más explicación soltó una patada por sorpresa que lanzó a una luciérnaga al interior del capelo. La candelita, entre el humo y el fuego, intentó descender planeando para recuperarse, pero el humo la intoxicó y cayó sin control.

Con gran alarma, la última luciérnaga se precipitó tras la otra. Es difícil concluir si fue un gesto gregario o la desesperación combinada con los gases. En cuanto desplegó sus alas sufrió el mismo efecto letal y cayó en la hoguera.

Ya adentro del capelo la combinación de calor quemante y humo desmayaba a los insectos, que terminaban en la pira dantesca, que sumaba mosquitos, luciérnagas y un escarabajo.

Ante la emanación de más luz, calor y humo Buu comenzó a reírse sin control. Reía y aspiraba humo. Buu se reía y le parecía un momento espléndido de su existencia. Aunque, de pronto, Luzo pareció soltar palabras incoherentes que lo acusaban:

—Un traidor… humo senil… un criminal… un infierno… Armagedón… mala polilla… humo… asco… Daniel y los leones… conspiración… vil polilla…

¿Se habría dado cuenta Luzo de su plan?

Como sea, acudieron más curiosos, y para desgracia de Buu, regresaron ciertas avispas. Una de ellas odiaba a Buu y se aproximó volando hacia la orilla del capelo. El zumbido de las especies agresivas resulta fácil de distinguir a la proximidad.

Un puñado de avispas se acercó alrededor del quinqué y rodearon la orilla del capelo. Desde la perspectiva de Buu no existía una ruta de escape. Reconoció a la avispa que antes lo había perseguido y humillado. Intentó dar un paso atrás, pero no había más materia firme, el filo del capelo se terminaba. Comenzó a agitar las alas, pero Buu descubrió que el cansancio había hecho efecto, y su agitación cansina no lo elevó sino que fue descendiendo en espiral hacia el fuego del fanal.

La avispa zumbó amenazadora y lamió su vieja herida antes de retirarse.

Seguían las palabras incoherentes de Luzo, cada vez más lentas y espaciadas como si fuera a caer en una catalepsia definitiva:

—Venganzas… agonías… hoy… nada…

El humo alrededor fue asfixiando el organismo; sus alas se hicieron tan torpes que terminó por perder la sustentación aérea.

En el último atisbo antes de extinguirse, Buu pensó que lo más lamentable era que Luzo jamás le nombró Primer Insecto Indispensable. Fallecer en la misma pira que las envidiadas candelitas no era parte del plan. Arrepentido Buu ante su final pensó: “Por envidiar a las luciérnagas”. Luego tanto humo le provocó un desmayo completo.

La curiosidad malsana no es un sentimiento perdurable entre los bichos. La mayoría se retiró del porche, mientras la mezcla de pajas y bichos muertos seguía alterando el brillo del quinqué.

A Peter que dormía, esa crepitación de luces y un olor a insectos quemándose, lo inquietó en la madrugada. Despertó, salió somnoliento, miró que el mechero estaba sucio y apestaba el ambiente. Acercó la mano para girar la perilla y retrotraer la mecha. La intensidad del fuego se minimizó y, entonces acercó su boca para lanzar un gran soplido que dispersó las pajas con los restos de insectos y apagó la flama. El leñador pensó: “Viene el tiempo de cambiar a este viejo luminar; aunque le tengo cariño; fue un regalo y estoy tan acostumbrado a él… Quizá este solsticio señala la fecha cumplida…”

Descolgó el quinqué y lo metió a la cabaña.

Los grillos volvieron a comer pasto; las larvas regresaron al interior de los maderos. En el Encino ningún vecino preguntó por qué la ausencia definitiva de Buu.

Por su parte, las luciérnagas conservan el duelo por sus hermanas caídas. Cuenta la leyenda que, junto con las termitas, ellas edificaron una construcción insólita: un panal de base cuadrada, el cual sirvió de observatorio astronómico para estudiar el brillo de las Estrellas y los Planetas. A falta del Evangelio de las Lámparas, la edificación rectangular fue creciendo hasta que un malentendido derivó hacia la proliferación de las lenguas entre los insectos, pero esa ya es otra historia.